Más allá / Carrusel / Heredades / No. 245

Vida y milagros de Guadalupe Dueñas, patrona de lo siniestro

 


Dicen que le gustaban las perlas y vestirse de negro porque a lo mejor guardaba algún luto. Dicen que hacia el final de su vida dejó de tener contacto con la prensa, con sus amigos, porque la fama humana le estorbaba para lo que realmente quería: ser santa. Dicen que su papá, seminarista que desertó, comía gatos después de matarlos con un rifle que le había pertenecido a Maximiliano de Habsburgo. Dicen que nació alrededor de 1910, pero ella declaraba haber nacido en 1920: no hay que empeñarse —escribió— “en poner la edad de las damas, prueba bien dura, porque no hay nada más incómodo que impedirnos disimular los años y hacerles olvidar el tiempo a nuestros amigos”.

Guadalupe Dueñas nació en Guadalajara, Jalisco, en una familia católica, hiperconservadora, más trastocada de lo común. Fue una de los 15 hijos del matrimonio Dueñas de la Madrid, fundado a partir de un crimen que estaba normalizado: el padre, veinteañero, abandonó sus aspiraciones de ser sacerdote y convenció a la madre, quien sólo tenía 13 o 14 años, para que se casaran. En una entrevista de 1993 que luego se publicaría en El Semanario Cultural de Novedades, Guadalupe Dueñas le contó a Leonardo Martínez Carrizales: “Mi papá a las seis de la mañana nos levantaba para ir a misa de siete [...], nos despertaba con ‘¡viva Jesús!’, y yo quedito decía: ‘¡que se muera!’, porque me despertaba, tenía frío y teníamos que ir a la iglesia a misa... Todo eso me ponía trastornada”. Ella misma afirmó que la primogénita de su familia —es decir, la hija que la antecede— murió a los pocos días de nacida y sus padres decidieron preservarla en formol dentro de un frasco de chiles. En “Historia de Mariquita”, acaso el más famoso de sus cuentos, se recrea este hecho.

Dueñas se educó en internados de monjas (“ya salí señora grande como de 18 años”, dijo en aquella entrevista) y tomó como oyente las clases que le interesaban en la UNAM. Asistía a tertulias con Octaviano Valdés, Emma Godoy, Fausto Vega y Agustín Yáñez, entre otros, y frecuentaba de manera esporádica a escritores como José Gorostiza y Rosario Castellanos, quien murió distanciada de Dueñas. “No, no hablo de su muerte, porque ‘morir no es una ausencia, sino una presencia en otra parte’. Hablo de nuestra vieja amistad, rota en la vida y que reanudo en la muerte”, escribió en un texto sobre la chiapaneca. Cuando era adolescente, Guadalupe Dueñas le mostraba sus cuadernos de memorias a su tío Alfonso Méndez Plancarte —sacerdote y crítico sorjuanista—, quien prácticamente le ordenó que se dedicara a la prosa, “ya bastante poética”. “Nunca vayas a publicar un verso”, le dijo. En esos cuadernos tempranos se apreciaban ya los oficios de Dueñas como “maga infernal” (así la definió Pita Amor), a un tiempo candorosa y cruel. “Yo decía: ‘hoy es lunes, aquí no pasa nada, ni va a pasar nunca jamás. Nada, no hay una monja que se muera, no hay...’ . Bueno, cosas horribles donde se veía que tenía de veras una maldad pero retedura”, contó Dueñas en la entrevista de 1993.

Gracias a Méndez Plancarte, bajo el sello de Ábside, se editó la modesta plaquette que reunió algunos de los primeros relatos de la jalisciense: Las ratas y otros cuentos (1954). Más tarde se publicarían sus libros Tiene la noche un árbol (1958) en el Fondo de Cultura Económica (FCE), No moriré del todo (1976) en Joaquín Mortiz y Antes del silencio (1991), su regreso al FCE. En general, los cuentos de Guadalupe Dueñas descuellan por su brevedad, sus giros retóricos insospechados, su estilo esmeradísimo, el coqueteo con el ensayo, un humor inteligente y despiadado, a prueba del chiste fácil, así como su interés por lo extraño y por el mundo de la infancia (porque en otras etapas vitales “el ‘estro’ se apaga, la imaginación se consume, los hechos se entiesan”). Ratas, piojos, arañas, duendes, fantasmas, niños crueles y animales alegóricos —como vacas y chimpancés— son algunos de sus personajes.

