Revisión de rutina
En aquella habitación blanca y amueblada con un par de archiveros, un escritorio y dos sillas —todo de metal—, Emily, para lidiar con la espera, golpea el suelo con la punta del pie derecho y enreda algunos mechones rubios con los dedos de su diestra. Si no fuera una desafinada, también cantaría. La atención siempre es inmediata, por eso no comprende la tardanza. Se trata de una simple revisión de rutina, como las otras seis que tuvo en el último año y medio con sus electrodos, pruebas de reflejos, descargas eléctricas de leve voltaje, reacciones emocionales y un largo etcétera que acapara todo su día. Brevemente, recuerda que en ese mismo lugar la entrevistaron, con especial interés en su enfermedad, para ver si era candidata viable al programa. Olvidó aquel padecimiento al nacer de nuevo.
La asistente, una mujer delgada y de rostro arrugado, entra a la habitación. Trae consigo una bata azul, se la entrega a Emily y le indica que se cambie. Minutos después, un hombre vestido con una túnica blanca pide a la chica seguirlo. Él da una serie de instrucciones durante el trayecto.
—Debes memorizar tres objetos y tres colores. Cuando se te pida, los repetirás en el mismo orden. En tanto, realizaré una serie de preguntas, ¿entendido?
Emily asintió.
—Tren, celeste, robalo, escarlata, calculadora, turquesa. ¿Cuál es tu nombre?
—Emily Strekozova.
—Háblame de tus padres.
—Papá venía de Europa del este y mamá era americana. Ambos eran profesores en la primaria L. Pronto cumplirán cinco años de fallecidos.
—¿Edad biológica?
—31 años.
—¿Cuál es el nombre de tu mascota?
—Olivia.
—¿Estado civil?
—Soltera.
—¿Cómo murieron tus padres?
—En una colisión. Ocurrió poco después de mi diagnóstico. Papá perdió el control del auto, se salió del camino y cayó al río.
—¿Capital de España?
—Madrid.
—¿Nacionalidad?
—Kazajo-americana.
—¿Trabajas?
—Sí, mesera en un bar en el distrito norte.
—¿Edad eterna?
—30 años.
—¿Cuánto tiempo llevas despierta?
—18 meses.
—¿Qué palabras te pedí recordar?
—Tren, violeta, robalo, escarlata, calculadora, turquesa.
“Memoria en perfecto estado”, escribe el hombre entre sus notas.
Se adentran a una nueva habitación; hay 15 personas allí: algunas observan las pantallas de sus computadoras; otras se aseguran de que todo esté listo para realizar las pruebas físicas, y pocas más esperan a la chica. Para Emily hay calma en los presentes, no tienen la mirada dura ni enrojecida, tampoco los labios rígidos; no se siente estrés ni preocupación por miedo a que algo pueda salir mal, como sí se sentía el día en que despertó, un proceso que finalizó de manera satisfactoria. Recuerda lo que siguió: le conectaron un pendrive en la nuca con tal de monitorear su sistema durante los ejercicios. Realizó un poco de ejercicio para verificar el funcionamiento de sus extremidades; jugó con memoramas para comprobar su capacidad de retener y procesar información, junto a la creación de recuerdos. También olfateó una amplia gama de fragancias, degustó alimentos en diferentes estados de frescura —con los podridos sintió arcadas y vomitó—, escuchó distintas frecuencias de audio e, incluso, acarició superficies y texturas varias para calibrar sus sentidos. Por último, habló como perico y hasta cantó para que los ingenieros ecualizaran su tono de voz.
Mientras la joven divaga en sus memorias, una enfermera le revisa brazos y piernas.
—El sujeto de estudio presenta rasguños, en apariencia causados por un animal, y mordidas pequeñas en las extremidades superiores —dice a un micrófono asegurado en su blusa.
Emily reacciona y se apresura a explicar.
—¡Son de mi gata! Le gusta jugar rudo. —Sonríe; aquel felino apareció en su vida poco después de morir sus padres y, de alguna forma, su presencia hizo la pérdida más llevadera.
La enfermera le pide desabrocharse la bata; la joven obedece. La examinadora ve al instante el corte en el tronco de su paciente.
—Laceración en el cuadrante derecho inferior del abdomen. —Introduce el dedo índice y el medio por completo—. Es bastante profunda. ¿Cómo sucedió?
Emily narra que, después de salir del trabajo, un sujeto quiso arrebatarle el bolso. Al resistirse, el criminal la apuñaló. Ella sintió un fuerte dolor, la vista se le nubló y un hormigueo se extendió por su cuerpo; creyó iba a morir pese a saber que era imposible. Con apagar los receptores de daño bastó para reponerse en un santiamén. Alcanzó al ladrón calles más adelante y, tras apalearlo con la fuerza bien medida, recuperó su bolso.
—¿Cuáles palabras debes recordar? —pregunta la enfermera; sostiene una tableta electrónica.
—Tren, violeta, robalo, escarlata, calculadora, turquesa.
