Sur / No. 252
Qué frío hace. Hoy no creo poder acostumbrarme: tener que usar esta cantidad de chamarras en julio me resulta absurdo. En realidad, yo nunca usaba chamarra. Si acaso, alguna de mezclilla ligera en invierno, o quizás un suéter delgado, algo así. En la Ciudad de México tenemos dos semanas de invierno al año, y eso sucede en enero. Muy lejos de julio.
“Te miro, boluda, y no entiendo: ¿cómo haces para llevar esa pollera tan corta a las seis de la mañana, en este invierno?”, te dije en mi mente. No sé cómo haces para venir así, con esos tacones, nada de abrigo, y estar esperando un bondi en la 9 de julio a esta hora. Deberías estarte congelando.
O tal vez la que está vieja soy yo. Te miro ahí parada y me doy cuenta de que cargo encima muchos más años de los que creía. ¿Cómo habrá sido tu noche porteña este sábado? ¿Con quién habrás salido? ¿Con amigas? ¿Con un chongo?
Chongo, esa palabra que entendí rápido. Me hace gracia: ese posible amante, todavía en estado de limbo, entre la joda y el noviazgo. El ligue decimos de dónde vengo. ¿Vienes volviendo demuna fiesta? Yo voy para La Plata. Me pregunto si tú también vas para allá.
No, no creo. ¿Por qué habrías venido desde La Plata hasta Capital por una sola noche? Quizás te bajás en Florencio Varela. O en alguna otra zona del conurbano.
Eres bonita. En mi país diríamos que se te ve que eres canija. Pero a todas las argentinas se les ve que son canijas. Qué envidia. ¿Quién pudiera?
Traes el cabello lacio hasta la cadera, me recuerda a cómo lo llevábamos en la primaria. Largas cabelleras y moños en media cola de caballo. Eres joven, sí. Aunque quizás no tanto. Probablemente estás en la universidad. A lo mejor estudias en alguna de las universidades nacionales donde he dado un par de clases.
Uy, estás rolando un puchito. Bueno, está bien. Aunque es muy temprano, me va a dar náusea. No entiendo por qué acá la gente fuma tanto en la calle. En Argentina se fuma en todos lados. Las prohibiciones no han calado tan hondo como en México. Pero fumar en la calle es hacer que los demás fumen contigo. Una comunión bastante grosera.
Dejé de fumar hace unos años. Lo hice por salud, pero sobre todo, por buscar independencia. Me di cuenta de que el cigarrillo era una metáfora de la relación en la que estaba. De la relación conmigo misma. Y de un par de traumas repetitivos. Así que dejé todo de golpe y me vine para acá.
Llegar con dos maletas a una ciudad nueva, casi completamente sola, sin conocer los usos y costumbres de las personas es —para mí— una experiencia obligatoria. Creo que es la única manera de reinventarse. Y de crear una nueva historia.
Cuando llegué tuve otra dependencia. Pero esa la elegí. Elegí “unir mi destino a los destinos de esta nación”, como dijo Evita. Qué gracioso. Te miro aquí, en la parada del bondi, y me pregunto: ¿serás gorila?, ¿serás peronista?, ¿te interesará algo de eso? No lo sé. Tu ropa, toda de negro, completamente impersonal. Esa cara de haber pasado horas sin dormir.
Bueno, me he quedado mirando la nada. Al final me doy cuenta: ya te tengo al lado.
—Parece que no pasa más el bondi —me dices, un poco desesperada y un poco aburrida, como para platicar.
—Y sí, pasa que a esta hora tarda un poco —te respondo.
Encima es domingo, pienso. —La concha de la lora —decís recargada. Noté mucho la n en la palabra concha. Siempre me ha dado mucha gracia esa expresión porque, de verdad, para mí no significa absolutamente nada, así que la puedo usar de vez en cuando simplemente para mostrar desesperación, pero sin sentir nada afectivamente.
Hoy hay muchas frases así que ya aprendí a decir, pero que no me remueven un pelo. Es como traducirme.
Entonces reflexiono en cómo pausas antes de decir “y sí”. Y luego pienso que yo ahora digo “pasa que” en lugar de “es que”. Ya no entiendo nada. Porque si empiezo por ahí, nunca acabo de descifrar qué dialecto es el mío. Qué dialecto me autoimpuse.
