cliché / No. 251

El incienso humea ya en los altares

Daniela González


Mientras la observo pienso en todas las formas en las que podemos hacernos daño. Aun así no puedo evitar que mis dientes quieran morderle la boca cada vez que dibuja con sus labios el coro de los aleluyas. Muerdo los míos en un intento por calmarme, pero estos dientes tienen vida propia. Desde que la conozco mi cuerpo ha despertado, en cada centímetro de mí hay un deseo del que no me atrevo a hablar.

Terminamos el canto y el sacerdote comienza a leer el santo evangelio. Ella pretende seguir la lectura en el misal, pero me mira de reojo.

Hace una semana le dije que ya no podíamos vernos, se nos iba a notar, la gente se iba a dar cuenta. ¿Cuenta de qué?, me preguntó, si entre nosotras no pasa nada. Y es verdad que no pasa, pero de pronto ella acerca su mano a la mía cuando quiere alcanzar un papel o una pluma al otro lado de la mesa, y eso es suficiente. Por eso le pedí que dejara de ir a mi casa. Ella dijo aún no sé qué responder cuando preguntas qué le puedo decir yo a Jesús al final de las lecturas.

Es algo que debes resolver tú sola, le respondí.

No pude enseñarle a comunicarse con Dios porque entre nosotras no sabíamos comunicarnos. A veces, cuando hago la lectura del pasaje que revisaremos esa tarde, ella se acerca tanto a mí que puedo sentir su cabello pegarse a mi cara. Recuesta su cabeza en mi hombro y respira muy cerca de mi cuello. Y cuando se va, no vuelvo a saber de ella hasta el domingo siguiente.

Cuando el sacerdote dice pueden ir en paz, nuestra misa ha terminado, José me toma de la mano y caminamos hacia la salida. La pierdo de vista entre la gente.

Una vez afuera nos reunimos con mi madre y José nos acompaña a casa.

Antes de que Alicia llegara a la ciudad todo era más sencillo. Dedicaba mis días a estudiar la palabra del Señor y a trabajar medio tiempo atendiendo la cafetería que está cruzando la plaza. Mi madre no estaba de acuerdo porque una señorita como tú no debe hacer otra cosa más que leer la biblia y aprender a coser. El trabajo era para los hombres y yo pronto tendría un esposo.

José llevaba meses cortejándome. Me visitaba en la cafetería tres veces por semana y los viernes me regalaba flores. Íbamos a pasear o al cine, después caminaba conmigo de regreso a casa y yo creía que eso era el amor.

Todo es tan fácil con José. Nunca llega tarde a nuestras citas y cuando acordamos alguna hora para hablar por teléfono la cumple con exactitud. Se graduará de la escuela de medicina y quiere cursar un máster de cardiología en Suiza porque es uno de los mejores países en esta materia. No me lo ha propuesto, pero hemos hablado de casarnos antes de que él se vaya, así mi madre me dejaría ir con él. Aunque pienso que me dejaría ir de todas formas, ella lo adora y todas mis amigas solteras están celosas porque está fuera de tu liga, Gaby, ¿cómo lo amarraste?


Hace dos meses estaba segura de que mi vida era una fantasía. Tenía la certeza de que Dios me guiaba y la aprobación de todos a mi alrededor no hacía más que confirmarlo. Ahora ni siquiera creo que escuche mis plegarias. Desde que el cosquilleo que Alicia me provoca en el vientre comenzó no he dejado de rezar. Pido para que desaparezca, pido perdón por sentirlo, pero al tratar de ahogarlo se vuelve más urgente.

Cuando José por fin se va de la casa lo acompaño a la salida. Se despide con un beso y yo le respondo sin ganas. Él se da cuenta, pero no me importa. En estos últimos días entendí que me da lo mismo lo que José piense o sienta. Ni siquiera lo escucho cuando habla. También pido perdón por eso cuando hago mis oraciones. Me pregunta ¿estamos bien? y le digo que sí. Quiere creerme, pero no sé por cuánto tiempo querrá hacerlo. Cada día está más cerca de graduarse y entonces va a pedir mi mano. ¿Qué voy a decir? Que sí, porque ni siquiera me atrevo a pensar en la alternativa; porque Alicia dijo que no había nada entre nosotras, pero hoy sus ojos me contaron otra cosa.

De pronto mi celular vibra y la pantalla se enciende. Encuéntrame detrás de la catedral, dice el mensaje que se lee en ella. Miro la pantalla hasta que se apaga. Después tomo el teléfono y aprieto cualquier botón para que se ilumine. Leo el mensaje hasta que la pantalla se apaga de nuevo y repito el ritual. Una y otra vez hasta que me atrevo a abrirlo. Llego en quince minutos, escribo como respuesta.

