Sur / No. 252
El hombre era un especialista en encontrar personas que,
por un motivo u otro, no deseaban ser encontradas.
Era bueno en eso.
Marçal Aquino
I

Un concierto barroco, conformado por varias personas discutiendo en la terminal de autobuses, motores de carros y perros ladrando, lo hizo volver a la realidad: debía matar a un hombre. Un encargo personal del patrón. Una cabeza cuyo valor representaba cinco ceros más de lo acostumbrado. Ni siquiera por aquel chupacabras le habían ofrecido tanto.

A veces, viajaba por horas que se convertían en días hasta llegar a su destino y cumplir con el trabajo. Ese estilo de vida lo hizo recorrer varios estados de la República y visitar un par de países del Caribe. Se había forjado una fama que lo distinguía del resto; era temido y respetado por los métodos que empleaba, no tanto por sus resultados.

Al traspasar la puerta de cristal, una ola de calor bochornoso lo recibe como a cualquier extranjero que pisa por primera vez esa tierra. Aunque son las nueve y media, el sol relumbra con notoriedad, proclamando su dominio incipiente, sobre el cielo azulado y las calles multicolores de Oaxaca. Los rayos de luz hacen brillar la enorme cruz del rosario que cuelga de su cuello rojizo.

Las arterias urbanas relucen adornadas con variados patrones de papel picado en tonos vibrantes, suspendidos cual guirnaldas de una pared a otra. De entre las casas con tonos pastel sobresalen las fachadas con murales alegóricos. Algunas catrinas, hechas de cartón, periódico y engrudo, pintadas de blanco y negro, adornadas con vestidos o trajes típicos de la región del sur, destacan por su monumental tamaño al dar la apariencia de surgir de algunos baches, como si intentaran escapar del Mictlán. En la entrada de los hogares persiste el rastro de un camino amarillo formado por pétalos de cempasúchil que terminan en la acera. A ratos, un aroma alucinante a copal danza en el aire, mientras el sonido de unos perros intercambiando ladridos es lo único que se percibe.

Antes de arribar al sitio donde ya lo estarían esperando, el forastero de sombrero negro, botas de cocodrilo y cinto piteado encuentra una ofrenda con varios niveles repletos de diversos platillos: mole negro con arroz y tortillas hechas a mano, tamales de pollo, de iguana, de cabeza de puerco; caldo de res, panes, chocolates y arroz con leche; hay, también, algunas fotos en tono sepia y una infinidad de cirios. En su natal Mazatlán la costumbre de recordar a los muertos dista mucho de lo que ahora ve. Por un momento, un recuerdo de la infancia, de los pocos que aún le quedaban, le atravesó la memoria y lo arrastró hasta ese pasado en donde los niños son felices. Al recorrer ese valle de emociones y pensamientos imperfectos, un intento de sonrisa se dibujó en su cara.

Su instinto lo hace tomar una callejuela empedrada y ancha que desemboca directo en el lugar de la cita. Frente a la catedral que se alza majestuosa, un par de campesinos sin barba, pero con el rostro cincelado por el sol y los rasgos labrados por la tierra de las milpas, esperan a la sombra de una palmera. El forastero los reconoce con la mirada; ellos por la cicatriz. Él hace un gesto a manera de saludo, toca la punta de su sombrero, ellos son quienes hablan primero.

Cha keta ra xini saa1 —susurra el hombre más joven, quien porta una camisa gris, a la que le faltan los últimos botones del cuello, y un pantalón beige limpio aunque lleva el dobladillo roto y con marcas de desgaste en las piernas y rodillas.

El forastero los mira sin mirar. Después, baja su mochila negra, saca un paliacate rojo del bolsillo trasero de su Levi's y limpia las perlas de sudor de su frente. Busca un cigarro en la cajetilla. Lo enciende. Aspira y resopla un humo blanco por la nariz, similar al aliento de un caballo agotado después de cruzar la meta.

Nakumichum2 —menciona el más viejo, mientras se acerca rengueando y le tiende una mano llena de callos e historias de campo.

