Sur / No. 252

Mano de obra morena

Gabriel Espinoza


Si hay alguien que me lleve a los límites del aprendizaje y la improvisación es un sobrino adolescente con el cual tengo sesiones de inglés. Desde que dejé de trabajar en Amazon, me he dedicado a esto, a ser tutor de inglés. Fue la primera respuesta, y la más obvia, ante la profunda pregunta que mi esposa me hizo al término de mi año sabático: "¿Y ahora… qué te gustaría hacer?". Sinceramente, nunca nadie me había planteado un cambio de carrera. Supongo que en México nos enseñan a hondear una bandera que no es nuestra, como la del partido político familiar, la del alma mater o inclusive la que trae el escudo del Atlante. Pero confieso que este cambio me ha sentado más que bien. Me gusta conocer y escuchar a 16 las personas, sé el idioma y me gusta enseñar, por lo que ahora conseguí algunos alumnos para llenar mi turno matutino y, por la tarde noche, practicar uno que otro hobby. Tantos hábitos en la escalera corporativa no se borran de la noche a la mañana.

Volviendo al adolescente oclusivo, para una sesión en particular me preparé con material de una cultura que lo fascina. Durante la sesión, repasamos algunas prácticas de la sociedad japonesa, como shodō, cado, geido y kendo; pero la palabra komorebi resonó muy profundo en mí, pues, a diferencia de cuando trabajaba en el almacén, ahora entre clase y clase, en esos tiempos muertos entre cambio de acentos y personalidades, me recuesto en una hamaca en el patio, donde me asombro ante el crecimiento y compás de las palmeras arecas. La fusión entre luz y sombras. Un momento tan especial que los japoneses decidieron crear una palabra que define todo el fenómeno.

***

Agosto del 2021
Hacienda Mucuyché en Abalá, Yucatán

—¡Amigos! ¡Vengan por acá! —El guía estaba a punto de mostrarnos el proceso de elaboración del henequén, el famoso oro verde, mientras murmullos y quejas de la humedad típica de la región se alzaban entre el grupo de turistas, casi todos nacionales. Supongo que no importa qué tan popular sea la cultura maya en otros países. Aun para la mayoría de los mexicanos es como caminar en terreno desconocido.

—¡Muy bien! Cuidado con la cabeza… ahí hay espacio y por allá también. ¿Me escuchan todos? —El guía nos acomodó bajo un techo rodeado de arcos que terminaban en punta, con vista al jardín. Arriba de nosotros, un sinfín de herramientas típicas de la época como sierras de disco, tijeras oxidadas, serruchos sin filo, martillos desgastados y otros utensilios colgaban desde lo alto de la viga, cual museo de arte contemporáneo.

—Si esto lo vieran en un café en la 60, estaría lleno de Marifers —le dije a mi esposa, a lo que ella contestó con un "shh". A nivel del suelo, las mesas con henequén, fibras y sillas para cabalgar le daban un atinado toque rural.

—Bueno, el henequén es un tipo de agave, el cual se debe raspar de esta manera para obtener fibras individuales —El guía tomó una hoja de sábila seca, la sujetó entre sus dedos del pie y comenzó a tallarla con una lija en forma de cinturón de arriba a abajo, como un violín antiguo que desprende sonidos secos—. Luego se deja al sol y posteriormente se entrelaza con otras para formar la soga... A pesar de haber renunciado a Amazon y a la seguridad industrial meses atrás, durante la explicación del guía noté que la hacienda y las herramientas son muy similares a las de una nave industrial moderna. Las herramientas de trabajo más básicas porque siempre se puede ahorrar aquí y allá, las estaciones de trabajo poniendo al  ímite la anatomía humana y los bonos de productividad que siempre se ajustan a conveniencia, como tiendas de raya.

"Por lo menos aquí no les niegan una vista hacia el exterior". Durante aquella visita a la Hacienda Mucuyché, mi adiestrado/acondicionado subconsciente se activó imaginando mil y un maneras en las que los rendí ante la distracción perpetua de una ceiba que se mecía entre antiguos trabajadores pudieron haberse lesionado, pero pronto me la tierra y el cielo.

