Sur / No. 252
Día diez (24 de junio)
Me sorprende y no ver este país que en poco tiempo dominará el mundo y, con otro puñado, establecerá un control sobre mi país y todos los de abajo. Veo a la nación que comenzará a liderar eso que conoceremos como norte global. Pienso: así que éste es el norte, el great America, aún sin bomba nuclear, sin invasión a Medio Oriente, con los migrantes relegados a sus tareas de clase: braceros, choferes, jornaleros, albañiles, poco más que esclavos, perros de pelea: boxeadores.
El trabajo es traducir este inglés con sus aspiraciones, y traducir este boxeo, y a dos hombres que hablan el lenguaje del madrazo. Tradere es el origen etimológico de traducción y traición, su significado es entregar, dar a otro algo, darle a otro la lengua. Darle al lector lo que veo, lo que escucho y decirle cómo va el conflicto. Traiciono porque lo que está a punto de ocurrir siempre pasa diferente, todas las veces, desde cada ángulo donde se mira, excepto quizá, en ese bucle llamado ring.
El lugar: antes de las Vegas, antes de Nueva York, antes, es decir, ahora que el boxeo moderno está recién parido por el IX Marqués de Queensberry y existe un sólo campeonato del mundo, una pelea del siglo puede darse en una ciudad simple como Reno en el estado norteño de Nevada. A ella asistirán veinte mil personas, lo que convierte este evento en memorable, tomando en cuenta que la población de Nevada es sólo la mitad de eso.
El lugar es entonces un cuadrado donde entrarán a exhibirse dos personas que se entienden sólo a partir del otro, pero el 4 de julio se entenderán también los peleadores sólo a partir de un público ansioso de violencia, lleno de traductores y traidores.
Día nueve (25 de junio)
Para la pésima suerte de James "Jim" Jeffries, ese al que hay que derrotar se llama Jack Johnson. Un tipo que ha salido de cualquier casucha en Galveston, Texas, un lugar que en dado momento de la historia fue parte de México, y llega a Reno cargando en la mano derecha, como un costalito, a una rubia llamada Lucille Cameron. Johnson tiene muchas cualidades que nos pueden interesar para hacer su perfil; es calvo, mide 1.84, pesa 91 kilogramos, es relajado, se mueve como nadie en la defensiva y el contragolpe, acaba de patearle el trasero a Tony Burns en Sidney, tiene una sonrisa, es verdad, larga y violenta, es el campeón de los pesos pesados y, lo más importante, es negro.
Día ocho (26 de junio)
Los padres de Jack, Tina "Tiny" y Henry Johnson fueron esclavos de un terrateniente gringo del sur. A la línea de los Johnson le han pegado encima un apellido blanco que llevan muchos negros americanos. ¿Cómo se llamaría?, ¿qué nombre llevaría la línea de sus padres de haber sido libres?, ¿cuáles serían las palabras con las que se nombrarían frente al mundo? Son respuestas que Johnson jamás se responderá. Pero no importa, todavía Cassius Clay no nace, aún no decide cambiarse el nombre que le dieron los blancos para llamarse "El mejor de todos los tiempos", el Gran Muhammad Ali, cuando un rústico Johnson ha decidido ser "El Gigante de Galveston" y retar a nada más y nada menos que la supremacía blanca del boxeo.
Día siete (27 de junio)
Dicen los gringos, orquestados por el escritor y cronista Jack London1 , que el sol nunca ha brillado más en Nevada. Los cielos del Señor están resplandecientes de ver llegar, de todos lados de América —la unidimensional— a lo mejor de lo mejor, vestidos en traje de tres piezas a juego y sombrero, los señoritos y las mujeres a la Kate Winslet en Titanic llegan en sus carros o a pie. Van sacudiendo los dólares que les da la preciosa democracia en América al barato precio de las vidas de algunos ciudadanos de baja categoría y de esclavos como Tina "Tiny" y Henry Johnson.
Llegan con antelación para instalarse y estar frescos en el día importante. Me pregunto si en este punto hay peor escenario para un negro —o un mexicano— que tener reunida a lo que parece la mismísima corte de Donald Trump en vísperas de un 4 de julio para llevar a cabo el evento conocido como "La pelea del siglo".
También me pregunto qué piensa Johnson, qué hay detrás de esa sonrisa que le regala a cuanta mujer le pasa enfrente, de esa verborrea que les tira a los periodistas. ¿Hay miedo?, ¿es verdad que ha dejado de sentir el peso de las cadenas?
Día seis (28 de junio)
En su campamento Jim Jeffries luce fuerte y bello. Sin embargo, el peso de su historia me hace concebirlo con la belleza de una rosa que ya fue arrancada de la mata. El terciopelo de su piel irá menguando desde este momento al día cero.
Le pregunto: Jim, ¿haces esto por los cien mil dólares?, pero no me contesta, no quiere contestarle nada a nadie. Gira su espalda colosal, ¿qué era Jim antes de este combate? Un campeón. ¿Y antes? Un hombre que de haber sido menos colosal jamás hubiera tenido su propia granja, hubiera podido trabajar en alguna, quizá incluso se habría desempeñado como capataz, también puede ser que hubiera trabajado en una fábrica. Es decir, ¿quién era Jim antes de sus puños?