—¿No tenés frío? —te tiro, como la vieja que soy. Entonces me ves de arriba abajo. Claro: traigo abrigo, guantes y una bufanda.
Te reís y me dices:
—¿Y qué? ¿Vos vas al Polo Sur o qué pasa? Nos reímos las dos.
Me ofreces un puchito con la mano. Con sólo pensarlo, me vienen unas náuseas absolutamente terribles. Me imagino el dolor de cabeza, el olor impregnado, tener que quitarlo de mi ropa, mis guantes, mi pelo... pero, por rebeldía, te digo que sí. ¿Ante qué me estoy rebelando? Bueno, un poco ante esta mujer que hace siempre lo correcto, o sea, quien te habla: yo.
Me di cuenta de que acá —o aquí, o como se diga— las mujeres tenemos más tiempo. Nadie te anda corriendo con el reloj biológico. O bueno, sí, quizá alguna persona... pero no en mi círculo.
Tengo un círculo curadísimo de progresía argentina, diversidad sexual y profesiones que no dan un peso. Mis amigas son todas trolas, vagas, escritoras, tienen relaciones mónogamas, poliamorosas, promiscuas, de todo.
Y me miran a mí con ternura. Yo soy “la nena”, porque todas están en la flor de la vida: sus cincuenta y tantos. ¡Quién pudiera! No en México: allá cumples treinta y ya te están contando los óvulos.
Bueno, esta pendeja debe tener unos... no sé... ¿veintitrés, veinticuatro años? Y ahí es cuando se me viene a la mente esa otra frase hecha: nació en democracia. Ahora, bueno, nacer en dictadura es bastante obvio a qué se refiere. Pero cuando decimos que alguien nació en democracia... se nos complica todo, ¿no? ¿Qué democracia se alcanzó acá? ¿Qué democracia se alcanzó en mi país? No sé.
Hay otras frases que son incluso más potentes. Que podrían describir este caso: nació en la década ganada. Eso puede significar muchas cosas, pero últimamente significa, sobre todo, que esta pendeja tuvo todo siempre resuelto.
Nació en democracia. No sabe lo que es sufrir. Y posiblemente simpatiza con la antipolítica —cuando no directamente con la política neofascista que abraza esta nación—.
Ay, qué gracia me da. Pero bueno, me da gracia no porque me haga la superada ni mucho menos... sino porque todo es tan profundamente argentino todo el tiempo. Bueno, no sé. Supongo que todo es absolutamente mexicano cuando estoy allá. Pero no sé... es distinto.
Casi me termino el cigarrillo y ya pasaron dos cosas. La primera no volvimos a cruzar ni una palabra ni una mirada. Y la segunda... la segunda, terrible: no me dio náuseas. Me gustó un poco. Tantas cosas que desearía que no me gustaran y me gustan un poco. Como tú, creo que me gustas un poco.
Ahora no sé cómo seguir. Estoy un poco congelada en mis pensamientos matutinos, pero se debe entender que yo me paré hace una hora y vos llevás un montón despierta, vivaz, contenta.
—¿Vas a La Plata, vos? —te pregunto, traduciéndome. Me siento una estúpida haciéndolo, pero a veces una no quiere empezar todas las conversaciones con: “¿Y de dónde sos?”. Sobre todo porque me imagino que empezaríamos a charlar así: “Soy de la Ciudad de México…”.
Y tú responderías: “¿Del D. F.? ¿Del defectuoso? Ah, sí, sí, yo estuve, tengo un primo que vive en Playa del Carmen”.
Por favor. ¿Cuánta gente puede seguir diciéndole D.F. a la Ciudad de México? ¿Y cuántos argentinos pueden tener un primo que vive en Playa del Carmen? Preguntas de Jeopardy. Pero bueno, todos mis esfuerzos se caen ante mí cuando me dices:
—No, me bajo antes, en Florencio Varela —dices. Lo sabía, pienso, y me siento orgullosa.
