Rutas de viaje / No. 239
Cállate ya la boca, Efrén
Juana Ríos se movió entre las sábanas. La almohada era aceite, sí, olía a… alarma: alarma: alarma. Aparatejo de mierda. Alarma: alarma: alarma. Ah, cállate. Alarma: alarma: alarma. Si agarras pa’rriba del río llegas a Tomixtlahuacán. Alarma: alarma: alarma. No, no, no. Sí, cruzas el Atoyac. Alarma: alarma: alarma. No quiero. Me duele. Puedes trabajar así. Alarma: apágate, pinche mierda. Se me jode la conciencia. Alarma, carajo. Quien me arruinaste fuiste tú. Mi tobillo. Tu cara. Mierda, mierda, mierda. Contraseña. Se nos cayó La Lagunita y… mierda. Alarma, Efrén. Alarma. Tortura. Alarma. Contraseña. La Lagunita.
—Ah, ¿qué coños? —se dijo en voz alta.
Otra vez la maldita alarma. ¿Pues cuántas puse? Contraseña y golpe. Vidrio fosforescente contra la mesa. Lo miró con la esquina de un ojo. Una hilacha de luz rota recorría la pantalla. Animalejo de hierros falsos, pensó. Invento de gringos protestantes. Timbres del infierno. Cállate ya para siempre.
Volvió a cerrar los ojos. Timbre. Luz. Vibración. No quiero verte. No. Mi vida, maldita sea.
Mensaje: Juana comenzabas hace diez minutos.
Mensaje: Juana vas a venir o no
Mensaje: Si no estas en 15 olvídate de venir siempre lo mismo con vosotros.
Se incorporó en la cama. Escribió: Estoy en diez. Enviar.
Probó el suelo. La punzada en el tobillo izquierdo. Pensó que con dos saltos llegaría a la cocina. Su estudio en el Born medía poco más de 20 metros. Beneficios de la pobreza, pensó. El tobillo le crujía más de lo normal. 150 servicios la noche anterior. ¿Cuántos comensales era eso? ¿300? ¿200? Por eso soy mesera. Si ni contar puedo. ¿Y las manos? Los dedos agarrotados. Bah, sólo la mano derecha. Me vuelvo vieja. Mesera y vieja. Digo, camarera y vieja y usada. Y es que… Bah, no importa. Mi mano derecha… la que dicen que hay que descansar, pero… Tanto le pesaban los platos en la muñeca izquierda, tanto la quemaban; y la gente, la gente que no se acuerda qué pidió, mientras una está ahí que agoniza; y pues, mejor otro plato en la derecha; y es que hay que elegir qué mano se sacrifica para ganarse el pan.
Tonta, se dijo. Despierta.
Empezó a preparar el café. Quiso no leer la etiqueta.
COLOMBIA ARÁBIGA 100% COMERCIO JUSTO
Gente blanca diciendo que le hacen al comercio con justicia. Yoris mintiendo como siempre.
—No empieces ahora, Efrén. No te me metas en la cabeza que me van a despedir. Escuchó sus palabras solitarias reverberar en el vacío del piso. Tonta.
Maldito seas, Efrén. Qué no ves que es tarde. Serás necio, y seré necia yo. Ya lo sé. Es patético y es triste y es malaventurado. Dos euros malgastados en comprar mentiras para yoris. Los yoris se sienten mejor así. Ándale, tú hazles todo más digerible, me dirías. Esclavitud. Libre mercado. Encomienda. ¿Y cómo crees que acabé aquí? Comercio justo. Cállate, Venado loco. Ni modo de comprar el que admite ser comercio injusto en su ordinaria desvergüenza.
Así, haces bien. Quédate callado.
Sorbió su café. Recordó las tardes con Efrén. Los dos tirados en el petate. La olla de café en el fuego del anafre. Le contaba sobre el sufrimiento de perder su tierra una y otra vez. Luego le decía: échale doble de piloncillo, Juanita. Entonces, con la boca empalagosa, le enseñaba palabras en su lengua.