Dueñas también dictaminó obras de teatro para el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), trabajó como “censora cinematográfica” en la Cineteca Nacional y escribió guiones de telenovelas para Ernesto Alonso. Gracias a esta última alianza nacieron, por ejemplo, Las momias de Guanajuato —a partir del cuento “Guía en la muerte” de Dueñas— y la telenovela histórica Maximiliano y Carlota, censurada en el sexenio de Díaz Ordaz porque pintaba a Benito Juárez como el villano. Beatriz Espejo cuenta que la tapatía estaba tan fascinada, aun conmovida, con la figura del emperador, que tenía un retrato de Maximiliano en su casa.

Guadalupe Dueñas dejó una novela inédita, Memoria de una espera —también anunciada como Máscara para un ídolo—, con una trama absurda en la que un grupo heterogéneo de personas termina por hacer una sociedad mientras hace antesala para visitar al Ministro, una suerte de Godot. Escribió este manuscrito mientras fue becaria en el Centro Mexicano de Escritores (1961-1962), junto con quienes se volverían sus amigos: Inés Arredondo, Vicente Leñero, Miguel Sabido —coguionistas de Las momias de Guanajuato— y Jaime Augusto Shelley. No publicó la novela, según declaraciones de uno de sus hermanos en La Jornada, por un conflicto de interés. El manuscrito critica la burocracia del sistema político mexicano y la autora estaba ligada a dos expresidentes —era amiga cercana de Margarita López Portillo y pariente de los De la Madrid—, así como a Griselda Álvarez —la primera mujer en gobernar un estado—, quien la invitó a trabajar en el IMSS. En 1977 Jus editó las Imaginaciones de Guadalupe Dueñas, un libro híbrido en el que reunió 33 estampas de personajes “admirables” y que, según dijo bien Huberto Batis, tenía “flagrantes desvíos que la amistad no debía obligar”. No sé cómo se le ocurrió a Dueñas meter a Margarita López Portillo y Griselda Álvarez en el mismo saco que Katherine Mansfield y Sor Juana. En 2017, mientras yo escribía mi trabajo de grado sobre Dueñas y Amparo Dávila, hablé con Huberto Batis —poco antes de que muriera— y le recordé lo que él había opinado sobre Imaginaciones. “Qué mamada, ¿no?”, fue lo primero que me dijo.

También en 2017, antes de que aparecieran en el FCE las Obras completas de la autora —gracias al trabajo de Patricia Rosas Lopátegui—, publiqué en Confabulario de El Universal un texto entusiasta donde también pasaba revista a la vida y obra —es decir, milagros— de Guadalupe Dueñas, a quien leí en fotocopias y libros de viejo. Pensé que esa compilación serviría para que su obra fuera revisitada, revalorada, como ocurrió con Amparo Dávila a partir de la publicación de sus Cuentos reunidos en 2009. No fue así. Para difundir la obra de la jalisciense, sirvió más la reedición de Tiene la noche un árbol en la colección 21 para el 21, también del FCE. Las razones son muy evidentes: unas Obras completas de 829 páginas son ambrosía para quienes ya conocemos a Guadalupe Dueñas, pero dudo mucho que un nuevo lector quiera pagar un libro caro con tal de leer “variaciones del mismo tema”, “textos en desarrollo” y “primeras versiones de algunos cuentos publicados” de una escritora que no ha conocido. No pienso que se interese, tampoco, por sus poemas inéditos o por la novela que —como ya he dicho— no quiso publicar. Leer Memoria de una espera es como asomarse a Los murmullos de Juan Rulfo, un proyecto también trabajado en el Centro Mexicano de Escritores y germen de lo que sería Pedro Páramo.

