Más allá / No. 245
Mudanzas
La cera se desbordó de la veladora y dejó un charco con la forma del rostro de un niño de tres o cuatro años.
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Cuando me despidieron del trabajo, lo primero que me preocupó fue cómo iba a pagar la renta. Felicia me dijo que podía mudarme con ella. Me negué al principio por dos razones: no estaba listo para dar ese paso y nunca me gustó su departamento. Era pequeño y ocurrían cosas. A veces escuchaba risas en el pasillo, aunque sus dos roomies estuvieran dormidos. Felicia me dijo que ya se había acostumbrado. “Puedo poner una serie en la lap mientras nos quedamos dormidos”, dijo mientras tendía la cama.
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Julián era el roomie que ponía veladoras, rociaba aceites, dibujaba símbolos de protección en las paredes. Un poco hippie, un poco witchtoker. Él se dio cuenta de que había algo en el espacio desde que entró. Sintió frío en las yemas de los dedos, tuvo la sensación de tropezarse con algo invisible cada cinco o seis pasos. Tampoco le gustaba que el agua caliente tardara siete minutos en salir de la regadera. “Pensé en perder el depósito, pero estoy súper cerca de la chamba”, me dijo.
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Felicia decía que Julián y Mariel eran los mejores roomies del mundo. Habían logrado que el casero no aumentara la renta cuando le dijeron sobre las apariciones. El casero no estaba sorprendido. Suspiró y les informó que congelaría la renta por lo menos ese año. Con el dinero ahorrado hicieron un fondo común para que Julián comprara cosas: menta, mandarina, limón, lavanda, clavo, canela, romero, rosas y naranja para el agua florida; pulseras rojas, cuarzos, sal de grano, sahumerios e inciensos.
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Dormí mal las primeras noches. Oía pasos y susurros. Mariel me dijo que prefería vivir aquí que regresar con su mamá y su nuevo novio. Yo hablé con mi mamá, dijo que podía volver con ella en lo que encontraba trabajo. Ella vivía con mi tía y mis primos en un departamento. “¿Dónde voy a dormir, ma?”. Calló algunos segundos. “Vemos, hijo, vemos”.
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Mariel tenía un gato desde hace tiempo. A las dos semanas de mudarse algo comenzó a arrastrar estambres y pelusas por el suelo. El gato pasaba de jugar a erizarse en un instante. Después de sentir las presencias pasaba días corriendo de las sombras de los muebles, comía poco, orinaba fuera de su caja. Mariel ya había dejado otro departamento porque la novia de alguien ahí era alérgica. Adaptar a una mascota a las mascotas de los otros roomies era una cosa de prueba y error por la que no estaba dispuesta a pasar de nuevo. Finalmente, su gato escapó.
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No importaba cómo dejáramos las veladoras, cada noche sucedía lo mismo. La cera se desbordaba y dejaba un charco en el suelo con la forma de un rostro. Era como si un niño hubiera hecho un molde parcial de su cara y lo hubiera dejado tirado. Las caritas eran diferentes, aunque pude llegar a reconocer algunas que se repetían.
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Mi primera mudanza fue cuando mis padres se separaron, tenía ocho años. Odiaba levantarme de madrugada para ir al baño. Había que cruzar un patio y la puerta hacía un ruido espantoso. Dormir en un lugar nuevo significa muchas semanas desorientadas: no encontrar apagadores, confundir las llaves u olvidar en qué alacenas guardamos los platos. Cada casa huele diferente; a veces el olor de lo que cocinan los vecinos se mete por las ventanas. A veces el sol golpea la ventana desde el amanecer o no lo hace hasta las cinco o seis de la tarde.
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Ya no podía con el cansancio. Extrañaba mi antigua cama. Malbaratar ese colchón había sido una estupidez. No se lo llevó la camioneta del fierro viejo sino alguien que me contactó por Facebook Marketplace. Felicia intentó hacerme sentir como en casa usando mis sábanas viejas, me recomendó conservar mi almohada: fue un paliativo nada más. Necesitaba encontrar otro lugar. En el último año todos los departamentos de la zona parecían haber duplicado su precio. Pedían aval, o tres depósitos, o las escrituras de una casa para poder rentar un cuchitril. La búsqueda de trabajo era igual de exitosa.
