Concurso 55 | Huellas / No. 247
Herbarium
Ensayo: Segundo premio
Nacido a ras de tierra,
tengo una profunda nostalgia de botánico.
¡Pero apenas puedo distinguir un olmo
de una encina y una verdolaga de un orégano!
Juan José Arreola
tengo una profunda nostalgia de botánico.
¡Pero apenas puedo distinguir un olmo
de una encina y una verdolaga de un orégano!
Juan José Arreola
Entrar a casa de mi abuela era como internarse en una selva. Carecía de jardín, pero había en cambio decenas de plantas amontonadas en macetas. Al cerrar el zaguán, el patio se oscurecía y era fácil tropezar con una pata de elefante o ser arañado por alguna sábila. Creo que visitar esa jungla influyó de algún modo en la elección de carrera de mi hermana Rosa: estudió Biología con especialización en Botánica. Aunque a veces bromeo y le digo que fue su nombre el que señaló su destino. Yo no sé de plantas, pero disfruto cuidarlas: su verdor abunda en mi departamento minúsculo. Sin embargo, últimamente, procurarles luz, agua y tierra me resulta insuficiente. Su sobrevivencia anclada me asombra y me intriga a la vez. Quiero saber más de ellas. Por eso he decidido crear un herbario.
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Empiezo por lo básico y busco el origen etimológico de la palabra. En un diccionario en línea encuentro que proviene del latín herbarius y significa “relativo a las hierbas”. Se compone del vocablo herba (hierba) y del sufijo -ario (pertenencia o procedencia). No me cuesta mucho trabajo concluir que su propósito es señalar la pertenencia o procedencia de las hierbas.
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Rosa viene a despedirse. Mañana viajará a Álamo, Veracruz, para realizar una práctica de campo. Básicamente, su trabajo consiste en identificar la flora de una zona determinada, esta vez, selvática. En busca de inspiración para mi herbario, compré hace unos días el libro con los poemas botánicos y el herbario de Emily Dickinson. Aprovecho para mostrárselo.
Rodeada por los bosques de Amherst, Massachusetts, la poeta estadounidense empezó a recolectar hojas y flores cuando tenía ocho o nueve años. Hasta su adolescencia, clasificó más de 400 especies siguiendo el sistema de Linneo (creador de la taxonomía u ordenación jerárquica y sistemática moderna de los seres vivos, según me arroja una búsqueda rápida en internet). Las plantas que Dickinson conservaba y nombraba en latín están presentes en sus poemas. A juzgar por el número de ejemplares de orquídeas que clasificó —cinco, más que de ninguna otra especie—, tenía fascinación por esta flor: “[...] y más rojo que el vestido / de la orquídea en el pasto”. Pero en sus letras, la rosa es la que más florece: “Un sépalo, un pétalo y una espina / sobre una común mañana de verano, / un frasco de rocío, una abeja o dos, / una brisa / un brinco en los árboles— / ¡Y ya soy una rosa!”.
“Los poetas tienen algo de botánicos”, le digo a Rosa después de hojear juntas el libro. “O al revés”, me responde.
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Históricamente, el estudio de las plantas se ha basado en su colección y observación, primero en jardines botánicos y luego en herbarios. Los primeros resguardan ejemplares vivos; los segundos, secos. Hortus siccus (jardines secos), se les llamó en un principio para diferenciarlos de aquellos. Los unos y los otros representan modos distintos de acercarse al mundo vegetal. Los jardines botánicos implicaban trabajo con plantas vivas, en consecuencia con los principios de los antiguos naturalistas, para quienes su estudio debía practicarse precisamente en ejemplares vivos. Pero más allá de ese fundamento, también el respeto y el miedo influían: ¿quién querría trabajar con muertos? Sin embargo, tras descubrir que los ejemplares secos también podían ofrecer pistas sobre los vivos, se animaron a trabajar con ellos.
Algo de la reticencia de los primeros botánicos permanece hasta nuestros días, pienso después de tomar la nota anterior. Hablamos de hojas secas o de flores marchitas. Rara vez nos referimos a ellas como muertas, pese a que lo están: son cadáveres.
Los herbarios son un cementerio vegetal.
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Mi abuela, la de la casa selvática, murió hace cuatro años. Dejó su casa a mi madre y a mi tía, que decidieron rentarla. Además de alacenas desvencijadas y sillones hundidos, no había nada de valor. De valor económico, al menos. La riqueza de mi abuela se concentraba en sus plantas. Mi madre regaló las más grandes a una amiga, para que las trasplantara en su jardín. Las macetas pequeñas las repartimos entre mi madre, Rosa y yo. Mi tía dijo que a ella “no se le dan las plantas”.
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“El primer castigo fue botánico”, dice Clara Obligado en su estupendo Todo lo que crece. Naturaleza y escritura. Y agrega: “Desnudos y felices, en el principio sobrevivimos integrados en la naturaleza, en el Edén, que también se llamó Paraíso… Así, pues, el jardín primigenio habita en el deseo o en la memoria”.