Komorebi.

—Oye, ¿te conté que en el almacén no hay ventanas? —Mi esposa captó un prólogo de chisme en la pregunta, dejándome terminar mi argumento. —El viento puede romper los cristales —dije, cargado de razón. Ella guardó silencio y dijo…

—No creo. Probablemente es la misma estrategia que en los casinos.

— …

—Para que no te des cuenta de que el día pasa y no te distraigas. —Siempre he pensado que hay personas que no deben tener tanto poder en sus manos. Definitivamente Mich es una de ellas.

—¿Desde tu lugar veías hacia afuera?

—No. Mi lugar estaba frente a unas bandas donde empaquetaban las cosas que compras. A veces me inventaba recorridos en el patio con tal de salir un rato y ver el día.

—¿Alguna duda? —Los ojos del guía esperaron ansiosos que compartiéramos algo interesante con el resto del grupo.

—Sí, ¿por qué era tan importante el henequén? —pregunté de bote pronto.

—¡Ah, buena pregunta! El puerto de Sisal y Puerto Progreso fueron claves para ello, pues ahí llegaban los navíos holandeses, por lo que… —El guía continuó con la explicación, dejándonos atrás, arreando al resto de los fieles en su peregrinación. Mich y yo decidimos curiosear las cajas donde transportaban el preciado material.

—¿Ya viste esto? ¡Qué pesado ha de estar! —Michelle intentó rodear con sus brazos un enorme cajón de madera, mucho más alto que ella, lleno de fibras de henequén seco. Mi mente seguía pensando en las ventanas y en el almacén.

—Los asociados cargan cajas llenas de leches. De esas que traen doce litros cada paquete.

—¿Qué no usan robots?

—¡N'ombre! Los robots sólo están en Estados Unidos. Acá todo es a mano. Les enseñamos a los trabajadores a cargar doblando las rodillas, con la fuerza de las piernas, pero casi nadie lo hace. Digamos que la empresa no se fija en la condición física a la hora de contratar. Acá no hay espacio para la "hora-nalga".

—Supongo que deben justificar tanta inversión con la generación de empleo. Pero hay otros… para mover tarimas…

—¿Patines hidráulicos? Bueno, con esos sacan la tarima del tráiler. Pero luego tienen que mover las cajas de leche desde la tarima hasta un estante.

—¿Y cómo lo hacen? —preguntó. Intenté recordar si en algún momento le había platicado cada parte del proceso, pero supongo que llegaba a casa con el ceño tan fruncido y los hombros tan tensos que ni le daban ganas de preguntarme por los detalles.

—Todo es a mano. Cuando tú compras algo en línea, otro equipo es el que va a buscar tu producto a los estantes. Lo pone en un carrito y lo lleva a empaquetar. Cada artículo se escanea como… como en el Costco o el Sam's, cuando te piden tu ticket antes de salir. Ahí te dice qué buscar y en dónde encontrarlo. Hay como cien pasillos que recorrer. No hay tiempo para el boredout.

—Querrás decir burnout

—No. Ése es otro. El boredout es la desmotivación al trabajo. Acá sobra porque ponen música y haces músculo.


Eventualmente logramos alcanzar a los demás del grupo, quienes tomaban fotos de una máquina que abarcaba el doble techo de la hacienda. El óxido en exceso, las plantas creciendo alrededor y las piezas originales con un logo alemán le daban un toque post-apocalíptico. Durante la sesión de fotos, el guía explicó que la máquina agilizó el proceso manual, facilitando la generación de cientos de kilos de henequén por día.

—Disculpe, ¿qué es esto? —El buen ojo de uno de los turistas del pelotón de adelante notó una especie de tapa incrustada en el suelo.

—Ah, es un baúl para cocinar. Parte del folclore de las haciendas es que los dueños hacían platillos típicos como pavo en escabeche o cochinita pibil —dijo el guía.

