Sarah Kane: un instante de claridad antes de la noche
Guly Miller
Todo comienza con un teatro casi vacío durante el invierno, hace exactamente tres décadas. “Sarah Kane (Brentwood, Essex, 1971). Dramaturga y directora teatral. Bachelor en Drama por la Universidad de Bristol y M.A. en Escritura Dramática por la Universidad de Birmingham. Blasted es su primera obra de teatro”. Seguramente esto es lo que se lee en el programa de mano de aquella primera temporada tan corta, tan poco exitosa y sin embargo tan mediática. En esta historia hay una Sarah Kane de 23 años que, sentada en una butaca del Royal Court Theatre, noche tras noche, observa su creación y se siente frustrada por la mala interpretación de las críticas que después leerá en los periódicos: “apología de la violencia”, “personajes planos”, “brutalidad injustificada”, “una pluma más en la generación del new brutalism: dramaturgos jóvenes que quieren provocar, pero que carecen de las herramientas técnicas para lograr su cometido con inteligencia”. Noche tras noche escucha el eco de un teatro semivacío y siente rabia por la doble moral del público, expuesto a ver cosas peores en la televisión, el cine, los periódicos y, sobre todo, en la vida.
Aquella obra tan escandalosa, Blasted (Devastados), trata sobre Ian y Cate. Sobre su relación desigual y abusiva. Él es periodista, cuarentón, tiene cáncer y está metido en la mafia. Ella es joven, ingenua, quiere terminar la relación. Pasan la noche juntos en un cuarto de hotel y, durante la noche, él la viola. Después ella se va y estalla una guerra. Con este hecho Kane trae el afuera, una guerra que parece lejana e imposible en un lugar como Leeds, Inglaterra, al adentro, a la intimidad de una habitación de hotel donde Ian es capturado por un soldado. En su cautiverio, este personaje, el militar, tortura y viola a Ian. Cuando el soldado por fin se va, tiempo después (no se sabe cuánto), deja a Ian ciego y moribundo. Cate regresa, sólo para darse cuenta de que debe ayudarlo a morir. Es una historia cruda, brutal y explícita, la crítica londinense lanza pedradas contra la autora y contra el texto, pero ni el acto más terrible en la obra se compara con lo que pasa —por ejemplo— en la Yugoslavia de 1995, año en que se estrena Blasted. ¿Por qué ese horror, el del mundo, iba a quedarse fuera del teatro?
Después de las butacas vacías y el invierno, vino la luz. En 1996 Sarah Kane escribe Phaedra’s Love (El amor de Fedra), en la que retoma los temas más importantes que trabajó en su debut. Sus recursos, sin embargo, cambian: mientras que en Blasted se permite dislocar el espacio y tiempo, en su segunda obra —realizada por encargo— se mantiene más tradicional en cuanto a los recursos técnicos. Aun así, Kane busca la forma de subvertir no desde la forma, sino desde el fondo. Para la escritura de este texto se inspira en la versión trágica de Séneca, pero modifica el tratamiento de los personajes. En las versiones clásicas del mito griego (Hipólito de Eurípides y Fedra de Jean Racine), Hipólito rechaza a Fedra por ser su madrastra, una mujer mayor y casada con su padre, Teseo. En aquéllas, Hipólito es un hombre moral y consciente; sin embargo, el tratamiento de Kane aborda el amor hacia un hombre que no es ningún modelo de virtud y carece de sentido moral. En Phaedra’s Love, Hipólito está deprimido y pasa todo el día encerrado en su cuarto, mirando la tele, comiendo chatarra y masturbándose. Después de que Fedra le practica sexo oral, termina por darse cuenta de que él nunca le podrá corresponder; ese amor la abrasa y de lejos la habría alimentado, pero de cerca la devasta y la deja sola, ridícula y vulnerable frente al mundo. Por eso decide irse y denunciar ante el pueblo que Hipólito la violó, y después de eso se quita la vida. Al enterarse, Hipólito tiene un momento de claridad, como si la muerte de Fedra lo sacara de su letargo y lo hiciera sentirse vivo. Pero es tarde: la gente va tras él para vengar a Fedra, y ese roce con la muerte le da sentido a su existencia.
Bajo la luz, en medio del suelo, brotó un girasol. Para escribir Cleansed (Purificados), obra de 1998, Sarah Kane opta por hacer un texto simbolista que, igual que sus trabajos anteriores, explora la violencia y la redención/perdición que hay en el amor. La obra trata de tres parejas que aman y sufren por ello. No es el ser amado, sino el sistema —representado por otro personaje— quien los castiga y los tortura por el amor que sienten. El amor los destruye, los deteriora, los despoja. Éste es leitmotiv de la obra de Sarah Kane, quien escribió Cleansed motivada por un texto que resonó con ella y con el cual se puede entender toda su bibliografía: Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. El amor y la guerra —dice Barthes— son experiencias pánicas, extremas y destructivas. Cuando se ama, uno se proyecta tanto en el otro que, si desaparece el ser amado, es imposible para uno recuperarse, volver a ser el que fue. Con esto en mente, Kane escribe escenas llenas de dolor, pero también cargadas de esperanza, intimidad y deseo. Escenas que son metáforas de esta experiencia extrema de la que habla Barthes y que nos llevan a un mundo a ratos sanguinario, a ratos luminoso. El desafío es llevar los símbolos del texto a la escena: representar, por ejemplo, que del suelo brota un girasol o que se debe cortar una lengua. Es con Cleansed que Sarah Kane cuestiona qué otras estructuras, qué otras herramientas se pueden utilizar para escribir teatro. Y al hacerlo, el público que antes la criticó abraza su escritura y acepta que el amor puede ser un girasol en medio del cuarto.