A su padre, el altivo Capitán, esto no le parecía nada bueno. Le decía: deja al Mayo, está loco. Lo que busca no existe. A sus 15 años, la empezó a llamar señora de la Nada. Pobre señora Nada, no se le ocurre cómo estar en paz en su casa. Bueno, papá: tú estás muerto y la Tierra Caliente muy lejos. Cállate, viejo vencido.
Dejó el café a medias.
Bajó las escaleras de salto en salto de pie derecho. El tobillo izquierdo empezaba a calmarse. Se enfiló por la calle Princesa esquivando turistas pululantes sin sentido. Caminó lo más rápido que pudo con la cojera.
En la esquina con Via Laietana tuvo que parar en seco. Un río inhóspito de gente. ¿Ahora qué? Independencia o impuestos o huelga. ¿Seguía dormida? ¿Día de la Hispanidad? Si es primavera y esa chingadera es en octubre, Juanita. Cállate, Venado Negro. Tú qué vas a saber de temporadas si eres polvo seco en Tierra Caliente. Ah, sí es lo mismo. ¿De qué servía contestarle? Efrén, el siempre entrometido y sin orejas.
Banderas, pensó. No iban con las banderas usuales a rojo y amarillo. Gualda, al amarillo se le dice gualda aquí. No, ni rojo ni amarillo. Morado. ¿Se dirá aquí violeta? Juana, todos estos años aquí y sigues sin saber nada, señora de la Nada. Río violeta que fluye lento y a gritos con dirección al paseo de la reina Isabel. Allá se van a ver las caras de piedra de Cortés y sus amigos. O se irán a ver la estatua de Pedro de Margarit. No, de ése no se acuerdan. Ven al indio hincado y ni se preguntan quién es. A Barcelona no le importan los indios hincados. Sólo yo sé quién era porque mis gentes eran las que eran. Yoris morados. Cállate, Efrén, que tengo que llegar al trabajo. Morado, digo violeta. Tanto violeta. Humanidad. Cuánta humanidad.
Comenzó a cojear a contracorriente. Antes nadaba en el río con tanta facilidad, sacaba la cabeza y veía las montañas como islas flotantes en el cielo. Antes de unirse al Partido. Antes de la Brigada. Antes de que llegará él. Efrén, el Mayo. Efrén, el Venado Negro. Efrén, su revolucionario. Lo recordó caminando frente a ella en la sierra. Sus pasos alargados. Su espalda cargada. Su cabello negro y lacio. El río ya lejano desde entonces. Empujón. El tobillo y un codazo la sacó del ensueño. Grito en la oreja. Catalanas. Muchas catalanas.
—¿Qué coños? —se dijo en voz alta.
Entonces vio la bandera violeta. El signo de Venus. Era el maldito Día de la Mujer. Pancartas. Señoras con tambores. Muchachas, muchas muchachas. Adolescentes. Lindas. Güeras. Yoris. Cállate ya, Efrén. Ahora no puedo. Efrén: tú estás muerto y Guerrero muy lejos. La Lagunita en su río. La Lagunita. Siento envidia por ellas, Efrén. Deja de decir yoris. Si hubiéramos sido más yoris, hubieras vivido. Habríamos tenido venaditas blancas. En Lagunita, Efrén. No, no, no. Tienes razón. Ni muerto te callas. Y tú estás bien muerto, Efrén. ¿Qué no ves que no puedo con mi vida?
Cerró los ojos y empujó como si tuviera que seguir la avanzada en las noches de la Brigada. Ventajas de la pobreza. Nadie sabe abrirse pasos a mordidas como una mujer coja y pobre. Logró franquear el cauce violeta que se vertía por Laietana y llegar a la otra orilla. Entró al restaurante.
