cliché / iii premio de relato unam-españa / No. 251
A esta hora de la tarde en Vallcarca hace fresco. El parque donde espero a mi Tinder está lleno de niños y el aire poluto de Barcelona me raspa la garganta. Niños, niños, niños gritando por jugar, por pelear, por gritar. Es octubre, otoño, y han transcurrido tantos años desde el octubre que me fui de Chile que si algo me lleva allá sólo viene a la mente una imagen. El retrato, triste, del Costanera Center: grande, gris, nebuloso, feo, polígono rosado en ocasiones especiales, un pene; rodeado de gente a la rápida, de hombres de traje y andrajo, de viento helado como un trapo mojado en la cara. Viento helado para matarse, literal, en lo más alto del Sky Costanera.
Quizá si el 18 de octubre, ese 18 de octubre hubiese sido distinto, los recuerdos de mi país no estarían asociados a un pene sino a calles quemadas, a plazas Baquedano vueltas Dignidad. Es que Chile siempre la lengua viva y la lengua muerta, siempre el sufrimiento, la guerra perpetuada en la tierra mojada del sur, las marchas limpiadas a golpe de lanzaguas. Quizá si tuviera impreso en la memoria el estallido social, y no todo lo que vino después, seguiría pensando que Santiago es mi hogar y dejaría de sentirme todo el tiempo corcheteada en un purgatorio. Ni aquí ni allá. El vacío. Eso son diez años de vivir en un lugar que no es mío, de haber desconocido el que lo fue alguna vez. Ahora que la espera me obliga a ejercitar la memoria, pienso que la última vez que fui allá arriba, al Sky Costanera, fue la última vez que vi a F. y la última vez que le escuché decir la palabra último: Mira pa' bajo, me había dicho, Es lo último que ve la gente que se suicida aquí. Y luego gritó: ¡En el mall más alto de Latinoamérica!
Pienso en este frío y en el griterío de los niños y no puedo acordarme de otra cosa que de su pene erecto. La forma del Costanera, digo, y el ruido blanco al centro del edificio, la sensación de encierro y de espiral, su presencia varonil, la violencia que corta en dos el paisaje. Es una pena asociar Santiago con algo así, cuando el edificio con el mirador existe sólo desde el 2015. Tenía una vida antes de eso, treinta años antes de eso. Después, otros diez.
Ahí, con F., en el primer Victoria's Secret de la ciudad, me compré los calzones que ahora estoy usando y pienso exhibirle a mi Tinder. También estos sostenes, rojos y de encaje, y con una cinta de seda falsa al centro porque es bueno hacerse pasar por coquette estos días.
Me gusta pensar que las aplicaciones de citas, a mis cuarenta años, me están arrojando encima capas de adaptabilidad. Que este modo virtual de conocer hombres me está regalando formas de supervivencia de las que me puedo llegar a beneficiar. Me gusta, en el fondo, convencerme de que una aplicación de citas me está enseñando algo, lo que sea, cuando en realidad es sólo la forma que tiene una outsider de conocer gente en Barcelona. Ahí es donde encuentro a todos mis hombres catalanes, y se me da bien piropearlos para gustarles. Se me da mejor aún, en todo caso, olvidarlos, justo cuando el combustible que nos encendió de pronto se agota por sí mismo. Tan fríos, los catalanes, como el peor invierno litoral chileno. Tan cálidos, sin embargo, en el abrigo de un catalanismo deslizado al español, en las tiernas variaciones que son capaces de hacerle a las moléculas del castellano.
P. me escribió por la app temprano, cuando yo ya había resuelto que no iba a salir porque me dolían los ganglios. Me tomó por sorpresa. En nuestra primera cita me pareció lindo, amable incluso, pero con pinta como de que disfrutaría viviendo en Dubai. Entonces no quise soltarle ni un besito, y pensé que por eso no insistiría. Me mandó una foto del bar en el que nos habíamos conocido la semana pasada, cerrado a esas horas el día, y escribió, escueto, con un punto innecesario al final: Justo paso por aquí una semana después.