Me imagino el salón de ensayos, con cuatro actores y Sarah Kane, libreta en mano, escuchándolos atentamente. Lleva el ritmo. Corrige. Reescribe. Hasta que los diálogos son río que fluye. Me imagino un espacio vacío, iluminado por una pregunta. ¿Es posible ser poeta sin dejar de escribir teatro? Veo cómo los personajes, la trama, los lugares, los acontecimientos lineales y causales, aquello que conforma a una obra dramática, le estorban. Entonces, radicalmente, sólo conserva lo mínimo, lo primigenio: la voz, el ritmo, la musicalidad de las palabras. Kane teje cuidadosamente un texto que explota en referencias, en imágenes, en sensaciones. Aun así, fieles a los intereses de la autora, estas voces enuncian toda la oscuridad que las conforma, el amor más profundo que sienten. En este texto las voces son sólo letras, ni siquiera tienen nombre. Lo que dicen se presenta en fragmentos, imágenes rápidas, historias interrumpidas. Rompecabezas o acertijos que quien escucha debe armar. Un collage polifónico e intertextual, que dialoga con poemas, letras de canciones, fragmentos de otros monólogos. Sarah Kane escucha, borra, reescribe, sin saber que roza con los dedos las fronteras entre la música y la poesía, y que fractura la vieja escuela del drama y erige una nueva forma de escribir teatro. Kane titula a este experimento Crave (Ansiar o Ansias) porque está cansada de repetir formas que ya usó anteriormente. En este texto, pariente de La tierra baldía de T.S. Elliot —el detonador para esta exploración dramatúrgica—, Kane deja de mirar al mundo y hunde la vista hacia su interior. Descubre en su intimidad algo poderoso, nuevo e irrepetible. Algo que la crítica celebraría en Crave y que se aviene a la escritura posdramática: una historia dislocada; voces, no personajes; experimentación con la musicalidad de las palabras y su ritmo; tiempos o espacios indefinidos; lo fragmentario y la apropiación. Se trata de un texto que propone ser completado y complejizado en la escena.
El 20 febrero de 1999, los titulares de los periódicos dirán: “Muere Sarah Kane dos días después de ingresar al hospital por un intento suicida. Fue encontrada en el baño de su habitación. Se ahorcó con las agujetas de sus zapatos. Acababa de cumplir 28 años”. Será una muerte que no tendrá explicación sino hasta junio de 2000, con el estreno de 4.48, Psychosis (Psicosis, 4:48). Éste es el testimonio de una guerra encarnizada entre el cuerpo y la mente de quien vive con depresión. A través de imágenes y sonidos la autora nos muestra la agonía de una voz —la suya— que se mezcla, en una especie de collage-pesadilla, con sesiones psicológicas, dosis de medicamentos, historiales clínicos y sonidos de la línea de emergencia contra el suicidio. Es, sin duda, su texto más íntimo, más desquiciado, escrito como una experiencia en la que el lector/espectador debe mirar las profundidades de una mente dominada por la desesperación y la soledad. Por su riesgo estilístico —gracias a su acomodo en la página, mucho más cerca de la poesía y del caligrama— y temático —por hablar descarnadamente de un tabú—, esta obra póstuma se ha vuelto un referente contemporáneo a la hora de pensar y escribir teatro con recursos de otros géneros literarios u otras disciplinas artísticas, algo que poco antes del cambio de siglo era cuestionado por un sector de la crítica teatral: el que nunca fue dócil con Kane, quien no escribía lo que se esperaba de una dramaturga joven ni desde su perspectiva como mujer.
El último diálogo de toda la producción de Sarah Kane es “por favor abre las cortinas”, y la indicación se seguía al pie de la letra en la temporada de estreno de 4.48, Psychosis en el Royal Court Theatre. Abrían la cortina de una ventana que daba a la calle, como si con ello hubieran querido contrarrestar la oscuridad que es génesis del texto. Supongo que James MacDonald, director de aquel primer montaje, sabía que este acto simbólico le habría encantado a la autora, pero no sé si estaba consciente de que en esta metáfora —abrir una cortina del teatro que años atrás la vio debutar y ahora la despedía— se concentra, en realidad, toda la obra y la intención poética de Sarah Kane como dramaturga: permitir que el mundo entre. Mirar sin prejuicios. Pertenecer. Y, citando a Rainer Maria Rilke, “dejar [desde la butaca de un teatro] que todo suceda”. Toda la belleza. Todo el horror del que somos parte.