La luz fría fluorescente le heló la sangre. Nunca se acostumbraría. El frío también entra por los ojos. Hits de los 40 principales. El ruido del aire acondicionado. Franquicia inalterable, no vaya a ser que el capital se pierda. Las horas de tu vida valen seis euros cada una. Después de pagar impuestos al reino. Las horas extras pagan por la comida. No vaya a ser que sueñe usted, señora de la Nada. Su jefa la miró de reojo con mala cara desde el otro lado del salón. Estaba lleno.
Otra vez sirvienta en la revolución, pensó. Tiró el bolso al otro lado de la barra. Deseó no tener tobillo. Tomó el móvil del restaurante: otra vez tú. Insensible piedra protestante. Dos jovencitas con símbolos de Venus trazados al violeta sobre las mejillas levantaban la mano en la mesa dos. Parecían desesperadas. Tendrán prisa en su manifestación, había que llegar al paseo de la reina Isabel a tiempo para contonearse a gritos debajo de Pizarro.
—Buenos días —dijo Juana.
—Dos cafés solos —contestó una de ellas sin levantar la mirada.
Haz el esfuerzo de mirarme a la cara, muchacha grosera. Caminó lo más rápido que pudo detrás de la barra para preparar el café. Sentía la mirada de la jefa. Ah, está lejos. Ni modo que me despida ahorita. Dos cafés injustos... ¿por favor? Ni hola, ni buenos días, ni gracias. Ni una mísera mirada. Qué les enseñan en sus casas. Yoris. Quémales el café. Calla esa boca de muerto, Efrén. Tengo que pagar el alquiler. Tengo que sobrevivir en la tierra. Si de verdad me hubieras querido no te hubieras ido a dejar matar. ¿Es éste?, me preguntaron. Sí, señor, es ése. Tu brazo muerto y roto. Tu cara morada e hinchada y sin orejas. Mi tobillo. Violeta.
El café salía despacio. Mientras esperas a que se haga no te quedes ahí pensando, le había dicho la jefa. Si tienes tiempo para pensar, tienes tiempo para limpiar. Pasas la bayeta por la barra o metes una carga al lavavajillas o vas y coges otro pedido. Si tiene tiempo para pensar es que no le estoy sacando cada gota de su alma, señora de la Nada. El café justo cuesta dos euros más, si gano a seis la hora eso significa que comprar el consuelo de los yoris me sale a 20 minutos de mi vida. Si tuvieras 20 minutos de aliento, Efrén, ¿qué harías? Te irías a Acapulco, asaltarías el Banco de Comercio una y otra vez. Nunca te tocó ese encargo y estabas resentido con Lucio. Quémales el café. Calla, Venado Negro. No estarías aquí. El único gozo que sentirías sería al lado de Lucio Cabañas. Jamás vendrías aquí, a Europa. A verme convertida en señora de la Nada. Triste sirvienta de yoris. Quédate allá. Serás más feliz siendo polvo en Tierra Caliente, Efrén. Déjame ir. Yo sé, yo sé que te dejé. No podía ver ya las aguas del río. No podía ver la sierra desde Acapulco. Déjame mis euros en paz.
Se le enfrió el café de las muchachas feministas. Que así se lo tomen, yoris. La jefa seguía del otro lado del restaurante. Caminó con los cafés en la mano. El tobillo izquierdo y el dolor punzante. Llegó a la mesa y acomodó las pequeñas tazas de café enfrente de cada una de las muchachas.
—Un croissant.
La mirada fija la una en la otra. Tendrían unos 20 años. Yo estaba aún más chiquilla cuando te conocí. 20, qué son 20 años ahora. Ahora sólo importan los minutos. Tendría 20 minutos para no estar aquí si hubiera comprado café injusto, 20 minutos para estar sentada. Se fue cojeando a la barra.
—Pensé que no ibas a venir, pero luego pensé que tú jamás te irías de huelga. No es tu estilo.
Era Rosa, la de Nicaragua.
—Qué odiosas, ¿por qué la gente no puede pedir todo al mismo tiempo?
—Ni me digas. Todos los días lo mismo. Te ves muy mal.
—Estoy cansada. La estúpida no podía cuadrar la caja ayer en la noche y nos fuimos muy tarde.
