No 142/CUENTO

 
Echar de menos


Édgar Mora Bautista

 

Como hormigas. Sí, como miles de hormigas. Patas minúsculas recorriendo uno a uno los poros de su piel. Encerradas en su piel. Sa­turando sus venas con su andar frenético y sus antenas inquietísimas. Llenando sus pul­mo­nes, su garganta, im­pidiéndole respirar. Como un sueño sin fin. Alucina­cio­nes sin me­mo­ria. Fiebre. Como un aire pesado, irres­pi­rable. Un reloj de arena sumergido en la bañera. Igual a un gato disecado, con la mirada perdida en el espa­cio, con las pupilas dilatándose a intervalos. Como un ratón entre los dientes de una trampa que cada vez se clavan más profundo. Como un muerto que siente las pri­me­ras paladas caer sobre su ataúd. Eso, como un muerto que toma conciencia de su propia muerte.


En la morgue lo esperaba, como siempre, aquel hijo de puta de Díaz. Era un ser despreciable. Tenía la guardia nocturna desde hacía más de dos años, y la impresión que despertaba de inicio no se borraba nunca. Obeso y completamente descuidado, se movía como un pingüino que hubiese sido condenado a vivir de manera permanente en tierra. Cada paso parecía costarle un esfuerzo monumental, su bamboleo llegaba a hacerse desesperante porque simulaba no tener conciencia del tiempo o de la prisa de los demás. Siempre demoraba más de lo necesario. Lo hacía a propósito. Le generaba un placer sádico la desesperación de los demás. Sus ojillos, agazapados tras unas gafas de pasta dura reparados aquí y allá con cinta adhesiva, brillaban cada vez que alguna de las personas que estaban obligadas a esperarlo se comenzaba a poner impaciente. Los síntomas siempre eran los mismos: tamborileaban con sus dedos sobre el escritorio de madera falsa, movían las rodillas cada vez más rápidamente, apretaban los dientes reprimiendo un grito o, las más de las veces, un insulto.  Él las veía divertido desde el trono que suponía era el viejo sillón tras su escritorio. Un mueble viejo y sin forma que rechinaba de manera atroz, como quejándose de llevar a cuestas aquella masa humana que se divertía con el odio y la desesperación de los demás.
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Díaz tenía que entregar los cuerpos a quienes llegaban a reclamarlos. Como estaba en el turno de la noche, era raro que alguien acudiera a la morgue a esa hora. Sin embargo, no faltaban los desventurados. El gordo los podía oler a distancia. En cuanto oía las pisadas que se acercaban por el largo corredor de los servicios forenses, sabía que la diversión había empezado. De inmediato sacaba una montaña de expedientes de alguno de los cajones ubicados a sus espaldas y fingía estar sumamente ocupado. Cuando por fin alguien tocaba a la puerta, tardaba lo suficiente como para obligar al que se encontraba del otro lado a golpear un poco más fuerte. Era entonces cuando lanzaba un “¡Adelante!” sonoro e inmediato que la mayoría de las veces hacía saltar al distraído, antes de internarse de manera insegura en los territorios de Díaz.
   
La mayoría de la gente iba allí para revisar si en los frigoríficos de la morgue se encontraba algún familiar o conocido. Los visitantes durante el turno del gordo eran madres desesperadas y llorosas que buscaban a sus hijos desaparecidos días o semanas atrás; esposas temerosas de que al correr la cubierta plástica apareciera el rostro del marido sacrificado en una riña de cantina o en una pelea por putas en algún oscuro tugurio; maridos que deseaban con todas sus fuerzas que sus mujeres estuvieran mejor muertas que fugadas con otro. A todos los recibía Díaz con la misma actitud sádica y desconsiderada. Porque el cabrón no perseguía ningún bien, pongamos económico, de ningún tipo. Era corriente que escuchara historias de sus colegas en las cuales se aludía a la falta de escrúpulos de muchos de ellos al pedir dinero para entregar un cuerpo. A Díaz no le interesaba el dinero, al menos no el que le podía entregar una recién estrenada viuda o un aliviado no-cornudo.