—¡Ah, qué buena prestación! —remató alguien del grupo con acento chilango mientras unas risas saltaron en el aire.

—Mmm… en el almacén, como son turnos de doce horas, te dividen la hora completa en dos. Treinta minutos para el desayuno y treinta para la comida —le dije a mi esposa, otra vez rezagados del resto del grupo.

—¿Treinta? ¡Es muy poco tiempo! ¿Tú también comías en ese tiempo? Muchas veces volvías con el tupper intacto.

—Yo intentaba tomarme la hora, pero siempre había algo que hacer. Pero son treinta minutos completos suponiendo que llevas comida y la calientas en el micro. Si no llevas algo, pierdes minutos en comprar, parado más tiempo en una fila enorme en el comedor. Los que éramos gerentes nos tomábamos la hora y un poco más si salíamos por un cigarro.

—Hubieras vuelto a fumar. Para pasar más tiempo fuera.




Tras una buena caminata, el grupo se veía cansado; algunos participantes volteaban a la piscina, seguramente planeando cómo sería su primer clavado. Me imagino que eso mismo pensaban los trabajadores que dejaban sus huellas dactilares al trabajar cada hilo. A lo mejor los antiguos empleados faltos de dotes acuáticas veían la gran espesura de la selva, alrededor de la exhacienda, como su mejor oportunidad de supervivencia. Tantos años después y hasta los turistas pensábamos en un método de escape del tour, deseosos de aventarnos en la alberca más cercana.

—Antes de dejarlos ir... ¿Alguna duda ya para cerrar el recorrido? — Una vez más, mis dotes verbolarias rendían frutos.

—Sí, ¿por qué las haciendas yucatecas dejaron de funcionar?

—¡Buena pregunta! ¿Quién tiene tiempo para hablar de la reforma agraria? —El guía bajó la mirada, como si tan sólo la pregunta trajera consigo una pena ancestral, como si aún tuviera crédito pendiente en la tienda de raya.

***

—¿Cómo te fue? —pregunta Mich mientras cenamos en el comedor. Un día de marzo del 2022, contra todo pronóstico, presenté mi renuncia.

—Fue incómodo. Cuando le dije al site manager que renunciaría me preguntó si tú ibas a correr con todos los gastos. En ningún momento me preguntó el porqué de mi decisión.

—¿Y a él que le importa? Si fuera al revés, si una mujer renunciara, a nadie se le haría raro.

—Luego siguió hablando de que en la vida hay que sacrificarse para crecer profesionalmente y ya, la plática se enfocó en su experiencia profesional.

—Claro, es más fácil hablar de uno que aceptar las decisiones que no entendemos. ¿Pero sí estás seguro de renunciar?

—Sí. Fue difícil.

—¿Por qué? No les debes nada. Primero es tu felicidad y luego la de terceros.

—Fue difícil porque nunca les pude decir la verdad a mis compañeros, a mi equipo. No les pude decir que no me gustó el trabajo, la cultura de la empresa, la dinámica, la confrontación diaria, tener que revisar cámaras de seguridad porque preferimos no creerle al trabajador si nos dice que se accidentó. Es tan fácil disfrazar el burnout con una máscara de "obsesión por el cliente" que los trabajadores se ven acorralados a cometer faltas, pero la mayoría se obvian con tal de entregar una caja en un domicilio. ¿Estás de acuerdo en que no vendemos artículos de urgencia extrema? ¿Estás de acuerdo en que el objetivo final es llenarte de cosas que no sabías que necesitabas? ¿Estás de acuerdo en que, como lo fue el henequén, el petróleo, las piedras preciosas en su momento, ahora el metro cuadrado es el nuevo oro del capitalismo?

—Te escucho decidido, pero te pregunto de nuevo, ¿quieres renunciar?

—Sí-no… la verdad no sé.






Gabriel Espinoza (Mazatlán, 1991). Egresado de la Facultad de Ciencias del Mar de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Animal Laborans por ocho años hasta que decidió renunciar y en el 2023 cursar el Diplomado en Escritura Creativa del Centro Mexicano de Escritores.