noche / No. 249
Pedazos
¿A qué vinimos, noche, corazón de la noche?
Rosario Castellanos
El patio
Cierro la puerta y la noche queda fuera. Van a ser las siete. Los perros me reciben con la energía acumulada de las caminatas que no han de ser. Tiene más de un mes que sus paseos se limitan a nuestra calle. Cohabito con cinco perros acostumbrados a ir al parque a correr de noche o antes de que salga el sol. En una ciudad como Culiacán, con un clima que rebasa los 40°, llevarlos en otro horario me parece casi maltrato. Cómo les explico que no podemos salir tarde ni lejos porque la noche ha sido secuestrada, me es difícil articular un lenguaje ante la violencia que sólo nos deja como refugio las horas de un día que insiste en arder hasta los últimos meses del año. Quizá un cuento o algo parecido. Acepto la derrota. No hay ficción ni metáfora que me alcance.
La noche de la ciudad, la noche del parque, la noche del espacio público es zona de guerra. Sus patas impactan mis piernas. Me abro paso por la casa. Tropiezo. Se meten entre mis pies, lamen, empujan y buscan el contacto con mi cuerpo. El comedor y la sala son un caos. Me apresuro a cambiarme de ropa para salir al patio. Cuando termino de lavar, servirles el agua y alimento, ya está oscuro. Esto tenemos, un pedazo de noche, la noche del patio.
Corren por la escalera más de las veces que puedo contar, los acompaño sentada en un escalón, suben al techo, esperan algún carro o moto para ladrarle, pero casi nada pasará a esta hora. Acaso un gato. Siento culpa. No me alcanza el cuerpo para correr a su lado hasta jadear y que el aire nos contenga en el presente. Reparan en mí como un tipo de atracción a medio camino para que les sobe la cabeza o les rasque tras las orejas.
Una amiga que no es de acá me escribe preguntándome cómo está todo. Le cuento que los perros están inquietos, que de a poco los he ido acostumbrando a los nuevos recorridos cerca de la casa. Hay un silencio. Pienso que esperaba otra historia, una que empezara por algo más apegado a la generalidad de la situación. Algo que pudiera ser retweeteado o subirse en stories con el hashtag #fuerzaculiacán. Un mensaje en este tono: Está terrible la narcoguerra, a cada rato hay balaceras, van muchas víctimas, más de las que dicen en las noticias, las autoridades siguen minimizando el alcance de la violencia. O para meterle más identidad caricaturizada culichi: Nombre', los chapitos y la mayisa se andan dando con todo por la plaza, ¡¿yyy eel Rochaaa?! Ni sus luces. Que no pasa nada, dice. A los plebes los quiere mandar a la escuela en pleno culiacanazo, como si supieran esquivar balas.
Después de un día del visto, reacciona al mensaje con el emoji de abrazo. El desconcierto de su forma muda de acuerparme a la distancia me enternece. Yo tampoco sabría qué decir. Lo he vivido varias veces, están por cumplirse dos meses del encierro nocturno y aún me cuesta enunciar lo que pasa. Por eso hablo de los perros, porque quién somos sino una comunidad que ha aprendido nuevas formas de cuidado, una ciudad acomodando su vida en menos horas, atrapada en el día.
Ventanas
Abro la ventana para sentirme parte del mar. Las diminutas gotas de agua van envolviendo mis dedos como vestigios de la brisa. Tuve la suerte de que me dieran, sin pedirlo, una habitación con una ventana por donde se cuela la respiración de las olas. Mientras me peleaba con los botones de un elevador viejísimo, traté de no pensar en las palabras del joven que me entregó las llaves de la habitación. Pero la forma en la que contuvo la sonrisa me lleva a repetir el momento en lo que subo al octavo piso. Si van a salir, no anden fuera muy noche.
Al terminar el evento al que vine, tomo un taller en línea, invito a una amiga al hotel, me dice que si me hace sentir más segura podemos quedarnos en la habitación, pero que la cosa no está como en Culiacán. Me rebotan por la cabeza las formas como le nombramos: la cosa, la situación, el problema, el ambiente. Compramos unas Chips en el Oxxo y nos sentamos frente a la ventana. El espejo azul va atrayendo la luz con su marea hasta que en el horizonte no se distingue más que una oscuridad de fondo, interrumpida por el aura de los faroles.