—¿Vos sos de acá? —me decís, frunciendo el ceño. Y yo siento que la sangre me hierve de una manera tal que quisiera sacarme el abrigo y quedarme en bolas. No me salió el acento, maldita sea. ¿Cuántos años más me voy a quedar con este maldito acento y esta maldita conversación? Voy a mentir.
—No, soy de Asunción. En Paraguay.
—Ah, de Paraguay, ¡qué lindo! Yo estuve hace un tiem po —dices. ¡Carajo! Yo no he estado nunca, maldita sea.
—Pero casi no se te nota el acento —agregás.
¿Qué acento tienen los paraguayos?, pienso. Una sola vez en la vida tuve un profesor paraguayo, pero se había criado en Chile, así que hablaba como chileno y no como paraguayo. Me quedo sin referencias. Nunca más he interactuado con nadie de Paraguay. Bueno, al menos no parece que tengas un primo que vive allá.
—¿Y qué estudiás? —pregunto, ahora más consciente de mi acento y de que ni siquiera recuerdo si en Paraguay vosean o tutean.
—No, yo no estudio. Hace mucho que lo dejé —decís. Haces una pausa.
—Me hubiera gustado… no sé… quizás hacer un profesorado y dar clases. Pero la verdad es que tampoco era muy buena en la escuela. Seguro vos fuiste muy buena en la escuela.
—¿Por qué? ¿Porque no estoy volviendo de la joda? —te pregunto y te estallas de risa.
—Sí, sí, por eso. Ésa fue una de las primeras razones por las que yo no fui buena estudiante. Pero bueno, ahora con mis hermanas tenemos un salón de belleza. Yo hago manicura, sobre todo.
—Ah, mirá qué bien —te respondo. Inmediatamente miro tus uñas: miden como cinco centímetros y están llenas de piedritas. Pero qué mal gusto, por favor. Pero me hace gracia, me parece tierno. Ahora todas andan como traperas.
Yo no. Yo las tengo más bien cortas. Eso sí, siempre perfectamente esmaltadas. Y no me las hago yo: voy a que me hagan la manicura porque tengo dos pies izquierdos en las manos.
—¿Vos qué hacés? —me preguntas.
—Soy profesora —te digo riendo porque sé que sentirás que me leíste a la perfección—. Estoy dando un par de cursos del CBC en Quilmes.
—Ah, qué bien —me dices mientras llega el bondi.
Subes al bondi detrás mío. Yo voy y busco un asiento junto a la ventana, pero que tenga el otro libre. Al principio no lo veo, pero entonces se levanta una señora y pienso que podríamos sentarnos ahí. Me siento del lado de la ventana, total yo bajo mucho después.
Miro un poco hacia afuera y me agarro del asiento de adelante.
—Qué lindas tus uñas —me dices—. Nunca las he podido tener así de cortas, pero dicen que es más práctico.
Sonrío y me contengo de devolverte el cumplido con esa falsa amabilidad que a veces se me escapa, porque la verdad es que no me gustan tus uñas.
—Mis uñas ya son de señora —te digo.
Y entonces me dices, como si nada:
—Pero si sos tan joven y guapa.
Me toma dos segundos enteros entender que eso fue un cumplido. No sé si fue un coqueteo, pero lo quiero creer. Me muero de ganas de que lo sea. Miro por la ventana, como si ahí estuviera la respuesta. Pero no hay respuesta. Sólo avenidas grises y techos bajos. Pienso que seguramente entendí mal. O que igual no va a pasar nada. O que, si pasa algo, me voy a quedar muda.
Seguimos conversando hasta Florencio Varela.
—Bueno —me dices, cuando el bondi frena—. Ésta es mi parada. ¿Vos también venías hasta acá? ¿Querés ir a tomar un café con medialunas?
Y ahí es cuando pasa. La veo: la posibilidad. Es tan pequeña, tan ridícula, tan urgente. Me dan ganas de reírme, porque la frase que aparece en mi cabeza no tiene ningún sentido. Pero igual se queda ahí, repitiéndose, como si fuera una decisión: Total, si sale mal, me cambio de país.
Me bajo atrás tuyo.
Y no tengo idea de qué va a pasar.