—Casi no vengo hoy. Sí me tentó la huelga. Pero me levanté y sólo de pensarlo, te lo juro que me empezó a doler el estómago. Ponerme a buscar otro trabajo, las entrevistas, el permiso de residencia. No, no se puede vivir así. Alejandra sí que no vino. Claro, ella ya tiene el pasaporte.
—¿Cómo?, ¿hay huelga?
—¿No te enteraste? Ahora dicen que las mujeres están haciendo huelga todo el día. A mí nadie me avisó. Ayer me enteré. Alejandra me preguntó que si no había avisado. ¿Avisado de qué?, le digo. Al parecer aquí tienes que avisar que vas a hacer huelga.
—A mí tampoco nadie me avisó.
—Si es para españolas, ¿qué te piensas? Si ni a convenio llegamos. ¿Cuántos domingos te has tomado en tu vida?
—Pues muchos en México. Ya, es que nosotras no somos mujeres.
—Ahí viene.
Las dos se escabulleron. La estúpida de la jefa en la barra. Rosa en la mesa 15, ágil. Juana en la 2, coja. Soltó el plato con el croissant lo más rápido que pudo para evitar cualquier reclamo. Jódanse, muchachas groseras. El tobillo. Efrén, estás empezando a hablar como español.
Mesa 4. Orden. Aparatejo del infierno. Café con leche. Pálida luz eléctrica. Zumo de naranja. Tobillo izquierdo. Gritos allá afuera. Huevos rotos. Muñeca izquierda. Rosa, tan jovencita. Ojo derecho. Jefa. Eje izquierdo. Venus. Violeta. Tu cara morada e hinchada, Efrén. Huelga. Al menos no lo echaron al mar desde un avión, hija. Ay, Capitán. Eso en qué alivia. Al menos lo viste muerto. La Lagunita. Atoyac. Las aguas del río no llegaron a la casa. Otro croissant. Ningún español nunca ha dicho un por favor en toda su vida. Quémalos, yoris violetas. Cállate, Venado Negro. Que se me olvida la orden antes de meterla en este aparatejo protestante. Mesa 6. Zumo de melocotón. Colacao. Tu brazo izquierdo roto. Vete a Acapulco, una señora extranjera necesita quién le haga la limpieza. Todavía puedo ser maestra, papá. La Lagunita.
Los hombres. El tobillo roto. La casa. Las cenizas. Su presencia aquí nos pone a todos en peligro, señora de la Nada. Hay trabajo en Acapulco. Café cortado. Barcelona.
—La estúpida no te quita el ojo de encima.
—¿Por qué estamos aquí, Rosa?
—Porque somos pobres, Juanita.
—Un día me voy a sacar la baja por el tobillo. Luego la incapacidad, vas a ver.
—Hoy estamos optimistas. No te veo haciendo esa maldad, con lo tranquila que eres.
—Estoy tan cansada. No te puedes imaginar lo cansada que estoy.
—Llevo trabajando todos los días desde hace dos semanas.
Para qué decir que eso es ilegal. Para qué decir que hay que derrocar a los ricos. Para qué decir que hay que hacer valer el derecho a poseer y trabajar la tierra. Aire acondicionado. Pop español. Mesa 2. Debías unirte a la huelga, señora de la Nada. Quiero paz, papá. Quiero paz. Estoy tan cansada que podría dormir para siempre. Las muchachas con la mejilla violeta cuentan monedas para pagar el café. Dos céntimos de propina.
La jefa por fin la agarró en la barra.
—Es la tercera falta leve en lo que va del mes.
Es la quinta vez que violas mis derechos laborales este mes, pensó Juana. ¿Estúpida, crees que no sé leer?
—No volverá a suceder.
—Siempre lo mismo con vosotros. No sé cómo será en vuestro país, pero aquí se respetan las horas laborales.
Para qué decir que eso es mentira. Yoris. Cállate, Efrén.
—El convenio dice que tiene que haber 12 horas entre turnos.