Lo necesario para hacerme saber a lo que quiere llegar. Muy rápido olvido mis dolores, y ya para cuando me sugiere juntarnos "a echarnos una", una cerveza, estoy maquillada. ¿Dónde te veo?, le escribo. Me dice que en el parque Can Carol de Vallcarca. Le pido quince minutos.
Adoro el olor del frío, le había dicho a F. mirando un punto fijo en el horizonte desde el Sky Costanera. Yo te adoro a ti, me había respondido él. Después de darme un beso bajamos de la espiral pasando por el patio de comidas y nos fuimos hasta su casa en micro. Pronto yo partiría a Barcelona, y aunque hablábamos sin parar de una cosa y otra, siempre volvíamos a ese tema. Por eso, para desviar el trayecto triste que estábamos trazando en la noche, me compartió uno de sus audífonos. Quería que escuchásemos un par de temas de Lucybell y la Javiera Mena, pero no pudimos callarnos. Nuestras palabras sonaban tan fuertes por encima de cualquier ruido que nos convertimos en la música. Demoramos casi cincuenta minutos en llegar a sus suburbios, unas casas maquetadas y en vías de derrumbarse al lado del Parque del Recuerdo. Se había hecho de noche, las calles estaban húmedas y amarillas por la luz reflectada de los faroles, y yo me sentía mareada. ¿Qué pasa, poto?, me preguntó cuando se dio cuenta. Me siento mal, le dije, y tirados los dos en su cama de una plaza imaginamos las micros europeas perfectas: sin rastros de sudor cegando los cristales, todos sentados en su propio asiento, nadie con olor a axila. Luego, me sobó la guata hasta dormirnos.
Pienso que si tengo coronavirus en la garganta estoy siendo irresponsable con P., pero como no soy una moralista, sigo esperándolo en el parque Can Carol de Vallcarca. De todos los niños, el que me ronda en su bicicleta es el más feo. Le miro su nariz y pienso que se parece a la mía, de pronto venimos del mismo antiguo país. Con tantos españoles violando indígenas, pienso, es imposible no tener trazos ancestrales de sangre europea. P. se acerca poco después fumándose un pucho. Lo saludo y por la forma en que me mira pienso que nos vamos a dar un beso ahí mismo y de golpe, pero no lo hacemos. Perdona la tardanza, me dice, y que se topó con un amigo y se tomó una cerveza en un bar cerca. Podemos ir al mismo bar, sugiere, y al rato nos vamos juntos caminando cuesta abajo.
La primera vez que lo hice con F. tenía miedo. Un año antes, casi exacto, un hombre me había saltado encima en la calle Monjitas. Me tocó entera, de las tetas al chocho pasando por el poto, metiendo sus dos manos lijosas por el pantalón de yoga. Usó mucha fuerza para sostenerme. Después de unos minutos me libré, aunque muy tarde y sin verle la cara. Luego hice un détox involuntario: terminé con mi pololo, fui a terapia y me lavé el cuerpo todos los días por tres meses con una esponja exfoliadora que me dejaba la piel con heridas. No vi a nadie, no salí con nadie, hasta que salí con F.
Bailamos en la Blondie y me dio un beso muy suave en la pista de baile. Gemí sin querer ni fingir, lo que me pareció una señal para pedirle que me llevara a su casa, o sea, a la casa de su mamá, que era donde podía permitirse vivir. Allí, F. me apretó contra su cuerpo y me corrió el pelo de la cara. Me dijo: Shhh, trata de no gemir con ruido, y me dio piquitos por el cuello y las orejas. Era como estar en Fantasilandia, era como si unas ninfas de piel viscosa estuvieran sanando mi piel exfoliada con baba. Subimos por una escalera estrecha que se caía a pedazos hasta una pieza muy chica que parecía haber sido el entretecho en una vida pasada. Cerró la puerta y yo cerré los ojos y me dejé querer. Escribí en mi mente escenas en las que hombres me gritaban cosas y yo les tenía una respuesta, o en las que el señor de la calle me trataba de hacer las cosas horribles que hizo, pero yo alcanzaba a defenderme.