—Nuevamente por aquí. Parece que con lo de la semana pasada no fue suficiente…

—¿Tienes algo para mí?

—Por supuesto. Si tú tienes algo para mí.

A aquel hombre le molestaba su aire cínico, la facilidad con la que se hacía detestable en un instante. No contestó nada. Llevó la mano hasta uno de los bolsillos internos de su gabardina y extrajo un sobre en el que se adivinaba un fajo generoso de billetes. Díaz lo tomó, lo sopesó en sus manos gruesas y groseras. Movió la cabeza de un lado a otro y con un guiño que intentaba parecer de complicidad se dirigió hacia los fri goríficos. El otro lo siguió. Al llegar al muro de las gavetas era imposible no castañear los dientes, en parte por la inquietud de encontrarse rodeado de cadáveres y en parte por el frío necesario para mantenerlos conservados.
   
Díaz abrió una gaveta y con una habilidad que no se sospechaba a primera vista, colocó el cadáver sobre la plancha más cercana. Era el cuerpo de una mujer. Un hermoso cuerpo. Lleno de sinuosidades. Sus labios aún lucían un tono rosado que contrastaba con el pálido general del resto de su piel. Díaz tiró del zíper y dejó que el aire frío saliera del interior de la bolsa mortuoria y se esparciera por la habitación.

—¡Tarán…! Aquí la tienes. Como las demás, degollada. Se ve que en vida era un manjar para los dioses. Tetas grandes y firmes, piernas largas, cadera ancha, nalgas paradas. ¡Puta! ¿Qué más podría uno pedir?
   
—Déjame solo.
   
—Ok. Pero recuerda que únicamente tienes una hora. No sé qué haces con estos cuerpos, ni me interesa saberlo; sólo quiero que no te tardes más de una hora o vendré aquí y te sacaré a patadas en el culo. ¿Entendido?
   
No contestó. Díaz intentó buscarle el rostro, pero cuando el otro fijó sus ojos intensamente negros en los suyos no tuvo ni valor ni voluntad de sostener esa mirada. Total, se dijo para sus adentros, mientras la ganancia sea segura qué me importa que éste se haga el mudo. Con su paso de pingüino retardado abandonó las planchas y se dirigió a su escritorio. Una torta de milanesa con quesillo le esperaba en el cajón superior. La saliva que se formó de inmediato en su boca pareció el lubricante ideal para que sus piernas se movieran con mayor velocidad.
   
Adentro se escuchó cómo el gordo dependiente jalaba con firmeza el cajón del escritorio y hacía aullar de dolor el sillón que nuevamente soportaba su humanidad. El cadáver permanecía inmóvil. Su acompañante se quitó la gabardina. Debajo no tenía más que una playera negra ajustada que hacía resaltar unos músculos potentes y bien definidos. Se montó sobre el cuerpo y miró con insistencia, esperando quizá que su respiración despertara al cuerpo inerte. Una lágrima cayó so bre el rostro de la muerta y se fue arrastrando hasta llegar al desagüe de la plancha. Una línea de sangre se unió a ella y siguió su camino hasta el fondo de la coladera.


Como una manada de insectos que chocan contra un cristal. Como las burbujas de una cerveza a punto de estallar. El momento en que las nueces crujen. La luz pren­dida y miles de cucarachas huyendo hacia todos lados. Se sentía como la energía que no es suficien­te para freír a un ser humano en la silla eléctrica. Co­mo un cen­tenar de bombas atómicas so­bre­­­volando una ciudad llena de ene­mi­gos. Como las agujas de las to­rres de las iglesias hiriendo el cielo. Mi­­les de sa­pos arrojados de los ex­cu­sa­­dos. Hue­sos crujiendo en el potro de los tor­mentos. Chirriar de leña ver­de mien­­tras las brujas arden. Gritos de pro­testa ahogados en las plazas pú­bli­cas por los batallones guberna­men­ta­les. Au­tos chirriando llantas y atro­pe­llan­­do perros ca­lle­je­ros. Niños des­­pe­­da­zados por el aire envenenado de ar­mas químicas. Como el preso al que vio­­lan en tumulto en su primer día en las regaderas. Como los sueños eró­ticos in­te­rrumpidos. Los gatos en el momento del coi­­to. La virginidad arrancada sin per­mi­­so. El nudo eterno en la nuca en el mo­men­to en que nadie sabe qué es lo que se tiene que ha­cer. Algo parecido a la ira.