Me gusta pensar que el afán de conservar y observar plantas es una respuesta a esa nostalgia. Que es la añoranza de ese paraíso la que nos mueve a guardar una rosa seca entre las páginas de un libro, a decorar nuestra casa con plantas de interior, a pasear por un parque cuyos árboles están impregnados de hollín. Placebos. Intentos vanos por retornar a ese Jardín.
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Leo varios artículos sobre el proceso de elaboración de un herbario y me topo cara a cara con mi ignorancia. Para crear uno es preciso salir a recolectar, pero no flores marchitas u hojas caídas como yo creía: se extraen vivas, ¡vivas! Ya sean fragmentos, cuando la planta es muy grande o se trata de árboles, o en su totalidad si son especies pequeñas. En cualquier caso, las muestras deben poseer ramas con hojas; flores y frutos si los hay, además de raíz o una parte de ella. Los herbarios, pues, poco tienen que ver con la hojarasca o con una composta. No se trata de plantas reutilizadas.
Una vez recolectadas, las muestras pasan por un proceso de prensado, que consiste en colocarlas entre pliegos de papel —usualmente periódico— y ejercer presión sobre ellas con prensas de campo o placas de madera. El objetivo es extraer la humedad para conservar la morfología del ejemplar, es decir, su estructura.
Me parece curioso que todo este proceso de desecación no necesariamente despoja a la planta de su color verde característico. El verde, como bien sabía Lorca, no sólo representa vida, también muerte.
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Quizá lo que más admiro de ellas es su discreción. Su fijeza aparente. Se alimentan y se reproducen ancladas a la tierra, incluso a una mezquina maceta. Nacen, crecen, se reproducen y mueren en el mismo sitio: enraizadas. No mugen, no graznan, no relinchan. No corren, no nadan, no vuelan. “Son organismos sésiles”, me explica Rosa, en referencia a su incapacidad de moverse por sí mismas. Me gusta descubrir el término: existe una palabra que designa su inmovilidad. Según recuerdo, Maeterlinck no lo usa en La inteligencia de las flores, pero sí describe esta condición: “Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere”. La rebeldía ante ese destino, observable en sus ingeniosas estrategias para reproducirse, maravilla al escritor belga. Se inventan o invocan alas, dice en referencia a sus tácticas para diseminar semillas. Dentro de éstas, la más conocida es la polinización, que desde una mirada me-nos poética nos explicaron en la primaria con la historia de la abejita que va de flor en flor.
La inmovilidad de las plantas es un mito.
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La planta que más enorgullecía a mi abuela era una buganvilia. Desde una maceta enorme se alzaba por la pared hasta asomar a la calle sus chillantes hojas rosadas. Casi al mismo tiempo que mi abuela enfermó, una plaga invadió a la planta. Llamamos a un jardinero y, según la frecuencia y las cantidades que nos recomendó, la regábamos y fertilizábamos. La cuidábamos con la misma paciencia y puntualidad con que alimentábamos y dábamos sus medicinas a mi abuela. Pero, finalmente, dos semanas después de que ella muriera, la buganvilia se secó.
En sus últimos ratos de consciencia, mi abuela insistía en que no la cremaran. Quería permanecer bajo tierra.
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Los herbarios no siempre han sido como los conocemos. En la Edad Media se elaboraban herbarios pictóricos (Hortus pictus) que registraban los nombres comunes de las plantas y sus usos medicinales. Pero al ser copia de la copia era fácil que dibujantes y escribanos incurrieran en imprecisiones cuando no en francas deformaciones. Fue durante el Renacimiento que se crearon los herbarios modernos, es decir, como los conocemos hoy: colecciones de plantas secas montadas en cartulinas con etiquetas que registran los datos de recolección y de clasificación. La creación del primero, en Pisa, se atribuye al médico italiano Luca Ghini, inventor de las técnicas de prensado. Si bien no quedan rastros de ese herbario, aún se conserva el jardín botánico que, también en 1544, Ghini construyó.
Las propias plantas —leo en algún lado— fueron sustituyendo a las pinturas para reducir el riesgo de error. Así podían cumplir mejor con su función de ser un modelo morfológico y de clasificación para otros investigadores. Actualmente se utiliza otra forma de representación. En una de nuestras conversaciones, Rosa me explica que ella y sus colegas toman fotos a la vegetación que estudian. Ya no extraen los ejemplares con navajas ni utilizan periódicos y prensas para desecarlos (experimento una sensación de alivio cuando me lo dice). Le confieso que siempre creí que la cámara que llevaba a sus prácticas era para tomarse fotos y subirlas a redes sociales.
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Plantas y libros son los tesoros que guardo en mi departamento. Leer es como una salida al campo para recolectar. Subrayar o copiar frases favoritas, una forma de coleccionar. Conservamos palabras e ideas de otrxs. Muchas veces la escritura tiene su raíz en ellas, germinan en la forma de un ensayo.