El forastero disimula su incomodidad y extiende su mano derecha adornada con anillos, esclavas de oro y tatuajes de símbolos y cruces.

—Lo estábamos esperando desde hace rato, patrón. Éste es mi compadre Gibrán. Yo soy Jerónimo.

—El viejo habla y mira como si estuviera ante un santo al que le reza con devoción esperando un milagro.

—Mucho gusto, tigre —responde el forastero, cortando la última sílaba de la última palabra, antes de tirar el cigarro a medio consumir—. ¿Nos vamos o qué, plebes? Hay que aprovechar el tiempo.

Mara chani ñivi3 —menciona el más joven con arrogancia—, yuú vaa ndei chi ru ña taun kuña ru.4

Vandeʼ eyo yoso va Savaʼ a ra tiñu5 —le contesta el viejo.

—Acá mi compadre Jerónimo juraba que ya le había entrado miedo y no iba a querer venir —apunta el joven campesino.

—¿Miedo?, ja, ja, ja. No, pariente. Miedo sólo a los vivos, porque los muertos tienen la mala costumbre de no querer regresar luego de que se van.

—Yo nomás le aviso, patrón, que esa cosa no está viva —responde Jerónimo—, al menos no en este mundo que usted y yo conocemos.

—Usted no se agüite, tigre, que para eso me contrataron. Aquí traigo todo lo necesario para cualquier jijo de su shingada madre. Desde estacas hechas con la madera de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, hasta unas balas de plata bendecidas por si se ocupan.

—Oiga, pero, ¿qué esas no son para los hombres lobo? —acotó Gibrán.

—Nahual, ayuwoki, marido infiel, alushe... No importa el nombre, nomás cambia el número de ceros en el cheque y la manera en que van a visitar a San Pedro. No hay que ondearse, plebes. Acá los huevos no son de adorno, eh.

—Dígame algo, patrón, por mera curiosidad, ¿a cuántos nahuales ha matado usted? —interrumpe Jerónimo.

—Pos ora, esto ya se convirtió en un examen o qué. A ver, a ver, plebes. Escúchenme los dos y que les quede bien clarito, éste no será el primero ni tampoco el último nahual que me shingo. Y si tanto desconfían, acá la dejamos y ustedes solitos se regresan por donde vinieron y a ver cómo lo resuelven. ¿Estamos?

—No, no se encoragine. Usted es el que sabe, vea. No queríamos molestarlo con tanta pregunta.

—Fierro, viejón, ámonos por la costera. Yo los sigo.

Compaa yoso ñivi ñavaá nakoton.6

Ni in nakote. Chi ma ra Vicente.7



II


Un rojo escarlata tiñe el cielo. Falta media hora para que el ojo celeste se oculte, pero el calor aún aprieta por aquellas latitudes. Las esporádicas ráfagas de viento levantan una cortina de polvo seco que se adhiere a la piel, arde en la cara y pica en la garganta. Sólo se escuchan los pasos de los hombres andando sobre el terreno irregular.

Su destino es la cima de la montaña. De manera implícita, se ha generado un pacto de silencio que nadie del grupo se atreve a romper. Un perro sin pelo, negro, dueño de una piel brillosa y tersa, con un mohicano blanco y un hocico puntiagudo les sale al paso; tiene toda la intención de jugar con ellos. El más viejo de los hombres levanta los brazos, abre las manos y grita algo ininteligible para intentar ahuyentarlo; sin embargo, el animal le responde con varios ladridos a la par que retrocede, temeroso, unos pasos. Los sigue de lejos, apenas unos cuantos metros, luego detiene su marcha mientras los observa alejarse como almas en pena rumbo al purgatorio.

Antes de dejar al extranjero a solas con sus pensamientos, Jerónimo le menciona algo sobre el día de muertos, portales y un machete. Después susurra unas palabras que se pierden por el silbido del viento: Na koo ndatun8. Demetrio no puede evitar soltar una carcajada. Fierro, les dice a manera de despedida.