morabautista02.jpgLos cazo cada noche. No tengo otra mo­tivación en la vida. Parece una estupidez. Como perseguir ovnis o retratar fantas­mas. Pero no es así. No cuando ya sa­bes lo que es matar a uno de éstos. Sentir en tus ma­nos el último residuo de exis­tencia mientras les cortas lentamente la garganta. Una vibración que va más allá de todo lo que te puedas imaginar. Como si de repente el cielo se encogiera y tú es­tu­vieras ob­ser­vándolo en el único palco disponible. ¡Por supuesto que me causa pla­cer! Qué otra cosa podría sentir. Es­tos hijos de puta han estado matándonos todos los días, lenta, consciente, metódicamente. Y los humanos se­gui­mos creyendo en lo que nos dicen los médicos: que la enfermedad tal, que el accidente cual, que la in­se­gu­ridad allá, que la predestinación aquí. ¿Te has de­te­nido a pensar a cuán­tas per­sonas conoces que se hayan muer­to realmente de viejas? ¿Cuántas son?, ¿dos, tres?, ¿no lo recuerdas? La cantidad es mínima. Ínfima. Hace muchos siglos que las cau­sas de nuestra muerte no tie­nen que ver con la cantidad de años que hemos vi­vido. Sino con la pre­sen­cia de ellos. Ellos mataron a mis padres, a mi es­posa y a mis dos pequeños. Ellos se los llevaron. Sin remordimiento. Sin pensar en nada. Sim­ple­men­te de­ci­dieron que era hora de terminar con sus vidas. Por eso ahora los cazo. Los persigo. Los aco­rralo. No tienen es­ca­patoria.

Ayer maté a uno. Paseaba por el centro buscando una víctima ideal. Algún niño descuidado o un solita­rio cualquiera. Se acercó a una pareja que discutía aca­lo­ra­damente en la mesa de un café al aire libre. Él se sentó en la mesa aledaña, pidió un café expreso y se puso a escuchar la discusión. Fingía leer un periódico viejo y arru­gado. Pero sus ojos reflejaban la satis­fac­ción de saber que había encontrado lo que estaba bus­cando. Fui más rápido que él. La pareja terminó su discusión, se man­da­ron al diablo consistentemente y la chica, después de dar una bofetada al tipo, tomó camino hacia las calles adoquinadas y a esa hora casi completamente solas. El otro pagó su café y la siguió. Me lancé tras él. Era un novato. Había dejado pasar mu­cho tiempo, permitió que la chica caminara con la pri­sa con la que camina la gen­te que no sabe si está mo­lesta o arrepentida. O si tiene miedo. La perdió al dar vuel­ta en dos esquinas demasiado cercanas.