Mazatlán es una ciudad que vive de noche, en especial en Olas Altas; en otras ocasiones me ha costado dormir por la música de banda, las peleas de los borrachos o el eco de la fiesta en los bares cercanos. Suele quedarme algo de envidia, mis visitas son por trabajo y la fiesta suena a la distancia en lo que lleno algún informe. Esta vez hay silencio. A las 11, son pocas personas sentadas con sus piernas colgando en dirección al mar, sólo cuento dos hieleras con cerveza y los que caminan con micheladas en la mano lo hacen con prisa. Todavía no son las 12 y no hay ni una tercera parte de las personas que habría en un viernes por la noche de hace algunas semanas. Mi amiga se despide. Me repite que es más el miedo que otra cosa.
Cuando amanece, corro la cortina para dejar de distraerme con la vista. Debo salir antes de la una de la central. La noche es más peligrosa en carretera. Hay días que se niegan a seguir un itinerario. En el trayecto de la entrega de la habitación y la caminata del lobby a comprar un agua, pierdo mi celular y mi cartera. Tras acceder a la cuenta para rastrear el dispositivo y cancelar las tarjetas, se me va el tiempo. El naranja característico de los atardeceres mazatlecos se expande por cada espacio. Me voy a la central, sin teléfono y sin cartera. Por fortuna había comprado el boleto redondo de camión.
La distancia es corta, me digo. El camión está un poco vacío. La mayoría son personas que vienen de más al sur. ¿Sentirán también esta pesadez en la nuca que me impide recargar por completo la cabeza en el asiento? Observo por la ventana y me da algo de tranquilidad la sensación de movimiento. Después de una hora de trayecto, una mujer distingue algo de humo. No estoy segura si primero se para o primero es el grito. Tampoco distingo el mensaje completo. Sé que pide que pare el camión. El conductor reduce la velocidad y, con una voz que parecía ensayada, pide calma. Asegura que es basura. Que hasta ese momento no hay ningún incidente en carretera. Que se encuentran monitoreadas.
Pasa tan rápido. Me pregunto cuál hubiera sido mi reacción si yo hubiese visto el humo antes de escuchar el mensaje del conductor. Las imágenes de la quema de automóviles en carretera son un lenguaje del horror muy específico. Si me pidieran calma, no creo que la pudiese dar. El resto del recorrido transcurre en paz. A la mujer la ponen a hablar por teléfono con su hija. Ahora sé que ha de tener unos 50 años, por la forma en que se va tranquilizando para no preocupar a su hija. Su forma de hablar me recuerda a algunas tías que están en esa edad. Son las cinco. Por la ventana el verde de los árboles se mezcla con manchas grises que se desdibujan al paso. El grito de la mujer reaparece. Pero ella está en silencio. Dejo de ver por la ventana.
Es mi mente. Va repitiéndolo como eco. Lo siento pasar por cada vértebra, se aprieta para recorrer mi espalda. La tensión abandona mi nuca y me hace encorvarme. Llegamos a las 6:10. Respiro. Trato de estirarme. No lo hago. El conductor solicita bajar rápido. Sostengo la mochila con las manos. No puede colocarla en la espalda. Camino a buscar un taxi. Me digo lo idiota que soy por haber extraviado el celular y tener que pagar la tarifa inflada de la central. El taxista me indica que el módulo de cobro está más atrás. El cuerpo me pide estirarme. Yo lo fuerzo a caminar, entrar y sentarse. El eco del grito va expandiéndose.
Don José, quien se ve mucho más viejo que en la foto de la ficha de información que lleva pegada enfrente, me pregunta que si fui de vacaciones. Alcanzo a responder que no. Que salí por trabajo. Si no, no iba. De nuevo el silencio. Veo por la ventana del auto para evitar ver a don José verme de reojo por el retrovisor. Casi todos los negocios están cerrados. ¿Estás bien muchacha?, no te me vayas a desmayar. Sólo es dolor de espalda. Lo bueno que ya casi llegamos, eh. Cómo está la cosa allá. ¿Está más tranquilón? No sé qué decir. Cuál es el parámetro. Casi no salí. Llegamos. Otra vez el cuerpo. Camino, abro, entro a la casa, cierro, me estiro y la noche queda fuera. O eso quiero creer. Van a ser las siete.