Y ahora, ¿por qué tiene que salir del retiro para enfrentarse a ese Gigante del sur?
¿Alberga Jim esperanza de salir victorioso?
¿Qué hará cuando vea la sonrisa hiriente de Johnson en el ring y no le quede otra que pararse de frente y responder?
Día cinco (29 de junio)
Pienso que ese mote de la Esperanza blanca ha caído en él como una maldición. Jeffries ha salido del plácido retiro para enfrentar la lucha que evitó en sus mejores tiempos cuando era campeón del mundo.
Todo elegido es un maldito. Una caída aguarda a todo aquel que llega a la cima. Jim Jeffries, lo mismo que Johnson, deberá cargar el peso de esta contienda por muchos años. Al propio Johnson el peso lo aplastará de culpa inmerecida, en los días siguientes a la pelea los conatos racistas van a matar a algunos negros, y los periódicos lo dirán precisamente así: "algunos negros han muerto". ¿Es por esta pelea que el camarero del Café Moon no le querrá servir a Johnson? Si se hubiera tardado más ahí, si la tasa con café hubiera humeado en la mesa del primer negro campeón de los pesos pesados, si eso, o si… es muy pronto para hablar de la muerte.
Por ahora basta con el peso del pugilato, con Jeffries ensimismado, convenciéndose de que recuperará el campeonato y de que Johnson no es el hombre del que huye.
Día cuatro (30 de junio)
El día de hoy London visita a Jeffries, declara su amor en el periódico, amor a su país, a su lengua, a sus peleadores, a su raza. Siente hacia Johnson algo de misericordia, asocia la sangre anglófona al boxeo, es su lenguaje dice. Se regodean los nostálgicos del esclavismo, se emocionan imaginando cuál será el golpe que hará caer al negro, sin embargo…
Mañana comienza julio, el 4 se espera la celebración de la raza, la grandeza americana en uno de sus sentidos más degradados. London, el gran escritor no puede escapar de la contradicción de su tiempo. Se ha empeñado en criticar a los grandes comerciantes que se enriquecen del trabajo obrero en condiciones miserables, de la corrupción, del capital, pero en este momento no puede evitar alabar al salvador, al blanco. No puede esperar para ver cómo ese lenguaje de la raza se impone en el cuadrilátero.
Aun así, en sus palabras se resquebraja la aseveración y asoma la duda, ¿y si el negro no cae?, ¿y si el negro resiste cuarenta rounds?, peor, ¿si el negro vence?, ¿si noquea a Jeffries? La gente también duda de las palabras de London porque en los puños de Jack hay algo que no se ha visto en un negro: su lenguaje. Uno que sí, tiene que ver con la raza, pero no con esa aura primigenia a la que se refiere London, sino a una razón muy material: en sus puños el lenguaje que se ha desarrollado es el de enfrentarse a la opresión. Jack no es un revolucionario, no conscientemente pero, por decirlo de alguna manera, ha nacido con los guantes puestos, y hoy, esa llama que lo enciende es, de hecho, el saberse un negro que habla.
Día tres (1 de julio)
¿Cuál es la patria de los negros?, ¿de dónde vienen?, ¿en dónde viven? En América, en 1910, los negros que apenas dejan la esclavitud no son de Estados Unidos. La situación es parecida a la de los indios. Comparten el mismo tipo de gentilicio genérico, impuesto por la supremacía racial, que les quiere obligar a no ser, que intenta quitarles esa parte de la identidad, para arrebatarles la pertenencia y agruparlos en un no ser indefinido, buscando convertirlos en seres sin costumbres y sin palabra propia. A pesar de todo, su camino es defendido del genocidio por ellos mismos que no se dejan arrebatar la lengua. Por ejemplo, en un par de días, Jack Johnson estará obligado a derribar esas puertas del destino negro, "I'm Jack Johnson", dice cuando golpea el saco, se reafirma, se mueve, baila, esa puerta del destino deberá caer con la inscripción de Jim Jeffries "La esperanza blanca".
Habrá un espacio por el cual entrar mientras Johnson reine. El costo de la muerte estará presente, olas de violencia y asesinatos raciales; los van a linchar porque un negro ha demostrado que es mejor que el mejor blanco de todos. Pasará tiempo antes de que llegue Joe Louis, de quien la prensa llegará a decir: "Es un orgullo para su raza. La humanidad2, Floyd Patterson, el aterrador Sonny Liston, Ali el más grande, Foreman, Fraizer, Holmes, Tyson, Floyd Mayweather y tantos otros. Y seguirá pasando aún con ellos. Entrarán al juego los latinos, los mexicanos que también nacieron con los guantes puestos en una calle jodidísima parecida al barrio de Johnson en Galveston y —¡encima!—, todavía más al sur. ¿Y qué es todo esto:
qué puerta en verdad derriba Johnson
la de una liberación o la lucha de esclavos sin cadenas?