—Bien. Reactivaré tus sensores y me dirás, en escala del uno al diez, la intensidad del dolor. —Presiona algo en la pantalla del dispositivo en sus manos.
Emily no llega a protestar. De inmediato una fuerte punzada en el abdomen la doblega. Cae de espaldas en la mesa de examinación, con el cuerpo rígido y la respiración fuera de ritmo; sin embargo, tan alto como le es posible, grita “¡diez!”. Tan pronto escribe la respuesta de su paciente, la examinadora apaga el circuito responsable del dolor.
Strekozova murmura una maldición para la examinadora y la mira con el cejo fruncido. Se abrocha la bata y pasa al escáner TC, una máquina con forma de huevo, pero lo suficientemente grande para albergarla en su acolchonado interior. Una vez dentro, cierra los ojos. Oye un flash, le sigue otro y uno más hasta que se convierte en un ruido continuo, como si decenas de paparazzi la fotografiaran. Al finalizar, el sonido para de golpe.
—Harás una rutina de ejercicios —avisa la enfermera en cuanto la chica abandona la cápsula.
La serie consiste en 250 sentadillas y lagartijas, levantar 300 kilos en pesas, correr por 30 minutos a 100 kilómetros por hora en una banda fija, entre otras cosas de una extensa lista. En ocasiones, las manos de la rubia sufren un tic. Sus extremidades se engarrotan en medio de las flexiones, causando tropezones o que se paralice. Ella se queja, en otros momentos se ríe, también grita de frustración ante lo absurdo de tener un cuerpo mecánico y, pese a ello, sufrir calambres.
—El escáner mostró leves abolladuras en tu esqueleto —informa uno de los ingenieros—. También hay daños menores en tus ejes articulados. No son problema serio, pero, en conjunto, pueden ocasionar fallas tras períodos de actividad intensa, como habrás notado. ¿Cómo te hiciste tanto daño?
—Hace dos semanas, seis personas me atacaron —responde Emily—. Ocurrió en la madrugada. Volvía a casa después de celebrar el quinto aniversario del local donde trabajo. Estaba por llegar al edificio, no faltaba más que un centenar de pasos cuando me acorralaron, y con sus bates de aluminio y sus tubos galvanizados de cañería se abalanzaron contra mí. Al principio no hice más que bloquear los ataques con mis brazos, hasta que le arrebaté a uno su arma pude defenderme y derribarlos. Esperaba que la policía investigara, pero como no sucedió, preferí continuar mi vida sin mucha preocupación.
—Entiendo —dice el ingeniero—. ¿Qué palabras le pidieron recordar?
—Tren, violeta, robalo, escarlata, calculadora, turquesa —responde la rubia.
—Muy bien. Antes de continuar con su revisión, debemos repararla.
Emily asiente con la cabeza.
La joven, acompañada por la enfermera, regresa a la habitación con el escritorio. Para distraerse, toma su teléfono inteligente del bolsillo de su pantalón y revisa las notificaciones. Entre ellas hay una noticia sobre un ataque de los Pro Orgánicos a un laboratorio. Hasta donde Emily sabe, ellos aparecieron después de que la empresa Tech Industries anunció La Transferencia, un proceso que permite cargar la conciencia humana en un cuerpo robótico y, aunque resulta costoso, de vez en cuando, por caridad, lo realizan a personas con enfermedades en estado terminal o sin cura, como ella y su esclerosis múltiple. Con 25 años, Emily supo que algo estaba mal debido a tropiezos ocasionales, dolores repentinos en el cuerpo y problemas para sostener objetos; esos fueron los primeros indicios.
Los Pro Orgánicos están en contra de la interrupción del ciclo natural de la vida, como lo evidencia uno de sus lemas: Evitar la muerte es antinatural, el cual puede leerse en la fotografía de una pared grafiteada que acompaña la nota sobre el ataque a instalaciones de Tech Industries. Era el Centro de Escaneo R; Emily recuerda aquel sitio, pues allí le pusieron un casco que, por dentro, estaba lleno de electrodos, y se conectaba a una computadora. Le dijeron que realizaría diferentes ejercicios y actividades, y que incluso la hipnotizarían para acceder a sus más profundas memorias. El armatoste registraría cada señal eléctrica producida por el cerebro durante las actividades. Esos pulsos se enviarían a la máquina para transformarlos en una larga cadena de unos y ceros. El resultado fue su conciencia operativa, el software que le permite funcionar.
Emily considera ridículo el mensaje de los Pro Orgánicos. Los humanos hemos ido en contra de la naturaleza desde siempre, y no hay mayor evidencia que el tratamiento de fracturas en tiempos prehistóricos. Por si fuera poco, somos la única especie o ser inteligente capaz de adaptar el entorno a sus necesidades, en lugar de permitir que éste nos moldee. Además, ¿acaso no el fin último de toda forma de vida es la supervivencia? Por eso se buscan refugios y comida, se forman grupos con tal de subsistir. Si tenía la oportunidad de vivir más allá de los 30 años libre de su enfermedad, ¿por qué no aprovecharla? No hacía más que ejercer su derecho a la vida y todo gracias a Tech Industries.
