Concurso 55 | Huellas / No. 247

Más caldito, por favor
Crónica: Primer premio 


La pelota que arrojé cuando jugaba en el
parque aún no ha tocado el suelo.
Dylan Thomas


Cada 15 días consumíamos comida callejera, y con ello teníamos la oportunidad de probar algo diferente a lo que había en casa. Mi papá era quien decidía siempre a dónde íbamos, y sus grandes elecciones tenían un principal objetivo: poder comer mucho con poco dinero; todas tenían como base algo de caldo y eso era una gran manera de amortiguar el hambre. Dentro de ellas podía elegir cahuamanta, birria o cabeza de res en caldo.

Para él, la cahuamanta era el platillo que podía saciar más nuestra hambre y hacer las paces con el bolsillo. Este manjar es oriundo del sur de Sonora, pero si somos más específicos diremos que de Ciudad Obregón.

Esta comida tiene como proteína principal la mantarraya, ese animal de grandes aletas que pareciera volar dentro del agua. Como complemento para el sabor le ponen también camarón y lo cuecen en el mismo caldo. Hay diferentes tipos de esa carne marina, está la roja, la blanca y la morena. Va desde la más cara, que es la carne blanca, hasta la más económica que es la morena.

A nosotros nos gustaba ir donde usaban la proteína más barata. Nunca supimos por qué era así, pero al menos para mí era la más buena. Nos sentíamos identificados con el sabor a lo económico y, tal vez, la escasez hacía que las papilas gustativas intensificaran los sabores. De niño te cuestionabas poco el precio de las comidas porque las medías a través de sabores y olores. Todas te sabían buenas si no te enseñaban prejuicios.

La proteína se prepara en un caldo a base de tomate, ajo y chiles, acompañado de especias como orégano, comino, pimienta, y verduras como zanahoria, cebolla y apio. Si había presupuesto y te sobraba billete (cosa que nunca pasaba) la pedías con camarón. La cahuamanta es un caldo al que le adjudican, hasta la fecha, un valor extra La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo. Dylan Thomas culinario, le dicen levantamuertos porque las personas en estado de resaca la consumen y les disminuye los males después de una noche de borrachera. 

La sirven en tacos, como sopa en platos hondos y en bichis. Esto último es una palabra originaria de las lenguas indígenas de la región que adoptamos los no hablantes; decimos bichi en vez de desnudo. Se puede usar en varias situaciones para señalar que alguien anda desnudo o con poca ropa, por ejemplo: hace mucho frío, chamaco, abrígate bien, andas todo bichi. Pero también lo usamos en la comida, en lugar de pedir un consomé, acá solicitamos un bichi: un caldo servido en un vaso de vidrio o en plato, el cual está desfalcado de toda la carne y verdura. Un líquido condimentado que contiene todo el sabor del preparado. Nos apacigua el hambre si no nos alcanza para más, o bien, funciona como un entremés para esperar el plato principal.

Habitábamos en el Tobarito, un pueblo inmerso en el valle del Yaqui a unos diez kilómetros de Ciudad Obregón. Al puesto al que asistíamos con mayor regularidad era el de "El cuñado". El señor que cocinaba la cahuamanta y despachaba le decía a todos cuñao (así, sin la letra d), era su muy peculiar forma de referirse a sus comensales, con eso buscaba emparentarse con todos y hacer un lazo de confianza. Al llegar al lugar mi apá siempre pedía por los tres, ya que traía bien contado el dinero. Sin mucho titubeo decía: 

—Me da tres órdenes con todo, por favor.

—Salen tres órdenes con todo, cuñao. ¿De tomar va a querer algo?

—Una coca y dos vasos con hielo.

Mi apá tomaba directamente de la botella después de servirnos a mi amá y a mí en los vasos con hielo.

Era un pequeño chorro el que le quedaba a la botella de vidrio de 500 ml, tenía que ser así porque existe el supuesto de que la Coca-Cola sabe mejor en vidrio. Mi amá y yo nos hacíamos la ilusión de un vaso lleno de refresco, y así lo aparentaba por la basta porción de hielo que nos servían. La cahuamanta "El cuñado" era el lugar del que salíamos con la panza más llena. Y es que el secreto de mi apá era muy mañoso y de supervivencia, porque primero atacábamos el puro caldo del plato y un poco de la carne, pero justo al tener el plato seco levantaba la mano: 

—¿Sí me puede dar más caldito, por favor?

—Claro que sí, cuñao. ¡Sale más caldito para la mesa 5!

—Ellos también quieren.

—¡Salen tres calditos! No se preocupe, que aquí se van con hambre pero no con sed.

El plato volvía rebosando de nuevo; la cahuamanta volvía a humear y soltar todos sus aromas. Le colocábamos todo el repollo que pudiéramos junto con un puño de cebolla morada y rematábamos pidiendo otra tanda de tortillas de maíz. Los tres quedábamos a reventar, nos íbamos con la sensación de comer doble y con ese gran desayuno podíamos aguantar hasta la cena.

La técnica del caldito la aplicábamos en cualquier tipo de potaje caldoso, y ése fue uno de los trucos de vida que nos heredó nuestro padre: Si tiene caldo, siempre se puede pedir más. Incluso descubrías que en varios puestos no había necesidad de pedirlo, ya lo ofrecían de forma automática. El caldo también era el secreto para hacer rendir los frijoles y con tan sólo un pernil de pollo darle de comer a varios.

La vida en el pueblo sabía a caldo, y es que el agua está de por medio como uno de los ingredientes principales, por lo tanto, todos los caldos llevaban a la saciedad: se saboreaban con la esperanza de alimentar un estómago y un alma hambrientos. 