F. se tumbó solo en su cama minúscula, ya no llevaba nada puesto, y yo me tumbé a su lado todavía con mi abrigo como una idiota. Él se subió encima con cuidado. Hacía tanto tiempo que yo no lo hacía con alguien que no sabía bien lo que tenía que hacer. Él se dispuso, lento, a sacarme la ropa: primero el abrigo, después los calcetines, después la polera. De ahí en adelante me relajé, porque me acordé de que no tenía que hacer nada (soy la mujer).
Entramos con P., nos sentamos y pedimos un roncola cada uno. Al lado, un señor borracho nos pregunta cómo nos llamamos. Le digo un nombre falso y P. me sigue la corriente. Lleva seis chelas encima, y el cambio de grado de alcohol no le hace bien. Por eso, para la mitad del vaso me está contando de un proyecto de fotografía que se basa en una relación intensa que tuvo con una mujer el año pasado. Los ojos se le ponen pesados cuando me lo cuenta, y nuestro ambiente alrededor también se caldea.
Sólo entonces me doy cuenta de que el aura de esa persona, una uruguaya con doctorado en neurociencias, lo rodea como una enfermedad de transmisión sexual. De todas formas, decido con entereza que eso no va a cambiar el transcurso de la noche, así que horas más tarde salimos del bar a tropezones, cada tres por cuatro dándonos unos tontos besos con lengua. Los focos de la calle se ensanchan hasta pegarle en la cara y resaltarle los pómulos, y me detengo un segundo a mirarlo. Sí, es un wachito rico, y estoy muy segura de que él lo sabe tan bien que ha hecho esta misma cita muchas veces antes.
Caminamos juntos hasta Vila de Gràcia. Intento tocarle los rulos, pero no me deja. Es mi forma de coquetearle, aunque él, con su displicencia catalana, no lo entienda. Yo me dirijo a mi casa, él me persigue. Prende, sin saber que ya llegó a mi portal, un pucho que se armó en el camino. ¿Querís subir?, le pregunto, pero no entiende mis declinaciones en í. ¿Perdona? Que si quieres subir, me corrijo, y le pecho un cigarro. Él se demora una fracción de segundo en responder. Es la primera vez que sube un hombre de internet a mi departamento.
Cuando me despedí de F., hasta ahora para siempre, seguía con las náuseas de la noche anterior y entendía ya a esas alturas lo que significaba. El sol, blanco, de ese tono de blanco que no calienta ni a una perra, entraba a raudales por la ventana de su pieza enana en el entretecho, haciendo brillar un pokemón de plástico que tenía en la cómoda.
Nos sentamos un segundo en el porche de la casa, sabiendo que no nos veríamos durante mucho tiempo, quizá nunca más. ¿Vai a echar de menos estos suburbios de los que siempre he querido escapar?, me preguntó burlándose de sí mismo. Sí, le respondí con honestidad, porque realmente iba a echar de menos pasar frío en su pieza y dejar de pasar frío en su pieza. Escápate cuando podai, le pedí, y te venís conmigo a Barcelona. Él sólo me miró y me sonrió, y supe que a Santiago, o sea a su mamá, no la iba a abandonar nunca. Después me preguntó por qué me interesaba un perdedor como él. Yo traté de explicarle pero no entendió. Y fue ahí, sentados en el cemento quebrado de las escaleras, que F. me dio su opinión sobre las horas.
Hay más horas en el día de una guagua que en el de un puberto, dijo. Porque las horas se van haciendo una bolita con el tiempo. Ah, ¿sí?, respondí yo sin entender. Sí. Unas bolitas de sí mismas, dijo. Y bajo esa misma lógica, siguió, vai teniendo cada vez menos días en el año. Así las horas que vai a pasar teniendo treinta van a ser eones menos que las que pasaste siendo un feto, dijo, hasta llegar a un punto cero. Yo le dije que no sabía si iba a soportar vivir en otro continente sabiendo que había pasado todo esto entre nosotros, y él sólo me dijo un poco molesto: por favor, ponme más atención. Lo que intentaba decirme, aunque no lo dijo, era que no me preocupara por no vernos más. Que no nos íbamos a dar ni cuenta y se nos iba a acabar la vida.
