CDMX / No. 246

Díptico sobre la Ciudad de México



Escombramos la casa    tapiada hace ya siglos
Mal enterrada estrella    mal coagulada sangre
clama el antiguo lago por sus presas
traga edificios    rompe la raíz de los palacios
resquebraja cúpulas y vuelve    con su luz mellada
al seno de la plaza enronquecida.
Eduardo Lizalde



Nocturno de San Cayetano

I


En San Cayetano la cruz
pareciera rozar los astros
y da la sensación
de que las oraciones
y las veladoras elevan la cúpula,
pero nada de aquella redención
podría salvar, si lo quisiera,
a una multitud hastiada
que a las afueras se desnuda
y bebe sangre fresca,
la espuma de las coladeras,
los espesos fluidos de Afrodita.

Detrás de las farolas
los automóviles observan
los coágulos de nubes,
táctiles y dispersos,
mientras la muchedumbre ensombrecida
reza con inutilidad.

Al apagarse
la avenida Montevideo
es transitada
por una parvada de ángeles
con ojos fieros,
alas de azabache, tan tersas,
mejillas duras, de marfil,
uñas de bronce,
y una orgía de panderos
suena como la noche,
los envuelven con golpes;
el calor pesa,
sus alas se derriten,
sus semblantes querúbicos
toman la forma de la cera.

En San Cayetano la cruz
es más oscura cuando el sol
pone a dormir su carne.
Tras los vitrales
una inmensa nube de smog,
un dulce olor a gasolina,
impregnan de destellos
la triste figura de Cristo.


II

San Cayetano es el paisaje
que con sus piernas de concreto
mueve la avenida, la funda, la ahoga,
la ve pasar y finge que ya no queda ruido,
lo calla todo, silencia sus puertas
mientras las parejas se besan
a sus afueras, mientras los viejos tiran
el último pedazo
de su cigarrillo, alguna lágrima,
algún suspiro, mientras las niñas
gritan al ver pasar a las ratas.
Una iglesia con humos de santa soledad,
un alto edificio, grisáceo y rosa,
manchado de polución,
abrazado por las nubes y los ojos
que sueñan su cintura envuelta en telarañas.

San Cayetano y su cruz
San Cayetano entre los semáforos
—rojos, verdes, parpadeantes—
San Cayetano detrás del Sanborns
San Cayetano en el metro Lindavista
San Cayetano y su cuerpo inmóvil
que asfixia a céreos ángeles, sofoca la ciudad…
su música es nada, su fachada
es parte del cielo y gime
cuando el aire la acaricia,
por eso la camino, la rodeo
y pido a sus demonios
me digan al oído los secretos de Dios.



México, Distrito Funeral

Sólo tú sabes cuántos
cadáveres se han arrojado
desde tus alturas y cómo
su sangre te dibujó
una silueta vaga, parecida a una nube
incierta, un rojo charco
sobre tu cielo de petróleo.

Sólo tú conoces
lo fangoso de tu lago, las piedras
que se esconden en tus profundidades
—tienes intestinos de tezontle—
y hablas con ellas, las proteges
del incipiente exterior,
les cantas un himno
para dormir: es el sonido
de tus venas férreas al frenar,
al llegar a la estación, al aproximar su sangre
a los despojos lacustres
que entre tus túneles,
húmedos y chirriantes, enmascaras...
tus piedras aún sueñan que son un mismo templo.

Sólo tú sabes
la cantidad de odio que se oculta
tras tus palacios, bajo tus parques,
en tus pétalos de granito,
odio que siempre suena
en los boleros que te habitan,
odio que has olido
en el hachís desdibujado

dentro de tu aire venenoso,
odio que se evapora
y te dibuja lágrimas de hastío.

Sólo tú sabes
lo que estas ruinas le susurran
a los pies de los transeúntes.