El caso es que ya tenemos ese señero trabajo de archivo que hizo Rosas Lopátegui, los textos que Beatriz Espejo le ha dedicado a Dueñas (en Seis niñas ahogadas en una gota de agua, por ejemplo), así como el espléndido Guadalupe DueñasDespués del silencio, coordinado por Maricruz Castro Ricalde y Laura López Morales para la colección Desbordar el canon del Taller Diana Morán. Pero hace falta una publicación, con un claro criterio editorial y sobre todo literario, que acerque la obra de Dueñas al público no es pecializado. En 2018, Patricia Rosas Lopátegui me invitó a presentar las Obras completas junto con Miguel Sabido y Carmina Narro en el Centro Cultural Bella Época. Ellas y yo hablamos largo y tendido sobre las facetas inéditas que nos revelaba el volumen, fascinados, mientras que Sabido —además de contar varias anécdotas— opinó que cualquier persona que se dedique a la literatura, si tiene suerte, pasará a la historia con un solo rótulo, y en el caso de Lupita —dijo— su ficha consignará: “Guadalupe Dueñas, cuentista”. Punto.

Hoy creo que, como es muy posible que Miguel Sabido tenga razón, y justamente para concentrar el trabajo cuentístico de Dueñas, valdría la pena hacer una buena edición de sus ficciones breves, más allá de Tiene la noche un árbol. Empezaría por atender su tercer y último libro —Antes del silencio—, que a mi parecer es el mejor de su producción, ese donde Dueñas creó con éxito personajes fuera de la norma: suicidas, paralíticos, incestuosos... Después de que la crítica tendiera a favorecer Tiene la noche un árbol, varios reseñistas opinaron que su segunda publicación —No moriré del todo— tenía cuentos contrahechos, apresurados, que no hibridaban bien el relato con el ensayo, o que no se movían con solvencia en la ficción realista. A mediados de los sesenta, en el ciclo Los narradores ante el público, Dueñas se refirió a la crítica de esta manera:

Los que se sumaron al coro de alabanzas se olvidan del elogio otorgado al consentido de otrora y con expertísimo estilete comienza una disección terrorífica y el milagro de ayer es un chivo expiatorio al que se le hace pagar muy cara la efímera gloria. Para el crítico, el escritor que se atreve a lanzar su segundo trabajo es un insolente que tiene la obligación ineludible de superarse o morir.

Aunque concuerdo con algunos de esos reseñistas, de No moriré del todo yo rescataría una de las grandes gemas del Medio Siglo mexicano: “Carta a una aprendiz de cuentos”, esa extraordinaria mise en abyme que parafrasea el famoso decálogo de Horacio Quiroga, y que es al mismo tiempo una ars poetica y una lección magistral sobre la escritura del difícil género cuentístico.

Volví a Guadalupe Dueñas para escribir este texto que estoy a punto de terminar. Así, a la distancia, lejos del deslumbramiento inicial y del “imperio de la emoción” — como decía Quiroga—, se me revelan los visos incómodos de la autora, sus prejuicios que salen al paso aun en textos feministas como “Cuento de indios”, problemático desde el título. En esta nueva relectura noté que las fallas de Dueñas en ciertos textos realistas se deben —en gran parte— a que es ahí donde afloran aquellas preconcepciones. Por eso su gracia, su maestría, está en el reino de lo siniestro, en los universos que fundaba su imaginación y que no pretendían emular la realidad. Evito la etiqueta “fantástico” porque no siempre es el caso. A veces no echa mano de los personajes o las situaciones que contravienen las leyes naturales, pero sí se vale de los elementos que trastocan lo “normal” en esas tramas que son su marca de casa, con sombras y ruidos en las habitaciones, con gobelinos y bibelots. Ella misma lo sugirió en 1956: “Quien encuentre en mis escritos un exceso de fantasía podrá pensar que por medio de ella estoy tratando de fugarme de la realidad cotidiana. Ciertamente es una fuga; pero encima de eso, es buscar acercarme a otra realidad más verdadera, más mía. […] Apenas comienzo a descifrarla”.