morabautista03.jpgIba a regresar el camino cuando logré jalarlo hacia el edificio abandonado desde el que lo había ob­ser­vado. Lo tomé de la garganta y apreté fuertemente. No hay otra forma de dominarlos, las diversas cicatrices que tengo en todo el cuerpo certifican lo que estoy diciendo. Apreté su cuello y miré dentro de sus ojos. Estaban en­cen­di­dos, con un rojo que delataba su ju­ventud. Cada vez hay más jóvenes metidos en esto. Su número está creciendo y su rebaño en franca deca­den­cia. Un rugido que sa­lió de lo más recóndito de sus en­trañas me anunciaba que no se rendiría sin luchar. Me alegré, nunca me ha gustado matar a los que se resig­nan a su muerte sin oponer resistencia. Lo solté sólo lo suficiente como para alcanzar mi navaja. Presintió que conocía sus debilidades y que la lucha sería a muer­te. Lanzó dos o tres ataques bus­cando siempre mi estó­mago. Sus dientes alcanzaron a rozar uno de mis bra­zos, mis­mo que dejó lleno de esa espuma que les escurre cuando están demasiado excitados como pa­ra perca­tarse de ello. Su transformación ya no me im­presio­na­ba. Sabía que en cualquier momento podían cambiar de forma. Pero para luchar siem­pre escogían la mis­ma, o al menos una bastante parecida. Brazos largos, ho­ci­co puntiagudo, dientes fuertes entre los que so­bre­salían los colmillos filosos y letales. Era la mis­ma forma que adquirían para devorar a sus víctimas. Así fue co­mo los vi cuando se dieron a la tarea de de­vorar a mi familia. Esos sucios colmillos habían desgarrado las carnes de mis hijos, los brazos débiles de mi madre, los senos de mi esposa. Al principio creí que eran in­vencibles, que eran parte de una condena que Dios (en ese entonces todavía creía en Dios) había enviado a los hombres para cas­ti­garlos por las ini­qui­dades que lle­va­­ban a cabo de manera continua y des­preo­cu­pa­da. Pero no hay ningún dios involucrado en esto. Dios se fue de vacaciones hace mucho tiempo. Y estas bestias son tan mortales como cualquiera. El se­creto está en ha­cer un corte profundo en la garganta, terminar de un tajo con la tráquea. Es su punto más débil, perderán aire, se tambalearán como un enorme pino a punto de caer sobre la nieve que el invierno acu­mula en las mon­tañas. Allá donde todavía hay mon­ta­ñas. Caerán como los copos de nieve que se des­pren­den del cielo desha­bi­tado, allá lejos donde hace mucho tiempo Dios ya no despacha.

Caerán como el que maté ayer. Tratarán de jalar aire por sus enormes narices. Lan­zarán dos o tres brazadas a ciegas, buscando encontrar tu pierna o tu estómago. Les encanta reventar las vísceras, observar cómo un hombre desesperado trata de recu­pe­rar sus tripas mien­tras siente que la vida lo abandona. Después sim­ple­mente lo devorarán. Como hienas. No, más bien, como serpientes, como anacondas que no dejan rastros de sus víctimas.

Desaparecidos. Dicen que las personas desa­pa­re­cen. Hay programas de radio, de televisión en donde bus­can a los desaparecidos. En realidad han sido de­vora­dos. No los encontrarán nunca. Ni siquiera en los es­tómagos de sus devoradores. Éstos mudarán de for­ma y se encontrarán de manera inmediata com­ple­ta­men­te asimi­la­dos a la apariencia huma­na, a la ex­plo­­ta­ción de sus caprichos y sus errores. El de ayer era joven y an­tes de morir tomó una forma femenina. La for­ma de la chica a la que quería matar sin mayor mi­ra­miento. Unas formas esbeltas que ocasionarán la pie­dad y el es­cán­da­lo de quien la en­cuen­tre. Así ocurrió y la han lle­vado al fo­rense. La metieron en una bolsa de plás­tico y directo al congelador. Como si lo ne­ce­sitara.

No tardan en venir por él. En meterse a la morgue y rescatar lo que reste. Siem­pre vie­ne uno más viejo. Más experi­men­ta­do. Nunca he podido atrapar uno de és­tos. Son escurridizos, saga­ces, hábiles. Nunca hasta hoy. Hoy es­toy decidido a no dejarlo ir. A apretar su garganta hasta que sus ojos cambien de color y ruegue por una muerte rápida. El hijo de puta. Bastante que se lo habrá ganado. Al fin y al ca­bo, esto no es más que una guerra.