América Zepeda Cabiedes (Ciudad de México, 1995). Licenciada en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, maestra en Ciencia Social por El Colegio de México, actualmente cursa el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. En 2020 obtuvo el premio a la mejor tesis de licenciatura por su investigación en el campo de los estudios latinoamericanos.
“Te miro, boluda, y no entiendo: ¿cómo haces para llevar esa pollera tan corta a las seis de la mañana, en este invierno?”, te dije en mi mente. No sé cómo haces para venir así, con esos tacones, nada de abrigo, y estar esperando un bondi en la 9 de julio a esta hora. Deberías estarte congelando.
O tal vez la que está vieja soy yo. Te miro ahí parada y me doy cuenta de que cargo encima muchos más años de los que creía. ¿Cómo habrá sido tu noche porteña este sábado? ¿Con quién habrás salido? ¿Con amigas? ¿Con un chongo?
Chongo, esa palabra que entendí rápido. Me hace gracia: ese posible amante, todavía en estado de limbo, entre la joda y el noviazgo. El ligue decimos de dónde vengo. ¿Vienes volviendo demuna fiesta? Yo voy para La Plata. Me pregunto si tú también vas para allá.
No, no creo. ¿Por qué habrías venido desde La Plata hasta Capital por una sola noche? Quizás te bajás en Florencio Varela. O en alguna otra zona del conurbano.
Eres bonita. En mi país diríamos que se te ve que eres canija. Pero a todas las argentinas se les ve que son canijas. Qué envidia. ¿Quién pudiera?
Traes el cabello lacio hasta la cadera, me recuerda a cómo lo llevábamos en la primaria. Largas cabelleras y moños en media cola de caballo. Eres joven, sí. Aunque quizás no tanto. Probablemente estás en la universidad. A lo mejor estudias en alguna de las universidades nacionales donde he dado un par de clases.
Uy, estás rolando un puchito. Bueno, está bien. Aunque es muy temprano, me va a dar náusea. No entiendo por qué acá la gente fuma tanto en la calle. En Argentina se fuma en todos lados. Las prohibiciones no han calado tan hondo como en México. Pero fumar en la calle es hacer que los demás fumen contigo. Una comunión bastante grosera.
Dejé de fumar hace unos años. Lo hice por salud, pero sobre todo, por buscar independencia. Me di cuenta de que el cigarrillo era una metáfora de la relación en la que estaba. De la relación conmigo misma. Y de un par de traumas repetitivos. Así que dejé todo de golpe y me vine para acá.
Llegar con dos maletas a una ciudad nueva, casi completamente sola, sin conocer los usos y costumbres de las personas es —para mí— una experiencia obligatoria. Creo que es la única manera de reinventarse. Y de crear una nueva historia.
Cuando llegué tuve otra dependencia. Pero esa la elegí. Elegí “unir mi destino a los destinos de esta nación”, como dijo Evita. Qué gracioso. Te miro aquí, en la parada del bondi, y me pregunto: ¿serás gorila?, ¿serás peronista?, ¿te interesará algo de eso? No lo sé. Tu ropa, toda de negro, completamente impersonal. Esa cara de haber pasado horas sin dormir.
Bueno, me he quedado mirando la nada. Al final me doy cuenta: ya te tengo al lado.
—Parece que no pasa más el bondi —me dices, un poco desesperada y un poco aburrida, como para platicar.
—Y sí, pasa que a esta hora tarda un poco —te respondo.
Encima es domingo, pienso. —La concha de la lora —decís recargada. Noté mucho la n en la palabra concha. Siempre me ha dado mucha gracia esa expresión porque, de verdad, para mí no significa absolutamente nada, así que la puedo usar de vez en cuando simplemente para mostrar desesperación, pero sin sentir nada afectivamente.
Hoy hay muchas frases así que ya aprendí a decir, pero que no me remueven un pelo. Es como traducirme.
Entonces reflexiono en cómo pausas antes de decir “y sí”. Y luego pienso que yo ahora digo “pasa que” en lugar de “es que”. Ya no entiendo nada. Porque si empiezo por ahí, nunca acabo de descifrar qué dialecto es el mío. Qué dialecto me autoimpuse.
