Sur / No. 252
Éstas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno 
he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser
escuchado, con la certeza de ser perseguido,
pero fiel al compromiso que asumí
hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles. 

Rodolfo Walsh


Sé que los días pasan gracias a la luz que se cuela por la ventanita que está en lo alto de la pared, al borde del techo. Observar el juego de la luz al ingresar se ha vuelto una tarea casi hipnótica para mí. Llevo una nota mental de cómo la traspasa, de sus pigmentaciones y de sus sombras. Nunca antes le había prestado demasiada atención, pero ahora ya soy toda una experta. He medido cómo varía, un poco todos los días, y sé que mañana será diferente. Ésa es mi única certeza, pero certeza al fin.

Sucede que allá afuera la vida sigue, a pesar de todo, y la variación de la claridad es una prueba de ello. Por la mañana ingresa tenue, apenas sombrea mi catre. Hacia el mediodía comienza a calentarse y, más intensa, dibuja el contorno negro y empequeñecido de los barrotes que a veces se interrumpen por las pisadas de la gente en el mundo de los vivos. A la tarde ingresa de lleno. Si me acuesto, me pega en la cara. Si la observo directamente, me brillan las pestañas y se me entrecierran los ojos ante la blancura. Si me siento contra la pared de la ventana, para no interponerme, se refleja centelleante sobre los líquidos del balde. Este también es el momento en el que la cuadrícula ocupa casi todo y se agranda cada vez más, grisácea, al paso de las horas.

Comienzo a ponerme nerviosa. Llega el atardecer con su fulgor amarillento que me recuerda a las puestas de sol naranjas, a los tintes rosados y a los violetas del cielo que se mezclan con las nubes pintadas a tono. Todos los días ruego para que la luz no se acabe, pero no hay caso. Ella se destiñe con suavidad hasta que sólo queda el destello de las farolas en la calle.

Cuando cae la noche, respiro hondo y con mi uña dibujo una raya en la pared: un día más ha pasado. En ese punto los gritos vuelven. O quizá nunca se fueron. Cierro los ojos, los aprieto y los escucho con claridad. En la negrura retumban aún con más fuerza.

La puerta rechina mientras se abre, lo que me da tiempo de abrir los ojos, a la vez que mi cuerpo se pone en tensión. Un hombre, distinto al de ayer, tira al suelo un pan, que rueda hasta llegar junto a mi balde, y luego avienta un plato. Acto seguido, con un cucharón en la mano, lo llena de un líquido espeso y amarronado. Observo fijamente cada movimiento que hace. Él me mira de arriba a abajo, sus ojos llenos de asco, y me dice:

—Acá tenés tu cena. Decime, ¿qué se dice, eh? ¿Qué se dice? —Observo, sin emitir sonido y a través suyo, a la pared gris del otro lado de la puerta y él responde:

—Seguro que los zurditos que tenías de padres no te enseñaron a agradecer, pero yo te voy a hacer aprender lo que es bueno, nenita. —Cierra de un portazo. Apenas se escucha el clic de la cerradura, me lanzo al suelo y agarro el pan. Con lentitud lo despedazo lo más que puedo y, una a una, siento cómo cada migaja se humedece en mi boca.

***

Despierto y todavía es de noche. En algún momento me habré quedado dormida. Las farolas de la calle ya se apagaron. No queda nada. En momentos así, ya no sé si tengo los ojos abiertos o cerrados. De todas formas, da lo mismo. "Ojos que no ven, corazón que no siente", recuerdo que me decía mi mamá cuando me llevaba a dar las vacunas. Pero en eso falló, en eso no tenía razón, porque no funciona un carajo. Aunque me tapen los ojos, el miedo no se va y el pinchazo sí se siente.

Entonces lo escucho. A lo lejos se oye su llanto. Llora desconsolado, con los hipidos de quien apenas logra respirar. Se escuchan unas pisadas fuertes, golpes metálicos, una puerta que rechina y el grito de otro hombre:

—¿Querés que te mate, subversivo hijo de puta? Más te vale que dejes de llorar como un maricón o vas a ver. —Más golpes. Muchos más. Se escucha un ruido como de algo que se arrastra. La puerta se cierra. Las pisadas se alejan. Silencio.

***

La claridad me despierta. La ventana tiene un vidrio esmerilado y es del tamaño de una caja de zapatos. A veces, además de observar los juegos de la luz, me gusta detenerme en las sombras de los que pasan. Sus pies se interponen y dibujan cosas en las paredes sucias de mi celda. Son como las animaciones de un proyector. Casi siempre van apurados. La ventana está muy alta como para alcanzarla, así que simplemente me dedico a observar sus pies y a imaginar.

¿A dónde irán esos tacones? ¿Y esos pies tan pequeños? ¿Serán de un niño o de una niña? ¿En qué fábrica trabajará ese hombre que tiene que llevar zapatos de seguridad? ¿Qué pensará mi padre de mí, camino al trabajo, después de tantos días sin verme? ¿Cómo hará mi madre sin nadie que la ayude a cargar las compras?

Es un mediodía caluroso. La luz se refleja en la puerta metálica que, al tacto, quema y se hincha. Siento la transpiración que me gotea por la espalda, me paso las manos por la cara y las gotas de sudor se resbalan por mis palmas, resplandecientes. La pared de la ventana está insoportable, así que me siento en el piso. Hace un buen rato que nadie pasa por la calle. Observo mis pies descalzos, tengo tierra entre las uñas crecidas y las plantas llenas de mugre. Ojalá me traigan la esponja pronto.