Cuando crecimos y salimos a la ciudad con la consigna de "buscar una mejor oportunidad" perdimos el sabor del caldo de mamá, de la cahuamanta de "El cuñado" y de la gallina pinta hervida en la vieja hornilla. Nuestro temor más grande era no volver a encontrar un sabor como el del pueblo. Cada vez que regresábamos a casa nos quejábamos de la mala comida de la ciudad, de lo frívola que podía llegar a ser, lo sinsabor, lo caro y lo diferente que podía estar preparada.

—Vieras, apá, está bien mala la comida pa' estos rumbos. Nada como la comida de mi amá.

—No en todas las partes cocinan igual, mijo. Así que tienes que aguantar vara.

—Pero aquí de plano sí están bien jodidos.

—A donde vayas tienes que encontrar tu lugar, tu papel en la vida y sobre todo un lugar donde puedas comer, mijo. Nunca me había dicho algo mi apá tan acá, tan poético pues… Aunque me llevaba varias comidas congeladas hechas por mi amá, nunca me sabían tan buenas. Por más que las calentaba, el calor del pueblo no volvía a ellas ni el sabor de casa se asomaba. Así que tomé el teléfono y le marqué a mi amá:

—Ma, ¿cómo se hace la gallina pinta?

—Cómprate unos huesos con carne de res, nixtamal, frijol, cebollitas cambray, chile verde, ajo y que no te falte el chiltepín, claro, eso ya pa' cuando te lo vayas a comer. Todo eso lo pones a hervir junto, y le agregas algo de orégano y un manojo de cilantro.

—¿Y para un cocido?

—Más hueso de res, un chambarete, y te compras paquetes de verduras ya listas para echar al caldo. Esas te las encuentras en el mercado municipal. Después de pasar algunos minutos pidiendo recetas y apuntando mentalmente todas las indicaciones, las siguientes semanas compré los ingredientes e hice cada uno de los platillos. Realmente me supieron buenos, fue como una receta preparada de manera remota por mi amá; me convertí en una especie de embajador culinario de su sazón. A pesar de que todavía estaba aprendiendo a cocinar las recetas de mi amá, le seguía sacando la vuelta a la comida de la calle en la capital. Meses después regresé al pueblo e invité a mi apá a la cahuamanta. Se me quedó viendo fijamente y me dijo:

—Mijo, ya colgó los tenis el cuñao (así en seco me lo dijo).

—No andes jugando con esas cosas, pa.

—No, mijo, te digo la mera neta. Ya murió. Se infartó en el mercadito mientras surtía la verdura para la cahuamanta. de cementerio, y el olor a cempasúchil se ha asomado a la orilla del amplio solar de la casa. La vieja bocina del Cachora (el vecino herrero) ya terminó por caerse, los metales no retiñan igual desde que se fue (el alcohol se lo llevó). Doña Rita nunca volvió a poner un pie en su casa desde que enterraron a su esposo, quien lo único que dejó vivo fueron aquellos nopales veracruzanos que enverdecen en el patio trasero. La carretera hacia el pueblo del Tobarito se ha vuelto una procesión en la que algunos de los vivos entierran a sus difuntos, y regresan a sus casas más muertos que los mismos sepultados. 

Después del descenso de la cahuamanta "El cuñado", perdió sentido la sazón del pueblo. Así que ese fin de semana decidimos comer en casa.

Esos días todo me supo un tanto desabrido. Recordé las palabras de mi apá sobre encontrar un lugar donde comer, mi sentido de la vida y un hogar donde habitar. Aquellas palabras iban más allá de la comida porque el pueblo ya no me sabía igual, ¿el sabor lo daba el lugar o la persona? ¿Pertenezco al pueblo o a la ciudad? Nunca me había cuestionado tales cosas aparentemente sencillas.

Al día siguiente regresé a la capital y recorrí caminando todos los lugares que pude. Con la consigna de encontrarle sabor a la vida, de encontrarle un sabor al lugar donde habito. El calor de Hermosillo se desprendía de las banquetas, de los carros y del pavimento lleno de baches. Seguí caminando hasta que por fin di con una cahuamanta que recién empezaba a emprender su negocio. Tomé asiento bajo aquella carpa improvisada, lo cual me dio una sensación agradable.

—Me da una orden, por favor.

—Claro que sí, campeón. ¿La quiere con todo?

—Sí, usted póngale de todo. Mi orden llegó, el sabor era realmente bueno y el precio era accesible por estar de apertura. Eran mis únicos 80 pesos. Entonces recordé los trucos de mi apá, y empecé consumiendo todo el caldo de la orden. A los minutos se acercó el mesero, que también era el dueño y cocinero.

—¿Se le ofrece algo?

—Sí, más caldito, por favor.

Cuando lo vi llegar otra vez con el plato lleno de caldito, la cahuamanta humeaba nuevamente. Y era como ver resurgir al cuñao en ese vapor, al Cachora, al esposo de doña Rita y a todos los que se han ido. Justo después de reflexionar eso presté atención a la publicidad de su mandil que decía: "Cahuamanta estilo Obregón". Al leer de dónde era me sentí como en casa: realmente olía y sabía igual.

Los recuerdos se guardan en el estómago y los aromas se abrazan de la nostalgia. Por eso acá en Sonora es importante el caldo; allí habita la esencia de los sabores, de la memoria y de la vida. El Tobarito es uno de los poblados que fielmente responde al llamado de los clientes ávidos del sabor del norte. Por eso cuando alguno de ellos levanta la mano con su plato casi vacío, le colocan una sonrisa en el rostro echándole más caldito a su plato.