P. me pregunta que si con condón o si sin y yo le digo que da igual, lo que siempre se la para a los hombres. Me saca los calzones de encaje sin siquiera verlos y eso, como cualquier esfuerzo hecho en vano, me bajonea. Llegamos rápido al momento al que siempre llego cuando me follo a un catalán. Como que dejo de notar que entra y sale, me vuelvo una máquina sexual estoica y me entrego de lleno a la posición pasiva de la estrella de mar. Con los brazos extendidos hacia los lados y mirando al techo, entiendo que es mi culpa. Una debería saberlo desde el principio, que si en el catalán no existe ni el te quiero ni el te amo, el sexo sólo puede llegar a la altura de un t'estimo. Sin querer, me pongo a contar listas esperando a que eyacule.
Verduras que en verdad son frutas
Catalanismos que suenan mejor que el español correcto
(abrir la luz)
(hacer los años)
Palabras que quedan feas cuando las declino en í
(no me etiquetí)
(no te murai)
(cuando respirí)
La abstracción y la perdición de ese estado comatoso me acomoda, pero P. no quiere dejarme ser, es un activista, así que se tumba a mi lado en plena acción, como incitándome a subirme encima. A regañadientes lo hago. En cuanto me siente entrar, se abre de patas, y yo intento cerrárselas porque me incomoda. No, no, me dice, déjame. ¿Qué signo erís?, le pregunto, porque de tan mandón pienso que Sagitario como Hitler y Pinochet.
Méteme un dedo, dice.
¿Ah?
Un dedo.
¿Un dedo?
En el culo. Méteme un dedo en el culo.
No sé meter un dedo en el culo, menos a un desconocido, entonces hago como que no lo escucho, pero P. no lo soporta. Me agarra el dedo índice fuerte, tan fuerte que pienso que va a quebrarlo, y se lo mete rápido, él solo. No me he cortado las uñas, le digo yo, por decir algo.
Gime y yo me entrego a sus órdenes ahí adentro como me entregaría en la posición estrella. Escucho el orgasmo y lo envidio, me entran unas ganas locas de ahorcarlo sólo para que deje de hacerlo, de rasguñarlo por dentro, y ya que están a un sólo ínfimo paso, que el placer se convierta en dolor.
Hace tiempo que tengo la sensación de estar en un paréntesis. Pero ahora, de pronto, viendo a P. morir de deseo, una frase sigue avanzando por fuera, aunque a duras penas. En mi paréntesis de siempre, que como la forma de todo paréntesis es un círculo deformado, estoy sentada en el portal de la casa de F. Luego, tirada en el suelo de mi piso en Barcelona, luego tirada en la cama de F., y luego la cama de F. se convierte en la cama del hospital de Barcelona donde maté nuestro feto.
Hasta ese momento en el que tuve que elegir si continuar o discontinuar una vida, había sentido que eso, la vida, era algo que sólo le podía pasar a otra gente. Recién ahora, después de tantos años, algo empieza a desencajarse y percibo que algunas cosas, algunas ganas vuelven a mí. Entonces, de la nada, las manecillas vuelven a estar de mi parte. Mi vida me acontece y, fuera de esos corchetes que me han encerrado en un círculo, me torean otras fuerzas. Unas quieren volver hacia horas exactas con F., minutos precisos paseando por Santiago de la mano, dudando si valía la pena marcharme. Otras fuerzas avanzan hacia delante. Son capaces de verme a mí misma varias semanas después del dedo en el culo, tirada en mi cama. Voy a recordar a P. vagamente mirando el techo (ah, ¿cómo era que se llamaba ese Tinder? ¿Empezaba con P? No importa), me concentraré más que nada en ubicar en mi línea temporal el momento justo en el que se me descableó la cabeza. Los segundos precisos en los que las grandes frases de mi vida empezaron a tener una cola encrespada.
