cliché / No. 251
Yo escuché y miré la oscuridad cuando el metro se frenó ese domingo a las siete de la tarde, estación Auditorio. ¿Habrá sido un corto? ¿Nos puede pasar algo? Quería pensar que la lluvia no iba a detenernos, que saldríamos triunfantes, pero no podemos cantar victoria, la vorágine del transporte nos secuestra. Miro los rostros de mis amigos, todos sentimos miedo; los oriundos ni se inmutan, sólo expiden suspiros de resignación.
Nuestra ciudad de bolsillo está a un viaje en tren, de cualquier estación nuestras casas están a veinte minutos, máximo. Y el cliché más arraigado de nuestra cultura (la cultura toluqueña) es el de la Ciudad de México. El de sentirnos cercanos a la velocidad, atraídos al abismo de concreto, el de pensar que nada nunca pasa en nuestras colonias, nunca pasaremos la noche afuera, nunca dormiremos en un parque, acá nos congelamos, acá se nos demanda regresar a casa, siempre.
El tren avanza a las ocho de la noche, son cuarenta minutos de atravesar el bosque y de repente ya llegamos, ya no vamos a escuchar las sirenas, los chiflidos, los pasos que crujen como ramas, inagotables. Somos seis, uno se retira tranquilamente, los restantes fumamos y conversamos. Que estamos muy cansados, que nos divertimos, que acá nunca pasa nada, siempre se espera todo.
Pero hay complicidad en las miradas, todos respiramos más tranquilos ahora que estamos lejos, tenemos menos miedo de ser engullidos por las fauces del concreto vivo, del concreto ardiente. Ahora nos reímos, algunas cosas nunca cambian. Y el manifiesto del toluco, el más viejo de todos, ese siempre inamovible dice: detesto vivir aquí (que bueno que ya llegué), no puedo esperar a irme.
Nos separamos, cada uno emprende su vuelta al hogar. Ha llovido en nuestra ausencia. Frente a mi casa todavía hay sembradíos de maíz, no hay iluminación. Hace apenas unas horas veía un mundo vivo, aquí ya están dormidos.
Me siento en la sala y pienso lo que piensan todos los tolucos: Algún día voy
Algún día voy a vivir en la Ciudad de México.
Nuestra ciudad de bolsillo está a un viaje en tren, de cualquier estación nuestras casas están a veinte minutos, máximo. Y el cliché más arraigado de nuestra cultura (la cultura toluqueña) es el de la Ciudad de México. El de sentirnos cercanos a la velocidad, atraídos al abismo de concreto, el de pensar que nada nunca pasa en nuestras colonias, nunca pasaremos la noche afuera, nunca dormiremos en un parque, acá nos congelamos, acá se nos demanda regresar a casa, siempre.
El tren avanza a las ocho de la noche, son cuarenta minutos de atravesar el bosque y de repente ya llegamos, ya no vamos a escuchar las sirenas, los chiflidos, los pasos que crujen como ramas, inagotables. Somos seis, uno se retira tranquilamente, los restantes fumamos y conversamos. Que estamos muy cansados, que nos divertimos, que acá nunca pasa nada, siempre se espera todo.
Pero hay complicidad en las miradas, todos respiramos más tranquilos ahora que estamos lejos, tenemos menos miedo de ser engullidos por las fauces del concreto vivo, del concreto ardiente. Ahora nos reímos, algunas cosas nunca cambian. Y el manifiesto del toluco, el más viejo de todos, ese siempre inamovible dice: detesto vivir aquí (que bueno que ya llegué), no puedo esperar a irme.
Nos separamos, cada uno emprende su vuelta al hogar. Ha llovido en nuestra ausencia. Frente a mi casa todavía hay sembradíos de maíz, no hay iluminación. Hace apenas unas horas veía un mundo vivo, aquí ya están dormidos.
Me siento en la sala y pienso lo que piensan todos los tolucos: Algún día voy
Algún día voy a vivir en la Ciudad de México.
Brenda Paola Ramos Vargas (Distrito Federal, 1999). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la UAEMéx. Beneficiaria del Programa de Investigación “Verano Delfín”. Ha participado en coloquios universitarios y su línea de investigación se centra en Laura Méndez de Cuenca, poeta mexiquense del siglo XIX.