noche / No. 249
El sendero
Nicolás intentó arrancar la camioneta a pesar del frío. Después de diez intentos y media hora perdida, desistió y se dirigió al trabajo caminando. No llevaba el material, pero le diría a Ramiro que fueran por él una vez iniciado el turno, aprovechando las bondades de ser el yerno del encargado.
Adentro, en el único cuarto disponible después de abrir la tienda y la lavandería, Camila dormía aparentemente bien, pero sumergida en el mismo sueño que la acechaba desde la muerte de la tía Lucía: en el sendero del Cerro grande, junto a la cruz de cal alzada por las víctimas de los levantamientos del narco, Camila andaba apresurada mientras seguía la sombra de Lucía. Luego de cuatro vueltas inesperadas, Camila se perdía entre los arbustos y no podía ver nada más. Aparecían entonces cuerpos amorfos gritando nombres desconocidos, implorando a Camila que les diera algo, aunque no era comprensible qué. Estupefacta, intentaba correr despavorida lejos de ellos, pero siempre terminaba sumergida en un lago espeso e inquebrantable.
El cuarto B7 estaba infestado de cucarachas. Lo irónico de este pueblo, pensó Nicolás. Las telas llevadas la noche anterior estaban plagadas de sangre, comida y manchas coloridas con el sello impreso del motel Primavera, el que usaban los empresarios para el día de la secretaria. Luego de separar las sábanas por color, tamaño y tipo de manchas, se sumergió en sus labores monótonas por otro par de horas. Aunque era un trabajo pesado y sin futuro, se sentía en casa en él: podía faltar por compromisos familiares si lo deseaba. No podían negarle un asunto, un cumpleaños, un compromiso si se encontraba con la familia, soñada siempre por Camila y por su madre.
Al medio turno, recordó que había olvidado la herramienta para componer las cuatro máquinas detenidas. Se dirigió con Ramiro, su suegro, para pedirle una vuelta en la camioneta, pasar por la casa a desayunar y luego fumarse un cigarro con un sotol para aguantar la tarde. Al acercarse, notó que la buena suerte le sonreía: Ramiro tenía la ropa manchada de café y se notaba furioso, como si el derrame no fuera por un descuido suyo, sino por un tercero. Accedió de inmediato y, camino a la casa de Nicolás, platicaron un tanto de las bajas recientes y de lo difícil que era mantener a los clientes, cada vez más exigentes y con una competencia transnacional que probablemente los terminaría absorbiendo.
Al estacionarse, notaron algo mal en la casa. La tienda estaba cerrada y no se escuchaba trabajar a las lavadoras. Bajaron preocupados, aunque sin prisa, sabían que nadie se atrevería a entrar por la fuerza en la Casa grande. Un hedor fétido los recibió, proveniente de la sala, en donde Camila se retorcía sobre su vómito, completamente desnuda, histérica ante el vacío que envolvía su vista. Nicolás la tomó por la fuerza e intentó sentarla, pero Camila seguía yéndose al suelo, como si un pavor descomunal la envolviera con sólo acercarse al techo. Su boca estaba contraída en una mueca bestial, enseñaba los dientes hacia algo situado delante de ella, invisible a los otros, pero al acecho ante Camila.
Ramiro se persignó, tomó a Camila por las piernas y la arrastró por el pasillo que conectaba la sala con la huerta. Una vez sobre la tierra, la amarró al lavadero con la manguera del agua mientras Nicolás, perplejo, miraba la escena sin entender qué sucedía ni qué podía hacer en la situación.
—A tu tía Lucía no la mató el cáncer, la mató un diablo metido en los ojos —dijo Ramiro apenas terminó de atar a Camila.
—¿Un demonio?, ¿y qué se hace en estos casos?
—Esperarnos al padre, a mi niña la tenemos que matar, Nicolás.
Una hora más tarde, el padre Santiago corría junto a Rogelio por las calles del pueblo. Eran apenas las seis. Sin lluvia y sin el intenso sol acostumbrado, el horizonte se veía lúgubre, desanimado. Bajo las miradas curiosas de las ventanas, ambos apresuraban el paso para llegar con Camila antes del anochecer.
—No podemos perder tiempo. Al llegar, quiero que saques a Nicolás, lo cambies de ropa y lo mandes al cerro para que prepare las cosas. Tú te quedas conmigo haciendo oración y nos mantenemos firmes con eso, no importa lo que escuchemos. Ya sabes lo que pasó con Lucía. Una mirada al cielo y se nos contagia el demonio.
Camila gateaba por el piso con los ojos vendados. Nicolás le acercaba agua de cuando en cuando y le hacía saber que estaba con ella. Limpiándole el sudor de la frente, intentaba abrazarla, pero ella lo rechazaba cada vez que se acercaba. Luego de la espera, el padre Santiago y Rogelio llegaron aturdidos por el cansancio. En seguida le dieron la indicación a Nicolás de desvestirse, cambiarse por una ropa que no hubiera sido expuesta a Camila y salirse de inmediato de ahí. No podían permitirse su debilidad ni su indecisión. Lo vieron salir y comenzaron a desatar a Camila, quien seguía gateando alrededor del lavadero. Una vez suelta, la arrastraron en la camioneta de Nicolás, que sin el frío encendió sin dificultades, y la llevaron al cerro, ahí donde la tía Lucy había corrido despavorida luego de ver la hoguera a punto de encenderse.
Camila gritaba: intuía a dónde la habían llevado; el olor de la tierra y el viento intenso en el cuerpo le avisaban, a ella, al otro, de su destino. Amarrada ahora a un árbol, se retorcía para destaparse los ojos y sobrevivir a través de otra mirada. Nicolás, en cambio, ignorando las indicaciones de ambos, se había escurrido en la camioneta para acompañar a Camila. Aunque no la quería realmente, le había tomado un cariño especial después de los tres años de matrimonio, además de la casa y el puesto que gozaba desde que firmara el contrato. Esperó largo rato escondido entre los arbustos y árboles que rodeaban la zona, pero no pudo evitar percatarse de que Camila sufría y se retorcía, aunque él todavía no entendía por qué. Quería intervenir para desatarla y llevársela a otro lado, con su madre, quien seguro tendría una respuesta más coherente a todo esto.
El padre Santiago armaba la hoguera sin dudarlo, pero Rogelio, bañado en lágrimas, pedía perdón a Itzelita, madre de Camila, y a Dios, por lo que estaba a punto de hacer. El pueblo, sumergido en la noche, sólo veía la cruz de cal en el Cerro grande, que brillaba un tanto por la luz de la luna. Los cerros en Santa Eulalia eran famosos por su altura, que casi alcanzaban a las montañas. Decoraban el horizonte del pueblo como una corona sin brillo, empotrada sobre la tierra inamovible. Nadie vio a la mujer desvendada huyendo hacia el otro lado del cerro ni al hombre que, ahora ciego, se lanzaba al fuego encendido para acabar consigo; tampoco al padre ni a Rogelio lanzándose al vacío luego de enfrentarse a unos ojos sin nombre.