—¿No tenés frío? —te tiro, como la vieja que soy. Entonces me ves de arriba abajo. Claro: traigo abrigo, guantes y una bufanda.
Te reís y me dices:
—¿Y qué? ¿Vos vas al Polo Sur o qué pasa? Nos reímos las dos.
Me ofreces un puchito con la mano. Con sólo pensarlo, me vienen unas náuseas absolutamente terribles. Me imagino el dolor de cabeza, el olor impregnado, tener que quitarlo de mi ropa, mis guantes, mi pelo... pero, por rebeldía, te digo que sí. ¿Ante qué me estoy rebelando? Bueno, un poco ante esta mujer que hace siempre lo correcto, o sea, quien te habla: yo.
Me di cuenta de que acá —o aquí, o como se diga— las mujeres tenemos más tiempo. Nadie te anda corriendo con el reloj biológico. O bueno, sí, quizá alguna persona... pero no en mi círculo.
Tengo un círculo curadísimo de progresía argentina, diversidad sexual y profesiones que no dan un peso. Mis amigas son todas trolas, vagas, escritoras, tienen relaciones mónogamas, poliamorosas, promiscuas, de todo.
Y me miran a mí con ternura. Yo soy “la nena”, porque todas están en la flor de la vida: sus cincuenta y tantos. ¡Quién pudiera! No en México: allá cumples treinta y ya te están contando los óvulos.
Bueno, esta pendeja debe tener unos... no sé... ¿veintitrés, veinticuatro años? Y ahí es cuando se me viene a la mente esa otra frase hecha: nació en democracia. Ahora, bueno, nacer en dictadura es bastante obvio a qué se refiere. Pero cuando decimos que alguien nació en democracia... se nos complica todo, ¿no? ¿Qué democracia se alcanzó acá? ¿Qué democracia se alcanzó en mi país? No sé.
Hay otras frases que son incluso más potentes. Que podrían describir este caso: nació en la década ganada. Eso puede significar muchas cosas, pero últimamente significa, sobre todo, que esta pendeja tuvo todo siempre resuelto.
Nació en democracia. No sabe lo que es sufrir. Y posiblemente simpatiza con la antipolítica —cuando no directamente con la política neofascista que abraza esta nación—.
Ay, qué gracia me da. Pero bueno, me da gracia no porque me haga la superada ni mucho menos... sino porque todo es tan profundamente argentino todo el tiempo. Bueno, no sé. Supongo que todo es absolutamente mexicano cuando estoy allá. Pero no sé... es distinto.
Casi me termino el cigarrillo y ya pasaron dos cosas. La primera no volvimos a cruzar ni una palabra ni una mirada. Y la segunda... la segunda, terrible: no me dio náuseas. Me gustó un poco. Tantas cosas que desearía que no me gustaran y me gustan un poco. Como tú, creo que me gustas un poco.
Ahora no sé cómo seguir. Estoy un poco congelada en mis pensamientos matutinos, pero se debe entender que yo me paré hace una hora y vos llevás un montón despierta, vivaz, contenta.
—¿Vas a La Plata, vos? —te pregunto, traduciéndome. Me siento una estúpida haciéndolo, pero a veces una no quiere empezar todas las conversaciones con: “¿Y de dónde sos?”. Sobre todo porque me imagino que empezaríamos a charlar así: “Soy de la Ciudad de México…”.
Y tú responderías: “¿Del D. F.? ¿Del defectuoso? Ah, sí, sí, yo estuve, tengo un primo que vive en Playa del Carmen”.
Por favor. ¿Cuánta gente puede seguir diciéndole D.F. a la Ciudad de México? ¿Y cuántos argentinos pueden tener un primo que vive en Playa del Carmen? Preguntas de Jeopardy. Pero bueno, todos mis esfuerzos se caen ante mí cuando me dices:
—No, me bajo antes, en Florencio Varela —dices. Lo sabía, pienso, y me siento orgullosa.
—¿Vos sos de acá? —me decís, frunciendo el ceño. Y yo siento que la sangre me hierve de una manera tal que quisiera sacarme el abrigo y quedarme en bolas. No me salió el acento, maldita sea. ¿Cuántos años más me voy a quedar con este maldito acento y esta maldita conversación? Voy a mentir.