Otra foto, esta vez de una manta. En ella se lee: Los cuerpos metálicos carecen de alma.
—Por eso no somos humanos, estamos muertos, sin vida, y debemos ser destruidos —añade Emily en voz baja; suspira.
¿Qué pueden saber los Pro Orgánicos sobre el tema? Ella tampoco se siente capaz de explicarlo, pero cree que es el conjunto de experiencias que han formado su personalidad, y ella conserva cada aspecto de su persona así como cada recuerdo; por ejemplo el día que cumplió 15 años o la primera y única nevada que vivió cuando tenía siete. Aunque no necesita comer, le sigue disgustando la pizza con piña y los dulces de menta; con tan sólo verlos, arruga la cara y frunce los labios. Por el contrario, le encantan las fresas y las cerezas, y verlas le despierta un gran antojo. Tampoco requiere beber, pero de vez en cuando prueba sus favoritos: el vino tinto y el refresco de manzana. Odia los días lluviosos y fríos, a no ser que esté en época de muchísimo calor.
Se dice que nos emocionamos porque tenemos vida, y ésta radica en el alma. Pues Emily sufre al ver comedias románticas y telenovelas, hasta llora cuando un personaje querido o alguna mascota con carisma muere en las películas o series. Puede enojarse con clientes inoportunos, así como sentir atracción por alguien más y no duda de la posibilidad de enamorarse. ¿Qué hay de los animales? Está comprobado que tienen emociones, pero, hasta donde recuerda, ellos carecen de alma y, sin embargo, viven. Quizá el problema, piensa, es que no hemos definido la vida y tampoco sabemos dónde se halla realmente.
—¿Y qué es lo humano? ¿Cometer errores, no tener más certezas que la muerte, vivir en conflicto, tener calambres y enfermedades degenerativas porque nuestro cuerpo nos traiciona? ¿Mentir, ser avariciosos y egoístas? La Transferencia es el siguiente paso de la humanidad —dice en voz alta—. Jamás miento, hago los cálculos correctos siempre, nunca me equivoco. ¡Desde el primer día he controlado este cuerpo a mi antojo! Soy perfecta. Me siento con vida, me siento humana y es lo único que importa —susurra.
Al mismo tiempo, entiende las protestas de los Pro Orgánicos cuando, dos meses atrás, se descubrió que empleados de Tech Industries, sobornados por maridos “infelices” con sus mujeres, creaban a las esposas perfectas de metal, a la vez que se deshacían de las verdaderas. Hasta el gobernador del Estado participó, aunque él lo hizo para tener una hija menos rebelde, manteniendo en cautiverio a la real. Poco después, se reveló que la filial de otro país ayudaba a secuestradores de jovencitas para construir versiones robóticas sumisas y explotables. A diferencia de Emily, ellas sí fueron despojadas de su identidad, quedó un simple cascarón de metal.
Una descarga eléctrica recorre su columna. Emily deja el teléfono sobre el escritorio y se revisa las muñecas: están limpias, sin marcas. De estar en su cuerpo carnoso, ahí tendría el recordatorio de una decisión complicada que tomó justo el día que cumplió 30 años. Para ese entonces, la esclerosis ya le provocaba visiones borrosas o dobles; le arrebataba la fuerza tan seguido que se cayó varias veces, con fisuras de por medio, y rompió sus cosas favoritas —perfumes, el marco dorado con una foto de sus padres y una caja musical plateada que recibió en su séptimo cumpleaños— por la debilidad de sus manos. El colmo fue cuando, pocas horas después del último escaneo, de entre sus dedos se escabulleron los aretes favoritos de su madre, perdiéndolos en una alcantarilla a mitad de la calle; ahí tomó su decisión. Regresó de inmediato a casa, llamó a la empresa y les contó su plan. No hubo protesta, sólo pidieron esperar el arribo de los paramédicos encargados de trasladarla al laboratorio con tal de actualizar el escaneo cerebral y así, también, conservar su cuerpo en animación suspendida, por si en un futuro deseaba recuperar su mortalidad. Cuando los empleados de Tech Industries llegaron, Emily tomó un cuchillo con hoja de siete centímetros para cortarse las venas. Fracasó en los primeros intentos, fuera por la torpeza de sus dedos al retener el arma, o el temblor de sus manos, o no presionar con firmeza el filo contra su piel. Pero insistió hasta que el metal atravesó el tejido, dejando a la sangre brotar.
—Sígueme —irrumpe la voz de la enfermera en sus pensamientos.
Emily obedece. Va detrás de la mujer hasta otra habitación. Ahí, un ingeniero le explica que deben apagarla para realizar las reparaciones. La rubia acepta y atiende la petición del hombre cuando éste le indica acomodarse en la mesa de operaciones.
—¿Qué palabras te pidieron recordar? —pregunta él.
—Salmón, calculadora, automóvil, negro, atún, avellana —Emily sonríe.