—Y el convenio dice que con tres faltas leves te puedo hacer un despido procedente. Al finalizar tu turno pasas a verme. Tenemos que hablar.
Siempre las amenazas. No hay día en la vida del pobre en el que no haya amenaza alguna. ¿Para eso había venido a España? A que las amenazas se repitieran en su ordinaria vergüenza. Yoris a la leña verde. Calla, Venado Negro. ¿Qué no ves que me van a despedir? ¿Qué no ves que estoy agotada?
Mesa 16. Luz verde. Huelga. Me voy a la huelga. Yoris. Sí, huelga de yoris. Nadie nos invitó. Café cortado. La gente siempre pide las mismas cosas. Tortura. Pop español. Aire acondicionado. Yoris morados en la calle Princesa. ¿A poco ya no me amas? La Lagunita. El café. Si me levantan, mi Juanita, estaré pensando en ti para siempre. Nunca vivas hincada. El polvo no habla, Venado Negro. Tú estás muerto. El frío se mete por los ojos. Cinco céntimos de propina. Barcelona. Alquiler.
Malditos yoris, si la tierra siempre vive. Despierta, tonta.
Ah, los ojos negros del Venado. Vivos en alguna panza de luciérnaga que vuela por los cerros. Siempre la convencía de todo. Sus piernas de jovencita flaqueando otra vez de imaginar su brillo. El tobillo izquierdo dolía y dolía bien.
Cojeó menos camino al almacén. Busca un banco. Cállate, Efrén. Las cosas ya no son como eran antes. Ahora no se pueden asaltar los bancos así, de buenas a primeras. Qué va a saber un pedazo de polvo de Tierra Caliente cómo sobrevivir. Tantos años siendo una inmigrante modelo. Son yoris, Juanita. Calla, Venado Negro. ¿Qué no ves que estoy ocupada? Ya para qué hablas tanto.
La ventaja de que todos los jefes sean estúpidos es que se creen invencibles. La había visto más de una vez meter el sobre con las ventas del día en un congelador. No le costó nada encontrarlo. El banco de comercio. Las ventas al aire acondicionado. Derrocar a los ricos. Brigada de Ajusticiamiento. Franquicia inalterable. Tu brazo izquierdo. Tu cara, Venado Negro. Tus cabellos lacios. Una y otra vez. Hacer valer el derecho a tener educación, vivienda, cultura, higiene, salud y descanso. Tu espalda en la sierra. Tobillo. El olor de tu boca a café empalagoso cuando acercabas tu cara para hablarme de cerca. El sobre.
Juana Dos Ríos tomó ordenes de café durante seis horas más. El sobre metido en los calzones. Al terminar el turno no se despidió. Dejó el móvil del restaurante en la barra y se fue cojeando por la Via Laietana ya vacía. Caminar con dolor fue tan fácil como nadar en el río Atoyac. Compró café injusto y mucho piloncillo. Panela, aquí se llama panela. Venado Negro, cuando estabas vivo me abrazabas cuando hacía bien. Levantó la cabeza: los edificios como islas en el cielo. Timbre. Mensaje. Aparatejo del infierno, hasta crees que te voy a ver. Era la jefa. Golpe. Vete a rodar por el río desaparecido de Laietana. Vete a caer a los pies de Isabel. Se sacó el sobre de los calzones y lo puso en el bolso. Tenías razón, papá. El Mayo me arruinó la vida para siempre. Lo que busco no existe.
Subió las escaleras a saltos de pie derecho. Se sentó en la cama, su cabello aún olía a aceite de restaurante. Puso el café injusto en la olla. Se echó en el petate de la cocina. Cerró los ojos para oler bien.
Te amo, Juanita. Calla tu boca de muerto. Cállate ya la boca, Efrén.
Relato finalista del I Premio de relato UNAM-España sobre la experiencia de la migración latinoamericana en España, convocado por el Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en España, el Festival Centroamérica Cuenta y la Revista de la Universidad de México.