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Una mañana me quedé simplemente observando una carita de cera. La veladora era color vino, las velas negras (para desterrar el mal) se habían acabado hacía unos días. Rompí el pedacito en dos. La cera se puso pálida y oí como si un niño gritara a lo lejos. Sentí una tristeza horrible, frío; sentí su soledad. Comencé a tener pesadillas con un niño que caía por unas escaleras que se parecían a las del edificio.
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Un día encontré a la novia de Mariel dormida en el sillón. Me imagino que Mariel no quiso despertarla cuando se fue a trabajar. Le hice café. Me dijo que, durante la noche, había sentido como si uno de sus sobrinos se hubiera sentado en su pecho. Mariel la había convencido de no salir de madrugada a la calle: no habría transporte hacia su casa hasta dentro de muchas horas. Tomó el café despacio, seguía asustada, me dijo que no quiso volver al cuarto y que la veladora de la sala la hacía sentirse segura.
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En uno de mis turnos de trapear la sala rompí otra carita de cera. Esta vez comencé a soñar con una niña que se asfixiaba con la comida. Tres días después aparecieron unos zapatos de niño junto a la veladora. Nadie los trajo. Pero esa semana estuvimos muy ocupados con el casero como para investigar de dónde habían salido: no teníamos agua en el edificio y la estufa dejó de funcionar. Le ofrecimos pedir una pipa a la delegación y que nos haríamos cargo de la reparación de la estufa a cuenta de la renta. Dijo que no a todo, que él lo solucionaba.
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Cuatro días después llegó uno de sus trabajadores; mientras revisaba la tubería de gas sintió dos manitas heladas en la espalda. Tardamos un buen rato en calmarlo. Cuando dejó de hiperventilar nos dijo que le hacía falta un cople y que ya casi no tenía cinta de teflón, que volvía en un rato. Nunca regresó. Tuvo que pasar otra semana para que el casero enviara a alguien más a terminar el trabajo.
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Además de los zapatitos comenzaron a aparecer otras cosas: pelotas, carritos, muñecas. Los vecinos del departamento de abajo deslizaron una carta debajo de la puerta en la que nos pedían que no dejáramos a los niños jugar de madrugada. Me pareció gracioso porque todos los sábados hacían fiestas que duraban hasta las cinco de la mañana. Felicia bajó a hablar con ellos. “Entendieron rápido cuando les dije que no había niños”. También les pasaban cosas raras, pero se habían enamorado de las nuevas cafeterías y marisquerías que reemplazaron a los antiguos negocios de la zona.
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Me levanté de la cama por un poco de agua. Eran las tres de la mañana. Vi a alguien dormida en el sillón. Me imaginé que era la novia de Mariel. Pero no, era una niña con un camisón blanco. Abrió los ojos. “¿No me reconoces? Vine a decirte que te vayas”. Estaba paralizado. La voz era vagamente familiar. Siguió mirándome decepcionada. Comenzó a crecer de estatura, su rostro fue envejeciendo. Era mi abuela que había fallecido diez años antes. Su rostro llegó a la edad en la que la vi morir. “Vete, por favor, vete”. La tomé de los brazos mientras se iba encorvando y secando. Grité. Todo se puso negro.
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Desperté en el sillón cubierto de sudor. No podía dejar de temblar. Felicia, Mariel y Julián trataban de calmarme. Comencé a balbucear lo que había sucedido. Guardaron silencio cuando terminé. No supe si me habían entendido. “Vamos a casa de mis papás”, dijo Felicia tras un suspiro. Empacó un par de cosas en una mochila y dijo que volvería por el resto después. Lo entendieron. Ningún Uber quería aceptar el viaje, sus padres vivían a las afueras de la ciudad.
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El cuarto en el que creció Felicia ahora lo ocupaban su hermana y una prima. Dormimos en la sala. Desperté débil, pero había sido el mejor sueño en semanas. Felicia daba pasos de un lado a otro de la sala midiendo y calculando. Subida en una silla, martilló dos clavos en los muros opuestos. Amarró un mecate y le sobrepuso una cortina vieja. El espacio quedó dividido por la cortina: la sala (ahora más pequeña) y nuestra nueva habitación. Le dije que no podía dejar de pensar en mi abuela ahuyentándome de ese departamento. “Quizás no quería que su bisnieto estuviera en peligro”, dijo mientras acomodaba la cortina. Era su forma sutil de avisarme que estaba embarazada.