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En el sitio web de un periódico encuentro un reportaje sobre un hallazgo científico que sin duda interesaría a Maeterlinck: ante la disminución de abejas y otros polinizadores causada por el uso de fertilizantes y el calentamiento global, flores como los pensamientos silvestres de Europa han empezado a fertilizar sus propias semillas. Autofecundación se llama este proceso que no es menos que una muestra más de la inteligencia de las flores.
La mala noticia es que los pensamientos que utilizan su propio polen para reproducirse poseen una menor diversidad genética, lo que los hace más vulnerables a enfermedades y sequías. Además, producen menos flores y menos néctar, de modo que resultan poco atractivos para los polinizadores. Un círculo vicioso.
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Clara Obligado critica, no sin razón, la parcialidad y la tendencia al orden que hay detrás de un herbario: “Hacer un herbario es el intento vano de triunfar sobre el caos de la naturaleza, poner orden y observar por separado. Es, también, el intento soberbio y vano de clasificarlo todo”. Ciertamente el afán taxonómico me parece exasperante y engorroso. Además, clasificar las plantas según su reino, división, clase, orden, familia, género y especie está fuera de mi alcance. Me confundo aun cuando Rosa me explica el sistema jerárquico de un modo amable y didáctico al principio, impaciente hacia el final. Me conformo, le digo, con saber el nombre vulgar. Sapito, teléfono, costilla de Adán... Más que el rigor taxonómico, valoro el ingenio popular. Los nombres comunes de las plantas son metáforas.
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Ocre, azafrán, café. En un herbario siempre es otoño.
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Subrayo este apunte de Maeterlinck que me hace pensar en cualidades evidentes que, sin embargo, nos pasan desapercibidas: “[La planta] sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable”. Estos seres no sólo necesitan de luz para vivir, también de oscuridad.
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“No sé nombrar las plantas ni los pájaros, soy una analfabeta del paisaje”, siento una gran identificación con esta frase de Clara Obligado y pienso que el interés por las plantas responde, entre otras cosas, a un deseo de nombrar. Los botánicos, a partir de categorías taxonómicas; los aficionados, con nombres vulgares. “Boquitas de sapo”, llama la poeta Ida Vitale a una de sus flores favoritas, cuyo nombre científico desconoce. Diminutas, blancas y violetas, admira cómo se las arreglan para crecer entre piedras o ladrillos.
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Mi herbario, más que científico, aspira a ser personal. No será un conjunto rigurosamente ordenado, sino caprichoso, con plantas de aquí y allá. Tampoco contará con las llamadas especies tipo o modélicas. Hojas caídas y flores marchitas lo integrarán. Como en los poemas de Emily Dickinson, no habrá especies pomposas, sino flores silvestres, briznas de hierba: “Tiene tan poco que hacer la hierba— / una esfera de sencillo verde, [...] / que una duquesa sería demasiado vulgar / para percibirlo”, ironiza en uno de sus poemas.
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Frecuentemente instalados en universidades o institutos de investigación junto a sus antecesores —los jardines botánicos—, los herbarios son creaciones contra el olvido: dan cuenta de la historia de la botánica, de la diversidad de plantas de una región, de sus usos medicinales y sus características. Pero, a nivel personal, se puede hablar también de un secreto jardín de la memoria, como propone Ida Vitale en De plantas y animales: “No siempre lo integran especies notables; no es el prestigio o la excelencia de lo guardado lo que importa. A veces son humildes o no sabemos su nombre o se trata de un ejemplar raro visto una sola vez, pero quedan en un balsámico punto del recuerdo”. Cuántas historias y afectos caben en él.
La memoria, con su conjunto de recuerdos frescos, secos, regados, tiene un poco de jardín y otro poco de herbario.
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La flor marchita que desprendí de la buganvilia muerta de mi abuela, antes de que sus ramas y toda ella terminara en la composta, será el primer ejemplar que alojaré en mi herbario.
Libros y artículos que leí para la creación de mi herbario:
- Herbario & antología botánica, Emily Dickinson.
- Todo lo que crece. Naturaleza y escritura, Clara Obligado.
- La inteligencia de las flores, Maurice Maeterlinck.
- De plantas y animales, Ida Vitale.
- Orígenes, desarrollo histórico y estado actual de los herbarios en el mundo, Fernando Medellín-Leal.
- Preparación de herbarios, Efrén Millán Albuixech.
- Los herbarios: una historia, Fernando Sarmiento Parra y Eduino Carbonó de la Hoz.
- Herbarios en los jardines botánicos, Héctor Eduardo Esquivel.
- Algunas flores evolucionan para reproducirse sin sexo, Carl Zimmer.
- Herborización de plantas vasculares para la conformación de una colección biológica, Leticia Velázquez Ramírez.
- Los herbarios, lugares donde hablan las plantas, Mari Azpiroz Murua.