Con el antebrazo me seco el sudor de la frente, que se me empezaba a meter en los ojos. Observo la ventanita y su resplandor imperturbable. Sin pies que pasen, estoy sola. Abrazo mis piernas. Pienso en las vacaciones en Mar del Plata con mis padres: el sol penetrante, el faro rojo y blanco, la arena hirviente, el mar frío, el peso de la sombrilla al hombro… Un militar abre la puerta, que hace un ruido agudo y se mueve pesadamente, e ingresa a mi cuadrado. Se acerca a mí. Yo apenas atino a pararme cuando él me agarra de atrás de la cabeza, me atrae hacia él y me dice:

—No pienses que nos olvidamos de vos, ¿eh? Ayer estuvimos muy ocupados nomás, pero hoy te voy a hacer hablar, pendeja. —Me quedo quieta, paralizada, y él me agarra de los pelos. Me vuelve a poner la capucha negra. Se va la luz, pero el calor sigue. Me arrastra fuera de la celda y me empuja al grito de:

—¡Dale, pendeja, caminá que no tengo todo el día!

De pronto me frena y me empuja contra un rincón. Me golpeo la cadera con el borde de algo. Él pone su cuerpo encima del mío, vuelve a agarrarme de la nuca y me susurra:

—Me imagino que la princesita ahora sí se va a dignar a hablar, ¿no? —Tira mi cabeza hacia abajo y me sumerge con fuerza en el agua, como cuando en la playa me metía al mar y una ola me sacudía. Ahora me grita:

—¿Me vas a decir qué hacías con tus amiguitos de la secundaria? O mejor, ¿no querés contarme qué hacían en sus reuniones después de clase? ¡Te conviene no hacerte la boluda, eh! —Me vuelve a tirar hacia abajo, esta vez alcanzo a cerrar los ojos con fuerza y a tomar aire, pero no puedo evitar sentir cómo me envuelve la presión.

—Si seguís haciéndote la mudita, te va a salir caro. —De nuevo me golpea la fuerza del agua, como esa vez que le solté la mano a mi padre y las olas me arrastraron hasta la orilla.

—Ya vas a ver lo que les pasa a las pibas como vos que andan haciendo cosas que no deben.

***

Cuando me devuelven, tengo el pelo todo mojado. Me saco la capucha negra y veo todo anaranjado. Se acerca la noche. Me acuesto y me hago una bolita con las piernas sobre mi vientre. Yo no sé nada, no sé qué hago acá, no sé cuánto me faltará para salir, no sé dónde estoy, ni sé qué hicieron con mis compañeros. Tampoco sé dónde está mi voz, ya ni palabras tengo. Nuevamente la luz mengua y ruego porque no suceda, pero se hace de noche. Deslizo mi uña sobre la pared. Me paro y camino dos pasos hacia el frente, dos al costado, tres hacia atrás. No sé qué hacer. El tiempo no avanza, no avanza, no avanza.

En medio de mi caminata se abre la puerta. Es el mismo hombre de la cena de ayer. Pero esta vez entra con el plato en la mano, cierra la puerta y se sienta en mi catre.

—Hola, hermosa. Te traje algo especial para vos —dice, y me señala el plato con un pedazo de pollo y papas fritas. Me quedo inmóvil en la esquina contraria, y él me hace un gesto para que me acerque. Me siento en el lado opuesto.

—Tomá, agarralo y comé. —Dubitativa, lo agarro y me quedo observando la carne dorada de la gallina. 

—Por favor, comé —dice él con firmeza. —No me voy a ir de acá hasta que termines.

—Despacito comienzo a morder la presa. Los dedos se me llenan de grasa. Él me mira fijo mientras como, pasa su mano por mi pelo y me hace comentarios:

—Así que vos no hablás, ¿no? Igual a mí no me importa, porque sos preciosa, ¿sabés? ¡Ay, sabrá Dios que las calladitas son las peores!

Cuando termino, me saca el plato de la mano y lo tira al suelo. Una de sus manos se desliza por mi pierna y la otra me agarra del hombro para darme vuelta. La oscuridad es total. La noche es quizá la más larga de todas mis noches.

***
Hoy el día amaneció gris. Debe ser tarde, porque la luz es muy poca. Estoy hace un buen rato mirando la ventana, que es como mirar a la nada, hasta que de pronto pasan ellos. Unos mocasines y unos tacones de plataforma baja. Pasan juntos con paso inseguro, pero son ellos. Comienzo a gritar:

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Acá estoy! ¡Por favor, vengan a buscarme! ¡No se olviden de mí! —Y aún más fuerte exclamo:

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Por favor, por favor! —En ese momento, se abre la puerta con un golpe seco. El hombre de las preguntas ingresa y, con furia, dice: —¿Viste cómo podías hablar, pedazo de guerrillera asquerosa?

Acto seguido me empuja. Salimos al pasillo y luego subimos una escalera hasta llegar a un patio. El cielo está lleno de nubes. Me tira con saña contra una pared. Sólo alcanzo a mirar hacia arriba. Él habla con firmeza. Por detrás de las nubes se asoma el sol. Lo miro fijo y me cega. Aparece otro soldado. Él le indica algo al otro hombre. Yo me tapo los ojos por unos segundos hasta que logro acostumbrarme a esa tonalidad amarilla que hace tanto no veía. Se escucha un estruendo. Ruego por que no ocurra, pero es inevitable. La luz desaparece.

 




Camila González Giovinazzo (Buenos Aires, 2003). Estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, actualmente realiza un intercambio en la UNAM. Fue finalista del Mundial de Escritura (2021), obtuvo el segundo puesto del 1° Concurso de Literatura Juvenil (2022) y es parte de la Antología Norita Cortiñas (2023).