Un cuadro renacentista. La luz mortuoria del salón le imprime un tono dramático a los dos cuerpos des­nu­dos que están sobre una de las planchas de la mor­gue. Uno de los cuerpos permanece estático. Es una mujer hermosa, de formas perfectas. El otro es un hombre que se dedica a olfatear cada uno de los centímetros de la piel del cadáver. La olfatea y en de­terminado mo­mento comienza a lamer el cuerpo de for­ma extrema­damente sexual. Recorre con un aparente deseo las areo­las, succiona los pezones, baja lamiendo el ab­do­men mientras sus ma­nos se des­lizan por los costados del cuerpo. Al llegar al sexo la­dea la cabeza antes de introducir su lengua en la aber­tura. Lame de arriba ha­cia abajo con una re­gu­la­ridad de péndulo. Tiene los ojos cerrados y deja escapar un ruido semejante al ron­roneo sordo de cien gatos jun­tos. No se puede ver su sexo, pero se podría adivinar en una erección pode­ro­sa e imbatible. Vuelve a subir y en ese momento in­troduce su lengua en la boca del cuerpo inmóvil. Des­pués toma ambos brazos y sacude con fuerza. No hay ninguna reacción. El hombre se hinca en las piernas de la mujer. Es decir, se hinca so­bre las piernas. Des­pués levanta una de sus manos que de repente parece más grande y rematada con unas uñas muy largas. An­tes de poder ver otra cosa, la mano ha penetrado el cuerpo inerme y ha arrancado, en un mo­vi­miento veloz y casi imperceptible, el corazón muer­to del cuerpo. Lo sostiene por arriba de su cabeza y, acto seguido, co­mienza a devo­rar­lo con mordidas se­re­nas y re­signadas. En determinado momento vuelve la cabeza y se puede observar, por es­­casos segundos, el resplandor azul de sus pupilas.

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Como el rumor de un millón de lápices rasgando mi­llones de hojas, escribiendo, gritando en grafito las miles de voces que nadie quiere oír. Como las olas enor­mes del océano que no dudan en voltear las embar­ca­ciones, en devorarlas y escupir luego los restos a la pla­ya. Como el aire que oxida los aceros e inutiliza las herra­mientas. Martillos que golpean las cabezas de los convencidos. Molinos de carne triturando los cadá­ve­res que servirán de alimento. Máquinas que recorren las ca­lles con sus luces rojas y azules, con sus rui­dos de mujer llorosa e inconsolable. Santos que lloran san­gre subidos en pedestales de piedra mi­le­na­ria. Relám­pa­gos de cielo limpio, de cie­lo in­ha­bi­tado, de nubes ine­xistentes. Caballos que des­filan sobre las ruinas de los templos, so­bre las cenizas de los muertos, sobre las cru­ces de los con­denados. Grillos de crepitar eterno, de vio­li­nes desafinados, de rechinar de dien­tes. Como la mi­rada de aquel a quien le hemos negado el sa­lu­do. Como las cuencas va­cías de los ojos de la muer­te. Se llama rabia y ha infestado el mundo.


El gordo se llama Díaz. Al menos todos le dicen así. Atien­de la morgue y es un pen­de­jo. ¿Necesito saber más? Creo que no. Me he cansado de esperar. Entraré ahí an­tes de que se me escape. No lo puedo permitir. Esta noche no. Espero que Díaz no me dé pro­blemas. Sólo he venido por el otro. El vie­jo. Voy a entrar.


Las primeras veces a Díaz le daba curiosidad saber qué hacía el hombre aquel con los cuerpos del de­pó­sito. También se preguntaba cómo ese hom­bre se en­te­raba casi de inmediato de que llega­ban al depósito cuerpos de mujeres her­mo­sas sin iden­tificar. Se que­da­ba largos ratos observando a través del ojo de buey de la puerta del salón de autopsias lo que el forastero casi mudo hacía encima de las plan­chas. Nunca tuvo pa­ciencia para ver el final. Casi siempre se aburría, o se cansaba de estar tanto tiempo parado sobre las puntas de los pies dado que su estatura no le alcanzaba para ver de manera natural a través del agujero cir­cu­lar. Lo más que llegó a ver fue al hombre que co­men­zaba a desnudarse. En ese momento, Díaz tomaba entre sus dedos el crucifijo que su madre le había regalado años antes, mientras con la otra mano no podía re­pri­mir el acto reflejo de persignarse. Hasta ahí llegaba su vo­yeurismo. Lo que seguía al ritual de quitarse la ropa creía saberlo, o más bien, se resig­na­ba a ima­gi­nár­se­lo. Fue por eso que nunca vio al hom­bre devorar los corazones de las mujeres muer­tas. Tam­poco se hubiera enterado si tomamos en cuenta que todos esos cadá­veres no identificados iban a pa­rar al incinerador si nadie los reclamaba. ¿Quién iba a echar de menos un corazón?