Entra y cierra la puerta de metal de su habitación.

Dentro de aquel cuarto de paredes de adobe y techo de paja, Demetrio encuentra una mesa de madera que parece haber estado ahí desde antes de que él llegara a este mundo. Encima hay un plato con sal, una jarra de barro, un vaso de cristal, un rosario de madera, un machete con más óxido que filo y una biblia abierta en la parte de los salmos: "Y él te librará del lazo del cazador: de la peste destruidora". Demetrio reconoce esa frase; alguna vez, hace años, escuchó hablar a su madrina de exorcismos y seres que vibran a un nivel muy bajo. Luego se sirve un poco de agua, pero antes de beberse el contenido nota que hay un gargajo flotando; avienta el vaso de manera furiosa. Sus fosas nasales perciben un olor a putrefacción que lo pone en alerta. El ambiente se torna pesado. Insoportable. Asfixiante. Demetrio busca las dos Colt doradas, sus queridas Lucía y Fernanda. Comprueba que las ocho balas sigan existiendo en el mismo lugar donde las había colocado horas antes y las guarda en la funda que cuelga de sus hombros. Toma su cajetilla y saca de adentro un frasco con un polvo blanco, lo inhala.

Golpes en la puerta. Gritos. Voces que hablan en otro idioma. Plegarias entrecortadas. Huesos que se quiebran. Lamentos.

Demetrio intenta abrir, pero la cerradura está atascada. Ni siquiera cede cada vez que estrella su cuerpo con la intención de destrabarla.

Disturbios. Ropa desgarrándose. Ladridos insistentes. Palabras inventadas, torpes.

Entre los ruidos del exterior y el impacto de su hombro chocando sobre el metal, Demetrio distingue una voz que lo llama, que lo incita a traspasar aquel umbral. Sin embargo, algo o alguien al otro lado le impide salir.

Un par de disparos. Pasos alejándose. Sonidos de aleteos. Ladridos. Silencio.

Después de una serie de intentos fallidos, Demetrio por fin consigue desbloquear la entrada. Lo primero que ve cuando sus ojos se acostumbran a esa noche con dientes son los restos de varias personas: entre ellos distingue a Gibrán y a Jerónimo, cubiertos por algunas plumas. Lo poco que queda de ambos cuerpos desmembrados muestra señales de tortura y violencia. Al primero le arrancaron las extremidades y le desfiguraron el rostro. Lo que antes era una boca ahora es una cavidad deforme sin muelas ni lengua. Al segundo le sacaron los ojos y luce un corte a la altura del pecho por donde le han extraído el corazón.

Por segunda vez escucha pronunciar su nombre. Es una voz metálica. Demetrio no logra descifrar de dónde proviene. Sus manos se aferran al cuerpo frío de la Remington. Nota que el olor sulfurante se ha ido y los sonidos de la noche han vuelto. Sus ojos chocan con los del xoloescuincle del mohicano blanco, quien lo reconoce. Ladra.



III


El silencio de Dios se posa sobre sus cabezas. El primer disparo hace temblar la tierra con su furia. Segundos después, los perdigones de la escopeta brotan como lágrimas de sangre. Por tercera ocasión, vuelve a escuchar su nombre. La confusión nació en medio de aquel abismo y se apodera de todo a su alrededor. Las pupilas de Demetrio no consiguen acostumbrarse del todo a esa oscuridad que lo devora. Hace un intento de antorcha rudimentaria con algunos retazos de tela y papel antes de continuar el viaje dentro de la caverna. Apenas el fuego alumbra su sombra sobre las paredes, algo se acerca con disimulo; es el xoloescuincle de mohicano blanco, ha vuelto de su exploración por la caverna. Demetrio se coloca en cuclillas y acaricia al perro, quien demuestra su alegría intercambiando lamidas en su rostro. Ambos deciden avanzar hacia lo desconocido. El animal ahora funge como su Virgilio en ese nuevo mundo que se alza frente a ellos. Su mano izquierda sube por inercia hasta la cruz del rosario hecho de oro florentino que cuelga de su cuello, mientras la mano derecha se aferra a la Remington 870. Tenerla consigo le genera más confianza y seguridad que el viejo machete, con palabras antiguas grabadas en la hoja corroída, atado a un costado de su mochila.