P., no sé cómo, con lo insignificante que es para mí, abrió de golpe un portal. Y si bien ese portal centrifuga hacia millones de lugares, permanezco por fin en un presente del que no era parte hasta ahora. Porque hasta ese momento yo vivía con patas en dos continentes, vivía en los pasados diez, quince, veinticinco años. Años que en todo caso se perciben como si no hubiera pasado uno, como si aún siguieran todos los años perpetuamente presentes. ¿Por qué? No sé. Quizá porque el pasado es siempre mucho más presente que cualquier ahora.
A las cinco de la mañana, cuando abre el metro, P. agarra sus cosas. Le pido que me avise cuando llegue y me mira raro. Me recuerda que es hombre, blanco, heterosexual y europeo. Yo cierro la puerta tras él y sé a ciencia cierta que mañana le va a empezar a doler la garganta. También, que nunca más en mi vida lo voy a ver.
Ésta debería ser una noche olvidable, pienso, y por alguna razón no lo es. En el aire flota la uruguaya del Tinder y, por primera vez en tantos años, F., que ahora orbita y me rodea a mí otra vez como una ETS. Cuando le dije lo del embarazo por teléfono, le dije que ésa tenía que ser una excepción a su regla de las horas. Un embarazo como un paréntesis de nueve meses, en los que el tiempo vuelve a recobrar su propio tiempo. Pero yo no tengo planeado ralentizar nada, le dije. Pensaba en aniquilar el proceso. Aunque también, por un solo momento, fantaseé con él.
Le dije:
Oye. Podríamos.
¿Cómo podríamos?
Podríamos, respondí.
Él me sonrió por cámara igual como me sonrió en su porche, con esos tipos de sonrisas tristes que no saben sonreír por los ojos. Luego me tiró una verdad ineludible. Que Barcelona no es un lugar para criar crías, menos de apellido mapuche. Y Santiago… bueno, dijo, simplemente no es un lugar.
Después de cerrarle la puerta a P., me voy al baño. Me miro al espejo y veo que soy yo y también otra persona. Es decir, que tengo esta cara mía aquí conmigo, pero también tengo la del cincuenta por ciento del mundo.
Mi paréntesis avanza solo hacia la tarde anterior, al parque de Can Carol. Ahí estoy en mi presente de ahora: un círculo alargado y eterno que empieza justo en ese momento, con ese niño revoloteando que tiene mi nariz, y todos los niños que nunca tuve paseando alrededor llenando el silencio vacío que ha orquestado mi vida hasta ahora. Niños, niños, niños, que ya están lejos. Ya es muy tarde. Me hago un test. Doy positivo. Sé que voy a volver una y otra vez a ese parque a mirar niños. Lo bueno es que, según los cálculos, una semana de coronavirus a los cuarenta es igual a un primer segundo en el útero materno.
Uno se acostumbra rápido a las cosas, pienso, sin acostumbrarme a las cosas.
* Relato finalista del III Premio de relato UNAM-España sobre la experiencia de la migración latinoamericana en España, convocado por el Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en España, el Festival Centroamérica Cuenta y la Revista de la Universidad de México.
Paloma Cruz Sotomayor nació en el año del perro, en Santiago de Chile. Estudió Literatura y Lingüística y en 2019 migró a España con una beca para estudiar el máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Sin haberlo planeado, se fue quedando. Ahora se gana la vida editando y hablando de libros. Colabora con editoriales como Blackie Books, Tusqu<span style="font-size: 85%;">ETS</span> y Vegueta, donde ideó una colección llamada "Clásicos y el amor". A veces, para trazar puentes, localiza textos del español de España al español de Latinoamérica. Desde 2021 escribe crítica literaria en el Cultura|s del diario La Vanguardia.