Fósforo | No. 247
La tierra los altares: narrar la memoria y el cuerpo
La tierra los altares
Realizadora: Sofía Peypoch
México, 2023
Y todo termina por hacer cuerpo, hasta el
corpus de polvo que se junta y que danza un
baile vibrante en el delgado haz de luz con
el que acaba el último día del mundo.
Jean-Luc Nancy
corpus de polvo que se junta y que danza un
baile vibrante en el delgado haz de luz con
el que acaba el último día del mundo.
Jean-Luc Nancy
La tierra guarda la memoria de los cuerpos que se vuelven fruto bajo ella. Así se profetiza en La tierra los altares (2023), documental en el que la directora Sofía Peypoch hace una reconstrucción de su propio secuestro a partir de la memoria. El lenguaje audiovisual que da luz al filme —de corte experimental— se nutre a su vez de un lenguaje poético que se ha convertido en una articulación estilística presente en la filmografía de la directora, una búsqueda constante de la poética del cuerpo y la naturaleza.
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La secuencia inicial muestra a una mujer vestida de blanco recostada en la tierra, sobre ella se extiende la negrura de la noche mediante la que se nos adentra como espectadores en un bosque aledaño a la carretera México-Cuernavaca. Valiéndose tan sólo de una cámara y una linterna, la directora monta, a modo de collage, un andamiaje de tomas que enfocan plantas e insectos, y que carecen de estabilización de la cámara e imagen a cuadro completo por falta de luz. La penumbra que irrumpe al interior del lente y el ritmo anatómicamente esculpido con el que se mueve la cámara —pues obedece a los pasos y al pulso de la directora— remiten a una sensación de estar expuesto y vulnerable.
¿De dónde nace, pues, la necesidad de reconstruir un evento para nada grato, en lo que fue una partícula de tiempo en la vida de una persona? Las tomas microscópicas de lo que existe al ras del suelo arrojan una suerte de respuesta, y convierten la mirada de la directora en un ojo-dios hambriento de memoria. La filmación se vuelve un acto mimético que busca (re)significar un instante de descolocación.
Durante este recorrido geográfico e introspectivo a la psicología de la directora se esculpe una ausencia: la del rostro humano. El cuerpo no habita la escena, en su lugar una voz en off humaniza el viaje. El papel de Peypoch es de quien observa, por lo tanto, no puede ser lo observado. De esta forma, La tierra los altares, más que un documental que nos hable del secuestro de la directora, es su propio ejercicio fílmico para ensayar y pensar la memoria del cuerpo.
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Hay un motivo presente a lo largo del documental: los huesos emparentados con la tierra. La huella de lo humano en lo natural: la violencia. Dentro de las narrativas del cuerpo surge como motivo cuasimitológico, como vestigio primigenio de la constitución del hombre, algo tan antiguo como la tierra misma porque, para seguir las palabras del escritor Salvador Elizondo, “la violencia es cosa de cuerpos humanos”.
La tierra los altares gira alrededor de esta lectura, pero apenas tocando sus bordes. Si la violencia se puede evocar como trasfondo sin articularse como una palabra dentro del guion, entonces puede cargarse de un sentido metafórico más cercano a lo que nace —brota— de la tierra, que a lo que muere en ella.
Por eso la mecánica de la tierra es, en este documental, la de un palimpsesto: huellas de una escritura anterior ocultas bajo una escritura ulterior, una más fresca, de cara a la superficie. ¿Qué devela el hueso como materia que perdura con la insistencia del mineral y que narra indicios del cuerpo que alguna vez lo cubrió? La cinta responderá que lo que se devela es memoria.
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Los huesos pueden ser leídos porque llevan en ellos una historia que contar. Aprender a leerlos se muestra como un acto de resistencia en La tierra los altares. Por eso el estilo experimental que envuelve al filme se corta momentáneamente para abrir paso al testimonio de dos expertos que se encuentran analizando restos óseos en un laboratorio.
La labor consiste en distinguir lo humano de lo animal, en leer el tiempo que se esculpe sobre el hueso y en interpretar, en la medida de lo posible, los restos que han sido carbonizados.
Este cambio de estilo se lee como una búsqueda de la directora que va más allá de la perspectiva personal. Ya no implica sólo llenar los vacíos a partir de lo que recuerda, sino que es llevado al territorio de la búsqueda colectiva, donde las personas se vuelven expertas en la lectura de restos óseos esperando hallar a sus familiares.
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Hacia el final de la cinta, la directora narra el primer encuentro con su madre tras ser liberada del secuestro. Con la intención de grabar ese momento —una vez más— en la memoria, su madre busca tomarle una fotografía, pero su rostro desluce bajo una capa de tierra que lo cubre. Así que lo primero que hace es limpiarle el rostro para, inmediatamente después, hacerle la fotografía.
Joan Fontcuberta dice, a propósito de las intenciones detrás del nacimiento de una imagen, que fotografiamos “para cubrir ausencias, para detener el tiempo y, al menos ilusoriamente, posponer la ineludibilidad de la muerte. Fotografiamos para preservar el andamiaje de nuestra mitología personal”.1
Pero gran parte de lo que es la mitología no se desprende de la realidad, sino que es una construcción que se va inventando de acuerdo con lo que se necesita. Por ejemplo, una madre que limpia el rostro de su hija para conseguir la fotografía perfecta de su retorno tras ser secuestrada.
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La tierra los altares es un ejercicio de la mirada y el pensamiento que son sembrados y brotan en comunión a partir de la memoria. El cuerpo se asimila tan vulnerable como un fruto, pero de la semilla siempre quedarán las huellas. De la tierra nacerán las raíces que han de narrar contra el olvido.