Los sentidos, tanto del hombre como del perro, están alerta ante cualquier movimiento o sonido extraño. Sólo existe un camino predominante en aquel lugar, una vereda que bordea un lago, el cual parece tener principio, pero no fin. El perro decide iniciar la búsqueda; corre de tal forma que parece reconocer el destino. A pesar de la oscuridad, Demetrio identifica qué tan lejos está su compañero de él. Camina. Desciende. Tropieza, pero no cae. Llega hasta la orilla.

Esperan.

Demetrio nota que el perro ha dejado de moverse; sin embargo, sus orejas negras fungen como radar intentando descifrar el origen de un sonido imperceptible para él. La frágil paz es quebrada por los ladridos del can. Necesitan cruzar y la única manera es nadando. El hombre asegura las armas al lomo del cerbero con la finalidad de que lleguen lo más secas posible.

Navegan.

El olor fétido los recibe del otro lado. El ambiente se vuelve denso. Confuso. Frío. Sin embargo, Demetrio ha dejado de sentir desde que salió del agua. Se siente conectado a algo, a un vacío eterno. Animal y humano continúan andando por entre las rocas hasta llegar a un terreno arenoso donde encuentran varias entradas. El rastro se torna insoportable; deciden continuar por la opción más ancha. Pronto, la luz de la antorcha da señales de querer extinguirse de un momento a otro. Las huellas del perro hacen que la arena brille con un tono azul fosforescente.

Organizan.

Demetrio se siente observado. Desnudo. Vulnerable. Su piel se enchina. Algo o alguien está demasiado cerca. Lo presiente. El perro deja de ladrar, ahora chilla y luce arisco. Esconde la cola entre las patas. Demetrio lo llama con un silbido, pero el animal ni siquiera lo ve y tampoco se mueve. El hombre levanta el arma intentando descubrir el origen de aquella pestilencia. Antes de alcanzar a quitar el seguro y tener en la mira algo a qué apuntar, una fuerza invisible lo golpea con violencia arrojándolo contra una de las paredes de la caverna. El madrazo lo deja aturdido. Le toma algo de tiempo recuperarse. Su corazón retumba mientras la adrenalina lo invade. Un cosquilleo en la palma de la mano le hace buscar su escopeta. No la encuentra, tampoco al perro.

Maldice.

A pesar del brillo de la arena, le cuesta reconocer su entorno. A su alrededor hay varias plumas, rocas negras, huesos y cráneos humanos. Su mano encuentra algo similar a la serenidad cuando toma la culata de una de las Colt. Había llevado a bendecir las balas de plata antes de tomar el camión. Confía en que al menos uno de los disparos de su amada Lucifer consiga hacer el suficiente daño.

Aspira.

Afila la mirada mientras apunta. Alguien pronuncia su nombre. La voz no parece provenir del reino de los vivos, su tono trasciende la esfera de lo terrenal. El sudor le escurre por la frente formando caminos que encauzan hasta sus párpados. Le arden los ojos. Demetrio, vuelven a llamarlo desde las alturas. El filo de unas garras invisibles le rasga la piel del antebrazo izquierdo.

Grita.

La sangre gotea por su mano hasta formar un charco oscuro y aceitoso en la arena. No siente molestia. La herida late como si tuviera vida propia. Sus dedos se han entumecido. Sabe que ahora sólo tendrá una oportunidad para utilizar a Lucía. Alguien salta; Demetrio reacciona antes, se tira al piso y desde ahí dispara.

Exhala.

Una ráfaga de aire surge, un aleteo se escucha y, por último, la figura de un hombre semi desnudo, tez morena y cabello negro azabache aparece frente a Demetrio. Las balas han impactado sobre su cuerpo, pero no han encontrado refugio alguno en esa carne.



