fiesta / No. 250

Cuerpo y culpa

I just need to let it out
And dance till my body's free.

“Desire”, Tove Lo & SG Lewis


Las luces se paseaban por el techo del antro mientras la música hacía retumbar las paredes al ritmo de Bellakath cantándole a su vaquero. Bailamos como si todos nos estuvieran viendo. Estábamos conscientes de mucho, pero a la vez de nada. Cargábamos con culpa que a ratos se colaba por nuestro sudor. Encontramos en el mezanine de La Consentida un espacio donde bailar lo que estuvo paralizado por más de treinta noches.

Quevedo cantó y los tres coreamos: "Quédate que las noches sin ti duelen". Es octubre. Es nuestra última noche fuera de Culiacán, fuera del confinamiento (aún no sé si ordenado, implícito, obligado) para salvaguardarnos de la narcoguerra que se desataba en las calles, esas que alguna vez nos pertenecieron o eso llegamos a creer. Las noches con miedo duelen.

No suelo salir a fiestas, así que aún me extraña un poco haber aceptado tan seguro la invitación de Karen para ir al antro en nuestra última noche en Los Mochis. Era un viaje de trabajo, pero desde antes de partir, la idea de salir de Culiacán, aunque fuera cinco días, se sentía como un descanso, como la breve huida perfecta. El sol en el norte del estado descongeló mi cuerpo al andar por las calles mochitenses. Mis pasos dejaron de lado la prisa. Desactivé el estado de alerta cada que entraba en acción con la caída de la tarde. La vida era tan distinta a tan sólo tres horas de distancia. En cinco días necesitaba que mi cuerpo recuperara la calma, pero también el movimiento. Necesitaba equilibrarlo. Por eso dije que sí.

Éramos tres: Carolina, Karen y yo. El resto del equipo de trabajo tenía sueño o estaba cansado por la jornada, yo también, pero me repetía mentalmente, ya en el asiento trasero del Didi, que no sabía cuándo volvería a tener esta oportunidad. La cabeza es parte del cuerpo, pero todos hemos sentido alguna vez su enajenación con el resto de nosotros.

Quiero pensar en esa noche como un caso inverso, el cuerpo se separa y la conciencia sigue el mismo llamado. Dije que sí, no me puedo regresar al hotel, no me quiero regresar.

Llegamos a un primer destino, una cantina-bar que estaba cerrada. Amablemente, el chofer nos recomendó otro lugar, pero nos indicó que estaba más lejos. No recuerdo el nombre de ninguna de las dos. Teníamos un plan inicial: La Consentida, pero el precio nos motivó a buscar otras opciones. "No me puedo ir de aquí sin una fiesta" dijo Karen después de retomar el destino original. En esta historia, no sólo fue un cuerpo necesitado. Fuimos tres.

Entramos. La música hacía temblar el pasamanos de la escalera. Nos ubicamos en una pequeña mesa de madera en el mezanine del antro cuando aún no estaba tan lleno, debían ser las 11. Pedimos una cubeta. Tomamos. Nos empezamos a mover queriendo seguir el ritmo. Regresé a mi cabeza. No he bailado en fiestas que no son de mis amistades o en reuniones familiares. Me vuelvo muy consciente del torpe balanceo de mi cuerpo, el mismo un-dos un-dos que tenemos en común todos en una pista de baile. ¿Qué pasa si le dejamos de tener miedo al cuerpo? ¿Qué se pierde cuando nos soltamos enteramente a un control que está dentro de nosotros, pero que tampoco somos? Después de tres cervezas y dos shots de mezcal, que no supe tomar sin dejarme los labios escarchados, lo averigüé.

Pasaron los tragos, Shakira, los shots salados, Daddy Yankee, y el antro empezó a lucir como un viernes por la noche manda. Hacía mucho calor, pero nosotros éramos los únicos sudando. Llega un punto después de estar quieto tanto tiempo en que eres dominado por el cuerpo, después de la parálisis del miedo llega el momento en que saboreamos el espacio con todo lo que somos, lo contaminamos. Poco a poco nos vemos bailar, nos acompañamos, nos bailamos para acompañarnos. Los bailes dejan de pertenecerle al mundo para ahora ser nuestros. Movemos las manos y los brazos haciendo magia. La cabeza se sacude de un lado a otro para que perdamos el recuerdo del confinamiento. Las caderas suben y bajan siguiendo y abandonando el ritmo de la música. Entregarte a la música es diferente que entregarte al cuerpo.

Bailamos cada vez con más soltura porque no importa que nos vean. He escuchado antes el "baila como si nadie te estuviera viendo", pero aquí todos lo hacen. Fijan sus miradas en tres personas haciendo el ridículo, cuando ellos mismos se entregan con la mirada perdida y la cabeza gacha al movimiento sin disfrute, mecánico y oxidado. Nosotros nos abrazamos, brincamos, nos señalamos para dedicarnos canciones, nos caemos, casi tiramos una mesa. Todo a la vista de todos. Sus miradas y juicios también eran parte de nuestra soltura, nos daban el motivo necesario para entregarnos todavía más a nuestro ritual nocturno y psicodélico. Nadie nos conoce, somos de Culiacán.

¿Qué pasa? Estoy bailando con mis amigas, lejos de casa y de la violencia que azota las calles de mi ciudad. Eso pasa, estoy lejos. Vivo una libertad que el resto de culiacanenses no. Es una realidad que me cae como un balde de agua fría en este mar de cuerpos sudados y luces blancas. Detengo un poco mi euforia y lo pienso. Culpa. Se inyectó en mi cuerpo y va haciendo efecto. Es la primera vez que bailo con ella dentro de mí. Movimientos que se suponen sueltos empiezan a querer ser dominados por imágenes de gente encerrada en sus casas, carros con gente armada deambulando por las calles de Culiacán, por el miedo de la gente que está a tres horas de mí.

El cuerpo me reclama y pelea por recuperarme. Contra la culpa, el cansancio y el sueño. Raspo mi garganta gritando en la hora del karaoke, golpeo mi espalda con los brazos de desconocidos, el sudor empaña mis lentes. Hay culpa, pero me debo este frenesí. ¿Cómo saldo en cuatro horas una deuda de treinta y nueve días? Me entrego todavía más porque el día de mañana regresamos al encierro, al estado de alerta. Hoy tengo a mis amigas y un pedazo de piso para sacarme de mí mismo.



Salimos a las tres de la mañana y decidimos caminar para llegar al hotel. Son cuatro largas cuadras, pero disfrutamos cada parte del camino. Nos reímos de nosotros mismos, solamos quejas a la música del DJ, reclamamos la poca asistencia de gente guapa, nos burlamos de los criticones. Carolina dice: "¿Se imaginan caminar en Culiacán a esta hora? Nʼombre, imposible". La calle está en un silencio que no se escucha igual que el que hemos vivido por más de un mes. Es un callar libre y dispuesto a ser interrumpido con risas y canciones. La fiesta no empezó y terminó en La Consentida, está en la calle de las 3 de la mañana, en el Didi que te sugiere a dónde ir, en la cena que compartimos antes de irnos, en la posibilidad de salir. La fiesta siempre será la posibilidad.






Emmanuel Erenas (Culiacán, 2001). Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la UAS. Forma parte del Diplomado de Escritura Creativa y Crítica Literaria de la UNAM. @starrybookz