Encontré a Díaz detrás de su escritorio. De entrada creo que mi presencia y mi aspecto le sorprendió. Nunca había visto nada como yo. La cicatriz de mi rostro se reflejaba claramente en un espejo que estaba sobre la cabezota de Díaz. Mis manos ocultas en unos grue­sos guantes de piel negra no le hubiesen infundido con­fianza a nadie. Me miró, creo que in­cluso con un poco de miedo, pero enseguida se repuso.

-Hey, tú, loco de mierda. Bonito disfraz. ¿Qué chin­gados quieres a esta hora?

La espada surge de la nada. Y la nada es la funda que llevo fija a mi pierna. Yo mismo forjé el acero. Ho­jas y hojas fundidas y golpeadas al rojo vivo con un martillo que nunca se cansó. Pensaba en este mo­­men­to. Voy por uno grande.

La masa de carne flácida y grasa se de­san­gra en el piso. Grita como un cerdo al que es­tu­vieran cas­tran­do. Yo echo a andar por el pasillo hasta la entrada del depósito de cadáveres. Llevo la espada desenvainada. Siempre supe que, llegado el momento, una navaja se­ría insuficiente. Al fondo del pasillo, jus­to encima del letrero, una de las lámparas ha deci­dido que es buena hora para morir. Comienza a parpadear hasta que fi­nalmente se queda a oscuras la entrada al salón de las planchas. Adentro, sin em­bargo, la luz no se ha extinguido.

Empujo la puerta batiente. Siempre la espada por de­lante. Avanzo con precaución. Es innecesaria. Él ya sabe que estoy aquí. Se ha vestido y me mira desde el otro extremo del cuarto. En cuanto me ve sonríe.

-Así que has sido tú todos estos años. Nunca creí que tuvieras las agallas.

Su voz me deja por un momento inmóvil. Es la mis­ma voz que escuché el día en que masacraron a mi familia. Es la voz. (Como el grito de un dios ebrio, pi­diendo que llegue la muerte...). Él advierte mi tur­ba­ción y la aprovecha. De un salto sobrenatural evita dos de las planchas de acero inoxidable y se planta justo frente a mí. No hay trans­for­ma­ción. Está com­ple­ta­men­te confiado en que me vencerá con la forma que tiene. Lanzo una estocada fu­riosa que él esquiva fácilmente al mismo tiempo que me impulsa con uno de sus bra­zos hacia la pa­red. Choco estrepitosamente y la espa­da sale volando. Entonces clava sus uñas en mi ab­do­men, me entierra sus garras y comienza a apretar.

Lo que sigue no lo puedo recordar de manera cla­ra. El dolor y el miedo son los padres de todas las po­si­bilidades. Nunca supe cómo llegaron mis manos a su garganta, ni cómo la navaja apareció y le cortó de un limpio tajo el pescuezo. Sólo sé que salí vivo. Sólo sé que éste era diferente a los de­más. Tenía las alas com­pletamente desarrolladas. Se­gu­ro que podía volar.

Salgo de la morgue tropezando con todo. La herida en mi abdomen ha comenzado a re­cordarme mi con­dición humana. Si no llego pronto a casa me de­san­gra­ré irreme­dia­ble­men­te. Paso junto al cadáver de Díaz. Ha deja­do de gritar y en su rostro hay más paz que en cualquier día de su asquerosa vida. No reprimo el de­seo de patearlo. Lo hago. Finalmente, durante mucho tiempo, fue un aliado de ellos. Y en una guerra eso no puede perdonarse. Porque esto es una condenada gue­rra. Y yo no estoy dispuesto a perderla.






Édgar Mora Bautista (Tlatlauquitepec, Puebla, 1976) es na­rrador y ensayista. Ha ganado premios entre los que so­bre­sa­len los de Crónica y Ensayo del Concurso 33 de la revista Pun­to de partida, y el Premio Nacional de Jóvenes Narradores uacm en el género de cuento. Es autor de Memoria del polvo (Edi­cio­nes uacm, 2005). Actualmente es becario del Programa Na­cio­nal de Jóve­nes Creadores del fonca en el área de cuento.