—Hola, Demetrio.

—Qué onda, viejo. ¿Quieres confesarte y decirme tus últimas palabras?

—Ja, ja, ja. Ña kaʼ un cha ñavaʼ a. Ña chitoun yoo kuu moi.9 Quién diría que, después de todo, aún no pierdes el sentido del humor.

—En estos casos nunca hay que ondearse. Yo nomás vengo a cumplir un encargo. Tú sabes. Nada personal. Órdenes del patrón.

Ta yoso saxiniun cha va tiun chi,10 ¿con esas pistolitas de vaquero?, dice antes de escupir unas hojas de tabaco.

—Tengo algo mejor. Una herencia familiar. Por qué no vienes y lo descubres. Jálate, pariente. O qué, ¿ya te dio miedo? Los ojos de Vicente brillan antes de lanzarse con furia sobre Demetrio, cuyo rostro es una máscara de determinación y confianza. Lo recibe con un machetazo certero que se hunde en el muslo izquierdo de Vicente, como si éste fuera de plastilina. Un lamento mezclado con maldiciones se escapa de los labios de Vicente; cae de rodillas sobre la arena tratando de ocultar una expresión de incertidumbre. No da crédito a lo que está pasando. Un viejo machete ha conseguido herirlo. Demetrio aprovecha la pequeña ventaja; eleva su brazo y, con un movimiento firme, le asesta un segundo golpe que se incrusta en el antebrazo derecho de Vicente, quien ha protegido su cabeza sacrificando su extremidad en ese choque iracundo. La hoja del machete resplandece con un destello siniestro. La sangre caliente y espesa escurre lento a través de las palabras cinceladas en el metal. Vicente se lleva las manos a la herida y observa por primera vez el color de su estirpe. Siente cómo ese líquido vital abandona su cuerpo segundo a segundo. A pesar del dolor que lo consume, utiliza sus últimas fuerzas y embiste a su oponente; ambos caen al lago trenzados en un abrazo.

La lucha sigue debajo del agua, los cuerpos entrelazados danzan sin ritmo una última pieza. Vicente logra aplicarle una llave estranguladora, sus piernas son dos garfios con diez garras que intentan robar el último aliento de Demetrio. En un acto de astucia y sobrevivencia, Demetrio desprende su rosario, presiona un botón que activa un mecanismo, empuña la cruz a la que le han salido tres puntas y, con un movimiento rápido, lo clava en uno de los muslos de Vicente, logrando zafarse.

El agua se tiñe de rojo, víctima de la violencia que se ha desatado. Vicente intenta emerger con el fin de tomar un poco de aire antes de pensar en continuar la batalla. Sin embargo, Demetrio adivina sus intenciones y consigue detenerlo; toma uno de sus pies con la mano izquierda jalándolo hacia él; con la derecha, empuña la estaca en forma de cruz que clava en la carne de su adversario. En esta ocasión la punta se aloja en el pecho de Vicente, sellando su destino no sin antes haberle clavado una de sus garras en el estómago a Demetrio.

Una corriente muda fluye, resplandece, arde. Sólo se escuchan los ladridos del perro.

Un cuerpo emerge en la superficie.


1 ¡Ya llegó el loco!
2 Buen día.
3 ¿Éste es el que mata?
4 Yo lo veo inofensivo.
5 Vamos a ver cómo resuelve esta cuestión.
6 Compadre, ¿cuántos malosos conoces?
7 No muchos, sólo a Vicente.
8 Que tengas mucha suerte.
9 No hables tonterías. Tú no sabes quién soy yo.
10 ¿Y cómo piensas detenerme?

 




Atzin Nieto (Ciudad de México, 1991). Escritor y pasante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado en Tierra Adentro, Letras Libres, Nexos, Playboy, Punto de partida, Blanco Móvil, Isliada (Cuba), Solo Novela Negra (España) y Latin Noir (Italia). Asesinato en la Habana y otras historias criminales (2023) es su primer libro.