Día dos (2 de julio)
El lenguaje de Johnson: la palabra: el puño como fogonazo de la memoria.
Ésta es la historia de un negro.
Un negro muere de manera circunstancial porque un camarero no le da el servicio:
El negro necesita un café.
En 1912, después de destruir todas las esperanzas blancas posibles, el supremacismo tiene que recurrir a su fiel Estado. Johnson, encantador de señoritas rubias es acusado de "rapto" de una mujer con motivos indecorosos, según una ley hecha a la medida.
El negro sale del establecimiento, sube a su automóvil. Una vez más este país lo condena, le priva incluso de ese gusto tan simple.
Para escapar de la cárcel, este negro tiene que huir, irse del país, y llevarse con él su campeonato, ese cinturón que lo valida como el mejor.
El negro se estrella, tiene 68 años cuando su corazón deja de latir.
Pelea en el extranjero, se debilita, reside en La Habana donde el calor de la ciudad comienza a vaciarle la resistencia. Extraña a su padre y a su casa. Sueña en norte. Es entonces cuando se ofrece esa oportunidad magnífica y atroz. Pelear y perder para regresar a los Estados Unidos, a prisión un año, y ver, otra vez, que la soledad también es una casa.
Su sonrisa se cierra para siempre.
La historia de este negro que regresa a su patria, para terminar peleando casi anciano en combates deprimentes, es la forma, la única, en la que se le venció. Esta decadencia, aun así, resulta insuficiente para enterrar su significado.
El negro, en su auto reventado contra el asfalto, mientras muere, extiende la mano y tapa el sol con su oscuro dedo, otra vez, para siempre.
Día uno (3 de julio)
Cualquiera que haya saltado la cuerda en un gimnasio de boxeo ha visto o, en el mejor de los casos, sentido la liviandad del ser. El día de hoy Johnson abrió su campamento al público para saltar la cuerda. Lo que hace es volar, una mole liviana y antinatural como todo en el conflicto pugilístico, se desliza destellante en el ring. Sus músculos, primero suaves, casi flácidos, se tensan hasta exponer toda su belleza.
El público no está listo para pensar en Jack Johnson como otra cosa que un simio dotado, pero ésa no es sino la única manera de defender su propia vulnerabilidad, ésa que se asoma cuando uno de los oprimidos no tiene miedo, cuando domina.
Es cierto que lo hace en su terreno, es imposible hablar de raza sin hablar de clase; Johnson, igual que la mayoría de todos los que le preceden y lo suceden, alimentará el espectáculo de un reducido grupo de personas que puede pagar por ver el portento que son los boxeadores. Pagarán para hacer posible la caída de los ídolos, por maquinar el ascenso de otros y enriquecerse en el acto. Esto no cambiará. Los nuevos promotores, desembarazados de cierta mafia, serán cada vez más rapaces.
¿Por quiénes boxean?, les pregunto en la rueda de prensa. Johnson sonriente dice "por mí", y Jeffries dice mirándome despectivamente "por los míos".
Día de "El combate del siglo" (4 de julio)
Es July 4th y el norte nunca había estado tan al sur. Ante este viento se mueven los blancos como banderitas de playa de Acapulco, son tan sólo las 13:30 de la tarde, apenas pasamos el medio día y la noche les ha caído encima. Todo está saliendo como al revés. África está en Norte América. El esclavo golpea con las cadenas y Jeffries es sólo otra víctima del supremacismo que mañana se decepcionará de él y lo regresará al retiro sin su invicto.
Lo recordarán como la esperanza perdida y buscarán a otro que lo supla.
El conflicto alcanzó los quince rounds, en un absoluto dominio, la sonrisa de Johnson no se detuvo una vez, jab, jab, cruzado que derriba a Jeffries, croan veinte mil ranas, su idioma es el de la caída y no el de los púgiles. En algún lugar nuestro Jack London, que escribirá –no sé por qué– un cuento sobre un boxeador mexicano revolucionario, se entristece. No hay nada en su cuaderno y su pluma pesa.
La policía habla de detener la pelea antes de que Jeffries no se pueda levantar y caiga funestamente noqueado. La primera vez que cae dos gringos se meten al ring para levantarlo, pero antes de que puedan abandonar el cuadrilátero Johnson lo derriba una vez más.
Sí, son las primeras notas de esta música, en 1910 tan extraña, que dominará el boxeo. Mi país, todavía en una especie de transición entre el modelo feudal a la Porfirio Díaz y el capitalismo mexicano a la Porfirio Díaz, prepara generaciones de boxeadores que saldrán de un hoyo para dominar un deporte de quienes no tienen otra cosa con la que trabajar que el cuerpo en su sentido más literal. Mi país no sabe que existe Jack Johnson allanando nuestro camino de peones.
Pronto la desigualdad hará su trabajo y egresará de nuestro sur ese sueño pútrido en norte, en el que venceremos, del que incluso los López, Garcías, Juárez y Gómez norteameicanos se apoderarán.
El boxeo, esta pequeña guerra reglamentada por los ingleses, será tomada como hoy la toma Jack Johnson: con una contradictoria justicia que, para elevarlo, lo sacrifica.