—No, soy de Asunción. En Paraguay.
—Ah, de Paraguay, ¡qué lindo! Yo estuve hace un tiem po —dices. ¡Carajo! Yo no he estado nunca, maldita sea.
—Pero casi no se te nota el acento —agregás.
¿Qué acento tienen los paraguayos?, pienso. Una sola vez en la vida tuve un profesor paraguayo, pero se había criado en Chile, así que hablaba como chileno y no como paraguayo. Me quedo sin referencias. Nunca más he interactuado con nadie de Paraguay. Bueno, al menos no parece que tengas un primo que vive allá.
—¿Y qué estudiás? —pregunto, ahora más consciente de mi acento y de que ni siquiera recuerdo si en Paraguay vosean o tutean.
—No, yo no estudio. Hace mucho que lo dejé —decís. Haces una pausa.
—Me hubiera gustado… no sé… quizás hacer un profesorado y dar clases. Pero la verdad es que tampoco era muy buena en la escuela. Seguro vos fuiste muy buena en la escuela.
—¿Por qué? ¿Porque no estoy volviendo de la joda? —te pregunto y te estallas de risa.
—Sí, sí, por eso. Ésa fue una de las primeras razones por las que yo no fui buena estudiante. Pero bueno, ahora con mis hermanas tenemos un salón de belleza. Yo hago manicura, sobre todo.
—Ah, mirá qué bien —te respondo. Inmediatamente miro tus uñas: miden como cinco centímetros y están llenas de piedritas. Pero qué mal gusto, por favor. Pero me hace gracia, me parece tierno. Ahora todas andan como traperas.
Yo no. Yo las tengo más bien cortas. Eso sí, siempre perfectamente esmaltadas. Y no me las hago yo: voy a que me hagan la manicura porque tengo dos pies izquierdos en las manos.
—¿Vos qué hacés? —me preguntas.
—Soy profesora —te digo riendo porque sé que sentirás que me leíste a la perfección—. Estoy dando un par de cursos del CBC en Quilmes.
—Ah, qué bien —me dices mientras llega el bondi.
Subes al bondi detrás mío. Yo voy y busco un asiento junto a la ventana, pero que tenga el otro libre. Al principio no lo veo, pero entonces se levanta una señora y pienso que podríamos sentarnos ahí. Me siento del lado de la ventana, total yo bajo mucho después.
Miro un poco hacia afuera y me agarro del asiento de adelante.
—Qué lindas tus uñas —me dices—. Nunca las he podido tener así de cortas, pero dicen que es más práctico.
Sonrío y me contengo de devolverte el cumplido con esa falsa amabilidad que a veces se me escapa, porque la verdad es que no me gustan tus uñas.
—Mis uñas ya son de señora —te digo.
Y entonces me dices, como si nada:
—Pero si sos tan joven y guapa.
Me toma dos segundos enteros entender que eso fue un cumplido. No sé si fue un coqueteo, pero lo quiero creer. Me muero de ganas de que lo sea. Miro por la ventana, como si ahí estuviera la respuesta. Pero no hay respuesta. Sólo avenidas grises y techos bajos. Pienso que seguramente entendí mal. O que igual no va a pasar nada. O que, si pasa algo, me voy a quedar muda.
Seguimos conversando hasta Florencio Varela.
—Bueno —me dices, cuando el bondi frena—. Ésta es mi parada. ¿Vos también venías hasta acá? ¿Querés ir a tomar un café con medialunas?
Y ahí es cuando pasa. La veo: la posibilidad. Es tan pequeña, tan ridícula, tan urgente. Me dan ganas de reírme, porque la frase que aparece en mi cabeza no tiene ningún sentido. Pero igual se queda ahí, repitiéndose, como si fuera una decisión: Total, si sale mal, me cambio de país.
Me bajo atrás tuyo.
Y no tengo idea de qué va a pasar.
América Zepeda Cabiedes (Ciudad de México, 1995). Licenciada en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, maestra en Ciencia Social por El Colegio de México, actualmente cursa el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. En 2020 obtuvo el premio a la mejor tesis de licenciatura por su investigación en el campo de los estudios latinoamericanos.