Cada tanto ocurre lo mismo. Grupos de hombres con música estruendosa llegan a nuestro pueblo. Cada cuatro años, para ser precisos, sus toquidos agujerean nuestras puertas, las desbaratan. Aun así, siempre les abrimos, resignados, en silencio. Incluso si nuestras manos tiemblan al girar la perilla y la tierra se estremece al advertir nuestros pasos cansados. Con los ojos saltando y el pecho apretado, recibimos a nuestros verdugos.
El contraste es colosal. Adentro, uno de los nuestros clava la mirada desconfiada en el suelo. Afuera, un tumulto de desquehacerados rodea al sujeto pomposo que extiende su delicada mano con una sonrisa inventada, que aparenta amor y compasión. Nuestras manos se estrechan cuando ruge el fastidioso flash. Ese destello potente que nos ciega a nosotros y a él lo devuelve a su mundo de cansancio y repudio.
Entonces pasa, sin falta: nuestra casa se sume. Medio metro más abajo. Así ocurre con todas las moradas longevas del sur. Las montañas que nos rodean nos parecen más altas y resistimos más calor. La gente del barrio dice que los cuerpos de esos hombres —los que sí tienen para comer— son asquerosamente pesados. Ni la tierra los aguanta. Por eso se hunde. Abajo. Cada vez más abajo.
Lo peor es que ahora llegan más. Ya no sólo son rojos. También hay azules, naranjas, morados y rosados. Y cuando por inercia se cruzan por las calles y chocan entre ellos, generan una colisión que despliega un socavón inminente. Hasta que la calle sobra entre los hoyos. Riñen y gritan, escupen salivas grotescas, babas agrias que nos producen náuseas, que fatigan a los niños y les impiden salir a jugar.
Sus bocinas compiten:
—Nosotros somos el verdadero cambio —increpan.
—Nosotros somos diferentes —prometen.
—Nosotros sí tenemos palabra. No les vamos a fallar.
Pero todos fallan. Ésa es la única certeza.
Lo que no entendemos es por qué siguen bajando. ¿Para qué perder el tiempo en convencernos a nosotros, que no valemos, que no contamos? ¿Para qué golpear nuestras puertas, si nunca nos toman en cuenta? ¿Para qué tanta promesa, si al final siempre es lo mismo? Siempre vienen los mismos despreciables hombres pesados. Y nosotros nos seguimos hundiendo. Poco a poco. Con escalofríos, en un silencio denso. Lo único que anhelamos es que la tierra nos trague y ya no nos molesten más.
Dora Luz Herrera Jiménez (Naolinco de Victoria, 2000). Egresada de Lengua y Literaturas Hispánicas de la FFYL, UNAM. Es autora de Fémina: Memorias que el tiempo no ha borrado (2024) y es parte de las antologías Voces del Totonacapan (2023), Lágrimas espectrales (2024), Cuando duele el amor (2025) y Voces del futuro (2025).