Sur / No. 252

Las pupilas dilatándose lo dejaron ciego un momento.
No supo cómo se orientó, pero llegó a la casa.
La puerta se azotó contra la pared y rebotó un poco.
Marcelino entró y miró hacia adentro.
Apretó las manos y comenzó a insultar.
Casi se rasgó las vestiduras mientras daba dos pasos y recorría el lugar completo.
Fuera, el sol volvió a abofetearlo.
Corrió de nuevo, con el pecho como candela.
Quemaba el sudor que abría caminos de lava.
Estuvo a punto de tropezar un par de veces.
No podía parar.
Entonces, llegaron primero como murmullos.
Luego se convirtieron en un coro.
Eran las campanas que cantaban su nombre.
Había que encontrar a Marcelino antes de que llegara a Halachó.
Sus pasos querían comerse el camino.
Sintió que una piedra muy afilada traspasaba su alpargata.
No sintió el corte que comenzó a sangrar.
La sangre casi lo hizo resbalar.
Bajó la vista y vio su pie de lodo, ensangrentado.
Polvo al polvo.
La herida le comenzó a doler como no lo había hecho antes.
Siguió corriendo.
No le importaba su carne muriendo.
Qué es el cuerpo sino un vehículo a la santidad.
No supo cuándo dejó de escuchar las campanas.
Se estaba ahogando en el río que escapaba de su pie.
Llegó al límite de la hacienda.
Como pudo, brincó la albarrada.
Se quitó el peso de todas las piedras que dividían el monte y la hacienda.
Hondo llegó el aire que le acuchillaba las costillas.
Se miró la herida.
Se escupió en dos dedos y la intentó limpiar.
Lo dejó casi al instante.
El calor caía pesado, aunque ya la tarde era naranja.
Marcelino sabía a dónde tenía que ir, sólo tenía que seguir el sol.
Y evitar el camino principal.
Se tocó el machete que tenía en el cinto y entró al monte.
Era bueno brechando.
Daba un golpe de ida con el machete y luego uno de vuelta.
A veces un tercero.
Era el Hijo del Trueno.
No se metían con él las ramas bajas, las plantas venenosas.
Sólo las piedras.
Y luego el sudor.
Parecía que se montaba sobre los arañazos en la piel.
Marcelino intentaba avanzar.
Recordó que unos años antes alguien más hizo lo que él.
No pudo adentrarse tanto en el monte.
De donde él venía, no había que brechar nunca.
Marcelino no sabía si el hombre también había estado herido.
Era yaqui.
Sólo hablaba su lengua.
Su cara era un mar silencioso, aunque su boca se agitara.
Sus ojos reflejaban el final de su mundo.
Intentó escapar después de abofetear al amo.
Apenas pudo entrar unos pocos metros al monte.
Marcelino lo recuerda, alto como un árbol de ramón, doblado como un perro pateado.
Había partes de su cuerpo irreconocibles.
Lo dejaron colgado en donde toda la gente pudiera verlo.
Tenía mordidas en los hombros, en la espalda.
En el vientre y a la altura de los lumbares.
Había varios agujeros y jirones en su carne.
¿De qué animal eran?
Marcelino había escuchado cosas sobre el capataz.
Que ese hombre era un cazador de gente.
Si entraban al monte, el capataz podía encontrarlos.
Brechaba más rápido que nadie.
Sus machetes eran mandíbulas que abrían la carne del bosque tropical.
Además, también decían otras cosas.
Que el amo lo había encontrado en un camino curado.
Que el amo lo vio a lo lejos y comenzó a seguirlo en su caballo.
Que el amo pensó que un hombre tan alto y tan blanco no debía estar ahí.
Que el amo no pudo alcanzar al hombre que iba a pie hasta varios minutos después.
Que el amo, al alcanzar al hombre, no le pudo ver la cara al principio.
Que el amo pensó que lo conocía.
Que se habían visto muchas veces.
Que el amo escuchó atentamente al ts'uul.
Yo sé quién eres y sé también qué quieres.
Yo te puedo ayudar y tú me puedes ayudar.
Y hablaron mucho rato, establecieron los términos de su acuerdo.
Y al día siguiente el ts'uul dejó de serlo.
Comenzó a ser el capataz.
Marcelino golpea la maleza que hay frente a él.
Empuja troncos como un jabalí.
Combate con sus manos las ramas que se rompen fácil.
Siente Marcelino como si, desde adentro, le masticaran las costillas.
Con grandes dientes de sierra.
Como las marcas del yaqui.
Las sombras se van haciendo cada vez más espesas.
Piensa que al capataz no le importa: sabe rastrear su sangre.
Casi no se ve ya, pero Marcelino recuerda a dónde dirigirse.
Se detiene en seco.
Aguanta la respiración.
Sólo mueve los globos oculares.
El resto de su cuerpo es una banda elástica al máximo.
Ahí está de nuevo el ruido.
Crujen los miedos dentro de la cabeza de Marcelino.
Crueles himnos trepan desde su pie.
Ya no se siente seguro.
Marcelino recuerda más cosas.
