noche / No. 249
Madrugado
El sillón individual cede con soltura ante mi escaso peso, haciéndome creer por un momento que mi intervención puede marcar una diferencia. Entre la comodidad de sus cojines, me hace cerrar los ojos mientras mis pensamientos se extienden en hilos algodonados que, como una cuerda en mi cintura, me invitan a dejarme llevar hacia mis deseos más negados; repitiendo en mi cabeza sin cesar: si pudiera reposar aquí por siempre, sería feliz. Pero, ¿qué hay?
Los perros afuera no dejan de ladrar ante la discusión que lleva ella, quien me ha abrigado con hermandad e insiste en iluminar mi perpetuo estado modorro, con él, quien es una figura escondida entre las sombras nocturnas y que a sus ojos estrellados es el nuevo intento de salvación, pero los gritos sin sentido que se filtran a través de la gruesa puerta de la entrada sólo se entrelazan con los rasposos y sedientos alaridos de las bestias que defienden la casa del vecino, como si del Tártaro se tratara.
En un asiento del largo sillón junto a la pared, un joven no tan desconocido duerme noqueado por los efectos del alcohol. Junto a él, el dueño del departamento, a quien me acaban de presentar, recita los paródicos versos de un soneto con una voz armónica que comienza a rayar en la desesperada búsqueda que implica el desvío de la atención. Lo comprendo, pero, ¿qué hay?
Intento que la poesía novata llegue a mi cerebro mientras algunas frases de la discusión que sucede afuera se mezclan en una ansiosa estridencia átona:
Las piedras no cambian en el desierto
“¿Entonces prefieres que sea aburrida?”
Y los cactus no pierden sus espinas.
“Siempre es lo mismo contigo.”
Ojos secos que me muestran en ruinas.
“Escúchame... ¡No! EscÚCHAME...”
En esta conjugación estoy muerto.
“¿Por qué insistes en hacerme sentir mal?”
Un gallo se suma al escándalo en las orillas de la oscuridad que friccionan el alba. Aunque sé que no falta mucho para que la luz seque las lágrimas acumuladas en las bolsas bajo los ojos, el tiempo parece estancarse conmigo en el rincón oscuro en donde me resigno a conciliar un poco de descanso, pues la diversión que se me había prometido al inicio de la noche, cercano al día siguiente se me ha sido negada. Pero, ¿qué hay?
Me esfuerzo por disociarme de esta realidad perdiéndome al igual que monedas al fondo del sillón. Intento no pensar en mi otro yo que combate en el exterior. ¿Se cansarán las estrellas al igual que nosotros de ser testigos de dichas escenas terrenales? De ser así, inamovibles en lo celestial, entonces, ¿qué hay? Yo delibero por salir a la superficie para enfrentarme al retraso del amanecer, y en el proceso razono las falsas verdades que argumentaban los versos del chico que nos invitó los mojitos como a eso de las diez: No. Las piedras en el desierto se desmoronan hasta convertirse en tierra por las contracciones que generan en ellas el día y la noche.
Yo sólo quiero dormir y no volver a encontrarme dentro del agujero al que he caído. Sin embargo, siento el fondo moverse, como si se preparara para alejarse el próximo viernes y dejarme caer de nuevo en un problema que no me pertenece.
El asiento es tan agradable que me invita a morir ahí como si no hubiera por hacer nada más, como si yo no esperara a que abran el metro para poder escapar. Como si mi indiferencia no me hiciera cómplice de la noche. Como si no supiera la respuesta sobre lo que yo mismo sé que en realidad hay, pero los perros ladran hechos una furia, alimentados por los sollozos que salen del enfrentamiento, y el joven con el libro en las manos ahora permanece callado, mientras observa a su madre salir de una habitación, tan agotada de energías como debo de parecer yo, y con una mirada que me indica que ella sabe que es mi cuerpo recostado en el sillón el que oculta la mancha ya seca del derrame de cerveza que hace menos de una hora intentábamos limpiar.