En el callejón que está detrás de la catedral nunca hay nadie, por eso nos gusta venir aquí. Alicia todavía no llega. Quiero irme, pero no puedo. La espero en medio de la noche hasta que mis manos se enfrían. Cuando estoy lista para marcharme, la veo doblar la esquina. No distingo su cara, pero reconozco su silueta.

—Pensé que no ibas a venir —le reclamo conteniendo mis lágrimas.

—Cuando llegué, no estabas.

—Te dije que me iba a tardar.

Pone los ojos en blanco y suspira con irritación.

—Contigo nunca se sabe —responde.

—Contigo tampoco —las palabras abandonan mi boca antes de que pueda detenerlas.

—¿A qué te refieres?

—Dijiste que no había nada entre nosotras.

—Porque no lo hay, Gabriela.

—Entonces, ¿por qué me citaste aquí?

Alicia se acerca y toma mis manos. Las lleva a su boca para calentarlas con su aliento. Yo me aparto.

—¿Por qué todo es tan difícil contigo? —dice y me aparta más. En lugar de responder me pongo a llorar. Ella pone los ojos en blanco, pero después se acerca e intenta calmarme. Me abraza y acaricia mi cabello. Tranquila, todo va a estar bien, y quiero creerle.

—¿Cómo supiste que no eras como las demás? —le pregunto en el tono que hacen los niños cuando quieren que sus padres les expliquen el mundo.

Ella se ríe y yo me siento avergonzada. Qué pregunta más estúpida.

—No sé. Siempre me gustaron las mujeres, si eso es de lo que estás hablando. Pero a ti no, ¿verdad? Tu novio es muy guapo.

—Eso dicen todas, pero a mí no me gusta tanto.

—Si no te gusta él —dice fingiendo asombro—, ¿quién podría gustarte, entonces?

Agacho mi cabeza para ocultar el rubor y mi sonrisa involuntaria, pero igual me descubre. A ella no se le escapa nada. Se acerca y acaricia mi mejilla izquierda. Yo levanto mi rostro para verla. Su mano avanza hasta perderse entre mi cabello. Acerco mis labios a su boca, pero ella se aparta.

—No voy a estar con una closetera —dice con desprecio—. Decide y búscame en la fiesta que hará la iglesia el próximo domingo.

Y se va.

Recargo mi espalda en la pared para equilibrarme. No puedo dejar de temblar. Tampoco puedo dejar a José. ¿Qué le voy a decir? Me enamoré de alguien más, y luego cuando él pregunte ¿de quién?, ¿qué le voy a responder? A pesar de sentir la electricidad que me recorre todo el cuerpo en este momento todavía no me atrevo ni siquiera a pensarlo. ¿Cómo voy a explicarle? Si lo digo, si la nombro, esto se convertiría en una realidad. Los roces de nuestras manos, las miradas en la iglesia, besarla esta noche hubiera sido suficiente. Vivir de la expectativa y de nuestros encuentros detrás de la Catedral hubiera sido suficiente… pero Alicia no quiere eso y no estoy segura de poder darle lo que pide.

Durante el camino de regreso pienso en cómo sería mi vida con José. El día que me proponga matrimonio mi madre se pondrá muy feliz. Viviré con él en el extranjero y conoceré a otras personas, otros lugares. Me alejaré de esta ciudad, de sus buenas costumbres y de Alicia. Alejarme de ella será olvidar las náuseas que me provoca esperarla; acallar el insistente latido de mi corazón acelerándose justo antes de dormir. Luego, cuando este deseo se consuma y de él no queden más que cenizas debajo de la alfombra en nuestra sala de estar, podré leer la biblia y remendar las camisas de José mientras lo espero para siempre recostada en la ventana; podré gozar de las libertades que vienen con el matrimonio sin tener que soportar la presencia de mi esposo, porque estará demasiado ocupado trabajando como para ponerme atención.

Cuando por fin llego a mi casa, mientras abro la puerta pienso en cómo sería mi vida con Alicia y antes de entrar ya tengo una respuesta.






Daniela González (Saltillo, 1997). Egresada de la Facultad de Psicología de la UAdeC. Ha colaborado en espacios digitales como Small Blue Library, Revista Timonel y Revista Kametsa. Fue incluida en el volumen I de 66 Poetas Mexicanas Contemporáneas (2021), y de la antología digital Un Refugio Temporal (2021).