Se pregunta si también tienen que ver con el capataz.
Como el chino que desapareció una vez.
Que tampoco era chino, pero eso no lo sabía ni el amo.
Era lo opuesto al yaqui.
El chino hizo algo que no debía, recuerda Marcelino.
Pero no sabe qué fue.
Se lo llevaron a la casa del capataz por eso que había hecho.
Nadie se preguntó por qué a la casa.
Ahí está de nuevo.
El miedo que cruje y se arrastra.
Se arrastra con el aire sobre las hojas y las ramas.
Nadie vio al capataz esa noche.
Ni al chino, aunque él no volvió de esa oscuridad.
Pero quien sí volvió fue el capataz.
Marcelino corre, el pecho es una caldera que hierve.
¡K'aak! Revienta la primera vez.
¡K'aak! Escucha Marcelino saliendo de sus pulmones.
Está a punto de saltar una piedra cuando la sangre lo hace resbalar.
Avienta el machete y mete una mano en la que se hace daño.
La piedra le hace un nuevo corte.
Por un momento, Marcelino cierra los ojos.
Siente que el último aliento está por escaparse de él.
Busca el machete con la mirada, pero no lo encuentra.
Esta vez no tiene que mirarse la mano para sentir el dolor.
Es suficiente con la sangre y las piedras y la tierra dentro de la herida.
Vuelve a pensar en el chino.
En que el capataz brillaba después de volver a aparecer.
Se pone de pie de nuevo y camina mientras se limpia el pecho.
El estómago.
O cree que se limpia.
Pronto se da cuenta de que sólo se está llenando de su propia sangre.
Avanza de nuevo, con el dolor sobre él.
Encuentra el machete y pronto lo tiene de nuevo en sus manos.
Escucha de nuevo el crujir del miedo, ahora más cerca.
No sabe si alguna vez lo verá.
Si podrá llegar a Halachó antes de que eso pase.
De que se encuentren frente a frente.
De que sus ojos choquen.
Piensa en la torre del reloj que ha visto en el pueblo.
No sabe de qué color es.
La última vez que la vio marcaba una hora que no era.
Pero esto tampoco lo recuerda o lo sabe.
Avanza unos metros más y se encuentra con una hondonada.
Tiene que decidir si debe rodearla.
Pero hace lo contrario.
Antes de darse cuenta ya se desliza lentamente hacia abajo.
Bajabajabajabajabajabajabaja.
Teme hacerse daño de nuevo.
Avienta el machete varios metros hacia abajo/adelante.
Lo recoge y repite el ejercicio.
Cuando llega al fondo se da cuenta de que debió rodear.
De que es un blanco fácil ahí donde está.
Mira hacia arriba por un momento.
La oscuridad ya no ronronea: ahora da alaridos.
El monte se mece y cruje otra vez.
Marcelino huele la piel del ts'uul.
Está cerca.
Comienza a subir de nuevo.
No le importa lastimarse con las piedras.
El filo se le clava en una mano.
En la otra.
Apoya la alpargata en una piedra y se impulsa tan fuerte como puede.
Pero la piedra se desmorona.
Cae la tierra hacia abajo.
Caecaecaecaecae.
Marcelino está de nuevo en el fondo.
El recuerdo de Halachó está tan lejano como la salida de esa hondonada.
No quiere aceptarlo, pero casi lo sabe.
Casi se puede ver a él mismo siendo carcomido.
Su cuerpo desapareciendo.
Y es entonces cuando se levanta de nuevo.
Avanza hacia la salida.
Siente que los oídos están por estallarle.
Aprieta los dientes que rechinan.
La mandíbula le duele.
Por un momento se olvida de la sangre del pie y de la mano.
Avanza poco a poco.
Cala las piedras, como había hecho antes.
Sin darse cuenta, llega a la salida de la hondonada.
Mira hacia abajo mientras recupera el aliento.
Piensa que no está tan empinada como parece desde abajo.
Está tan concentrado que no se da cuenta del crujir.
Del miedo que se desliza a pie dentro del monte.
Ese lugar en el que no entran caballos.
En el que el camino se hace a machetazos.
O a mordidas.
Marcelino se limpia el sudor como puede.
Piensa en Halachó.
En la bofetada que le pegó al amo cuando le negó salir.
Levanta la cabeza, dispuesto a seguir.
Está a punto de darse la vuelta para seguir corriendo cuando le ve.
El ts'uul está ahí.
No es el capataz.
Es el ts'uul.
Marcelino deja de saber todo lo que sabía.
Sabe que, en la oscuridad, serán él o el ts'uul.
Lo único que los separa es la hondonada.
Cruje Marcelino.
Crujen los dientes del ts'uul.
Se deslizan sobre las hojas, sobre las ramas.
Se deslizan.
Ambos se deslizan y se desvanecen entre las sombras.



 




J. Mihail Koyoc Kú (Halachó, 1992). Autor de El olor de la hoja santa (2025). Escribe narrativa de ficción y de no ficción, y ha obtenido diferentes premios estatales, regionales y nacionales. Ha impartido talleres de narrativa en espacios como la FILEY y el Centro Cultural Lorca, ambos en Yucatán. Hizo Testigos Podcast.