noche / No. 249
Noches amargas
Los cristales del taxi llevaban ya algunos minutos empañados. Desde las ventanillas de los asientos traseros, Ema y Celeste entreveían el desastre, oían la lluvia constante y podían adivinar cómo aquellas siluetas bordeaban encharcamientos y goteras antes de sumergirse en los túneles malolientes del metro donde ya se asomaban las aglomeraciones de cuerpos húmedos.
Eran mis compañeras, que esperaban en un silencio cada vez más profundo. El taxista las había dejado solas en ese Tsuru viejo mientras él salía a buscar su cambio en los puestos de las inmediaciones. Estaban a oscuras y lo único que iluminaba sus rostros era la luz en extremo blanca de la pantalla digital del tablero que contrastaba con los interiores y la carrocería maltrecha.
El encanto que les produjo escuchar los éxitos de Peso Pluma en su trayecto comenzaba a desvanecerse cuando el modo aleatorio prefirió los sonidos más desgarrados de Julión Álvarez. Los trombones envolvían su impaciencia. Cuando intentaron pagar, el chófer recibió el billete con una mirada y una mueca que venía a indicarles algo como “qué despropósito pagar dos pasajes con un billete cuyo monto es una absoluta rareza en estos sitios”.
Le vieron salir resignado y dirigirse al puesto de tacos más cercano, a sólo unos metros de distancia del taxi, tras lo cual lo perdieron de vista. En el taxi sonabala canción “Noches Amargas” de Julión Álvarez —eso lo recuerdan porque vieron el título en la pantalla— y ni el taxista ni su cambio regresaban. Las dos recuerdan la iteración de ese verso —“Sí, me agüitaba, ¿pa’ qué lo niego? Tuve noches amargas”— porque comenzaron a pensar que, ahora sí, la noche era verdaderamente oscura.
Fue en ese preciso momento —reconocieron las dos al día siguiente— que pensaron que todo eso era una emboscada. Ya comprendían todo lo que había pasado, se las había cargado la chingada, reflexionaron. Era la forma típica en la que comenzaban las malas noticias, la historia de otras dos desapariciones en México, cuyos últimos momentos serían captados sólo por las cámaras de seguridad de un tianguis.
Y es que ese temor compartido se debía en parte a que habían visto una noche antes una película —muy mala, me aclararon antes de que quisiera preguntar el título— donde dos muchachas se pierden en alta mar y son rescatadas por un marinero que no sólo es guapo, sino que también tiene el oficio de ser un bronceado y musculoso traficante de órganos. Sucedía en esa película que las dos protagonistas buscan escapar en condiciones adversas, lastimadas, sedientas y, por decisión del director y del educado público, en bikini. Quizá las cosas afuera del metro Tacubaya serían distintas, o quizá no. Intuían en silencio un problema inminente: el hombre no regresaba y si regresaba alguien, quizá no sería él, sino alguien más, un par de chicos que las sacarían a punta de pistola.
Cuando se desvanecía la expectativa de regresar a casa y poder reposar bajo la lámpara de luz amarilla, dentro de su departamento pequeño pero seco, pudieron ver la silueta del taxista emergiendo del parabrisas. Iba con pasos cortos y apurados para regresar su cambio con la exactitud y la experiencia de un hombre acostumbrado a cumplir sus arduas obligaciones.
Entraron entonces al metro, donde pudieron ya reírse de sus elucubraciones nocturnas y desde donde me comentaron por mensajes las cosas que les sucedieron esa noche que pensaron amarga y que escribo aquí de manera lo más imparcial posible.
Eran mis compañeras, que esperaban en un silencio cada vez más profundo. El taxista las había dejado solas en ese Tsuru viejo mientras él salía a buscar su cambio en los puestos de las inmediaciones. Estaban a oscuras y lo único que iluminaba sus rostros era la luz en extremo blanca de la pantalla digital del tablero que contrastaba con los interiores y la carrocería maltrecha.
El encanto que les produjo escuchar los éxitos de Peso Pluma en su trayecto comenzaba a desvanecerse cuando el modo aleatorio prefirió los sonidos más desgarrados de Julión Álvarez. Los trombones envolvían su impaciencia. Cuando intentaron pagar, el chófer recibió el billete con una mirada y una mueca que venía a indicarles algo como “qué despropósito pagar dos pasajes con un billete cuyo monto es una absoluta rareza en estos sitios”.
Le vieron salir resignado y dirigirse al puesto de tacos más cercano, a sólo unos metros de distancia del taxi, tras lo cual lo perdieron de vista. En el taxi sonabala canción “Noches Amargas” de Julión Álvarez —eso lo recuerdan porque vieron el título en la pantalla— y ni el taxista ni su cambio regresaban. Las dos recuerdan la iteración de ese verso —“Sí, me agüitaba, ¿pa’ qué lo niego? Tuve noches amargas”— porque comenzaron a pensar que, ahora sí, la noche era verdaderamente oscura.
Fue en ese preciso momento —reconocieron las dos al día siguiente— que pensaron que todo eso era una emboscada. Ya comprendían todo lo que había pasado, se las había cargado la chingada, reflexionaron. Era la forma típica en la que comenzaban las malas noticias, la historia de otras dos desapariciones en México, cuyos últimos momentos serían captados sólo por las cámaras de seguridad de un tianguis.
Y es que ese temor compartido se debía en parte a que habían visto una noche antes una película —muy mala, me aclararon antes de que quisiera preguntar el título— donde dos muchachas se pierden en alta mar y son rescatadas por un marinero que no sólo es guapo, sino que también tiene el oficio de ser un bronceado y musculoso traficante de órganos. Sucedía en esa película que las dos protagonistas buscan escapar en condiciones adversas, lastimadas, sedientas y, por decisión del director y del educado público, en bikini. Quizá las cosas afuera del metro Tacubaya serían distintas, o quizá no. Intuían en silencio un problema inminente: el hombre no regresaba y si regresaba alguien, quizá no sería él, sino alguien más, un par de chicos que las sacarían a punta de pistola.
Cuando se desvanecía la expectativa de regresar a casa y poder reposar bajo la lámpara de luz amarilla, dentro de su departamento pequeño pero seco, pudieron ver la silueta del taxista emergiendo del parabrisas. Iba con pasos cortos y apurados para regresar su cambio con la exactitud y la experiencia de un hombre acostumbrado a cumplir sus arduas obligaciones.
Entraron entonces al metro, donde pudieron ya reírse de sus elucubraciones nocturnas y desde donde me comentaron por mensajes las cosas que les sucedieron esa noche que pensaron amarga y que escribo aquí de manera lo más imparcial posible.