Fósforo | No. 247
Cuando la ausencia hace ruido
Yūrei
Dirección: Sumie García Hirata
México, 2023
¿Cómo podemos hablar de una herida que no existe en nuestra memoria? Una herida que deambula como fantasma en pena intentando adentrarse en historias jamás contadas, esas que se quedan en la punta de la lengua y que antes de salir regresan. Una memoria que no se puede recordar porque nunca se contó, y habitó un tiempo y un espacio hasta sumergirse en las cicatrices, heridas y abismos de cada generación. ¿Cómo recordar cuando nos enseñaron a olvidar?
México se escribe desde el olvido porque se omiten historias que duelen, que lastimaron; se suprimen visiones y acontecimientos latentes y significativos para una sociedad o comunidad. En nuestro presente son marginadas, escondidas y borradas aquellas memorias que nunca encajaron con el proyecto de nación conformado por una historia compartida y homogénea impuesta desde las instituciones políticas, académicas y educativas.1 Entonces, ante la falta del ejercicio de la memoria, ¿cómo se sana una herida invisible?
Sobre eso, la directora y artista visual Sumie García Hirata, a través de su ópera prima Yūrei (2023), no sólo busca respuestas, también le interesa reconstruir sentires, historias, recuerdos e identidades perdidas de las comunidades nikkei (emigrantes japoneses y su descendencia) en México.
La memoria colectiva existe cuando estamos dispuestos a sacarla de los procesos de despojo. Sobre esto último, la directora construye memorias, habla de heridas, navega por los lugares donde alguna vez existió un relato y ahora sólo quedan rastros de una memoria incompleta. A Sumie le interesa conocer, entender y unir las piezas de la migración japonesa en México porque a medida que las historias renacen se ganan espacios físicos y simbólicos para cada nueva generación, sobre todo para aquellos grupos que olvidamos; por ello el documental Yūrei hace alusión al nombre que se le asigna a un espíritu en pena dentro de la mitología japonesa. Los Yūrei no se ven con facilidad, pero están presentes en cada sitio donde habitaron, donde el recuerdo perdura. Ellos flotan en el aire como la gran tela dorada que Sumie utiliza en algunas escenas del documental, la cual avanza por cada paisaje o zona tocados por el paso del tiempo e inundados por la ausencia. La tela, por ejemplo, deambula por la playa del malecón de Tijuana, en Baja California, sitio donde residieron migrantes japoneses antes de su desplazamiento forzado al centro del país.2
En la búsqueda por crear un lenguaje cinematográfico que transite por las dos culturas, Sumie recurre a sus orígenes en el cine del director japonés Yasujiro Ozu; no sólo utiliza la cámara baja, sello característico del estilo cinematográfico de Ozu, también enmarca espacios dentro del propio encuadre a través de ventanas o de la propia naturaleza. Para la directora el vínculo humano con el espacio es primordial, la identidad siempre está ligada a los lugares. Así, dota de sentido los rincones que nunca pudieron conservar la memoria de las comunidades japonesas en el país, y el cine se escudriña entre las rendijas de la memoria personal y familiar.
En un eco armonioso donde convergen diversos significados, Yūrei se construye de voces fuera del campo visual y de visiones que nos trasladan a lugares de transición, pérdidas y despojo. No sabemos con exactitud quién nos habla a través de las imágenes gracias al recurso de la voz en off, pero en ellas vemos espacios como playas, cementerios, calles o salones vacíos; en este caso es el espectador quien debe dar paso a su imaginación para llenar los huecos intermitentes del pasado. En cada secuencia el tiempo se manifiesta a través del movimiento de elementos de la naturaleza como el mar, los animales, la luz, las plantas; así mismo, la arquitectura es testigo del pasado y del ahora, nos cuenta sobre las memorias atrapadas entre paredes y piedras, entre el eco de todo aquello que no se dijo y que se quedó aprisionado en los lugares modificados por la huella humana. En cada plano se construye un puente mental que une el territorio y la presencia de las dos identidades, devolviendo así el sentido de todo aquello que aparentemente dejó de tenerlo.
Las secuencias parten del uso de los campos vacíos, pero la danza y el teatro japonés acompañan los planos con la finalidad de evocar los pasos, recuerdos y acciones por donde alguna vez las comunidades nikkei transitaron. Esto sucede, por ejemplo, en las secuencias sobre la hacienda de Temixco, en la que, debido al desplazamiento forzado por parte del gobierno de México en 1942, muchos japoneses lo perdieron todo y no tuvieron más remedio que recluirse en este sitio, hoy un parque acuático. Ahora sus descendientes, con el movimiento de su cuerpo en contacto con su alrededor, buscan recuperar el espacio donde la memoria se enterró entre albercas y grandes toboganes de colores. De acuerdo con la directora, mientras más avanzan los capítulos en el documental, las danzas se vuelven más libres y menos rígidas,3 por lo que el baile une el pasado con el presente en una amalgama de historias colectivas.
Pero, ¿cómo recordar una ausencia? Las imágenes presentes en el documental, trabajadas de forma grandiosa por el director de fotografía Rodrigo Sandoval Vega Gil, no sólo retratan espacios existentes en el mundo físico, sino también espacios que Sumie crea. A pesar de ser un género que busca un tratamiento más cercano con la realidad, el documental no deja de tener su vínculo con la creación artística y cinematográfica.4 Sumie usa herramientas digitales para construir desde cero una isla que no existe en el mapa, pero sí en un mundo al que decide otorgarle un significado. La directora imagina otros espacios donde poder recordar, un lugar de descanso, de memoria y de reconstrucción para las familias a quienes se les prohibió nombrarse desde su identidad japonesa, porque si el olvido tiene tantas formas de imponerse, la memoria tiene la virtud y la capacidad de emerger de los rescoldos de la historia.
El documental crea vínculos con el pasado no sólo retratando las etapas más difíciles de la diáspora japonesa, sino que le habla al espectador desde distintos niveles de intimidad, transitando entre historias compartidas por toda una comunidad, hasta los relatos más personales y familiares de la diáspora.
Sumie construye, pero también ilustra desde las imágenes, los lugares que hibridan la cultura japonesa con la mexicana a través de descripciones más extensas de los espacios y yuxtapone elementos presentes del entorno en las secuencias más estáticas. La cineasta entonces se vuelve paisajista, deja la cámara inmóvil y permite que el entorno converse y cree alegorías con las identidades, aunque muchas de éstas se encuentren en su mínima expresión, como la niña vestida con un kimono en medio de una ofrenda del Día de Muertos o como el obelisco en el parque Enomoto en el municipio de Acacoyagua.
Yūrei nace de la inquietud de resignificar el olvido pieza por pieza, explorando otros caminos que le permitan llenar el vacío latente de una comunidad que fue despojada de la verdad.
1 Jorge Mendoza García, “Reconstruyendo la guerra sucia en México: del olvido social a la memoria colectiva” en Revista electrónica de psicología colectiva, vol. 5, núm. 15, 2007, p. 1-23.
2 Francis Paddie, “Una presencia incómoda: la colonia japonesa de México durante la Segunda Guerra Mundial”, Estudios de Historia moderna y contemporánea de México, núm. 32, 2006, p. 83.
3 Daniela García Juárez, “Women we love #FICM2023: Sumie García—Yūrei o cómo ilustrar a un fantasma” en Girls at films, 2023.
4 Javier Campo, “Los estudios del cine documental y la cuestión de lo real” en Estudios de cine en América Latina, núm. 4, 2011, p. 272-284.