Como hormigas. Sí, como miles de hormigas. Patas minúsculas recorriendo uno a uno los poros de su piel. Encerradas en su piel. Saturando sus venas con su andar frenético y sus antenas inquietísimas. Llenando sus pulmones, su garganta, impidiéndole respirar. Como un sueño sin fin. Alucinaciones sin memoria. Fiebre. Como un aire pesado, irrespirable. Un reloj de arena sumergido en la bañera. Igual a un gato disecado, con la mirada perdida en el espacio, con las pupilas dilatándose a intervalos. Como un ratón entre los dientes de una trampa que cada vez se clavan más profundo. Como un muerto que siente las primeras paladas caer sobre su ataúd. Eso, como un muerto que toma conciencia de su propia muerte.
En la morgue lo esperaba, como siempre, aquel hijo de puta de Díaz. Era un ser despreciable. Tenía la guardia nocturna desde hacía más de dos años, y la impresión que despertaba de inicio no se borraba nunca. Obeso y completamente descuidado, se movía como un pingüino que hubiese sido condenado a vivir de manera permanente en tierra. Cada paso parecía costarle un esfuerzo monumental, su bamboleo llegaba a hacerse desesperante porque simulaba no tener conciencia del tiempo o de la prisa de los demás. Siempre demoraba más de lo necesario. Lo hacía a propósito. Le generaba un placer sádico la desesperación de los demás. Sus ojillos, agazapados tras unas gafas de pasta dura reparados aquí y allá con cinta adhesiva, brillaban cada vez que alguna de las personas que estaban obligadas a esperarlo se comenzaba a poner impaciente. Los síntomas siempre eran los mismos: tamborileaban con sus dedos sobre el escritorio de madera falsa, movían las rodillas cada vez más rápidamente, apretaban los dientes reprimiendo un grito o, las más de las veces, un insulto. Él las veía divertido desde el trono que suponía era el viejo sillón tras su escritorio. Un mueble viejo y sin forma que rechinaba de manera atroz, como quejándose de llevar a cuestas aquella masa humana que se divertía con el odio y la desesperación de los demás.
Díaz tenía que entregar los cuerpos a quienes llegaban a reclamarlos. Como estaba en el turno de la noche, era raro que alguien acudiera a la morgue a esa hora. Sin embargo, no faltaban los desventurados. El gordo los podía oler a distancia. En cuanto oía las pisadas que se acercaban por el largo corredor de los servicios forenses, sabía que la diversión había empezado. De inmediato sacaba una montaña de expedientes de alguno de los cajones ubicados a sus espaldas y fingía estar sumamente ocupado. Cuando por fin alguien tocaba a la puerta, tardaba lo suficiente como para obligar al que se encontraba del otro lado a golpear un poco más fuerte. Era entonces cuando lanzaba un “¡Adelante!” sonoro e inmediato que la mayoría de las veces hacía saltar al distraído, antes de internarse de manera insegura en los territorios de Díaz.
—Nuevamente por aquí. Parece que con lo de la semana pasada no fue suficiente…
—Por supuesto. Si tú tienes algo para mí.
A aquel hombre le molestaba su aire cínico, la facilidad con la que se hacía detestable en un instante. No contestó nada. Llevó la mano hasta uno de los bolsillos internos de su gabardina y extrajo un sobre en el que se adivinaba un fajo generoso de billetes. Díaz lo tomó, lo sopesó en sus manos gruesas y groseras. Movió la cabeza de un lado a otro y con un guiño que intentaba parecer de complicidad se dirigió hacia los fri goríficos. El otro lo siguió. Al llegar al muro de las gavetas era imposible no castañear los dientes, en parte por la inquietud de encontrarse rodeado de cadáveres y en parte por el frío necesario para mantenerlos conservados.
Como una manada de insectos que chocan contra un cristal. Como las burbujas de una cerveza a punto de estallar. El momento en que las nueces crujen. La luz prendida y miles de cucarachas huyendo hacia todos lados. Se sentía como la energía que no es suficiente para freír a un ser humano en la silla eléctrica. Como un centenar de bombas atómicas sobrevolando una ciudad llena de enemigos. Como las agujas de las torres de las iglesias hiriendo el cielo. Miles de sapos arrojados de los excusados. Huesos crujiendo en el potro de los tormentos. Chirriar de leña verde mientras las brujas arden. Gritos de protesta ahogados en las plazas públicas por los batallones gubernamentales. Autos chirriando llantas y atropellando perros callejeros. Niños despedazados por el aire envenenado de armas químicas. Como el preso al que violan en tumulto en su primer día en las regaderas. Como los sueños eróticos interrumpidos. Los gatos en el momento del coito. La virginidad arrancada sin permiso. El nudo eterno en la nuca en el momento en que nadie sabe qué es lo que se tiene que hacer. Algo parecido a la ira.
Los cazo cada noche. No tengo otra motivación en la vida. Parece una estupidez. Como perseguir ovnis o retratar fantasmas. Pero no es así. No cuando ya sabes lo que es matar a uno de éstos. Sentir en tus manos el último residuo de existencia mientras les cortas lentamente la garganta. Una vibración que va más allá de todo lo que te puedas imaginar. Como si de repente el cielo se encogiera y tú estuvieras observándolo en el único palco disponible. ¡Por supuesto que me causa placer! Qué otra cosa podría sentir. Estos hijos de puta han estado matándonos todos los días, lenta, consciente, metódicamente. Y los humanos seguimos creyendo en lo que nos dicen los médicos: que la enfermedad tal, que el accidente cual, que la inseguridad allá, que la predestinación aquí. ¿Te has detenido a pensar a cuántas personas conoces que se hayan muerto realmente de viejas? ¿Cuántas son?, ¿dos, tres?, ¿no lo recuerdas? La cantidad es mínima. Ínfima. Hace muchos siglos que las causas de nuestra muerte no tienen que ver con la cantidad de años que hemos vivido. Sino con la presencia de ellos. Ellos mataron a mis padres, a mi esposa y a mis dos pequeños. Ellos se los llevaron. Sin remordimiento. Sin pensar en nada. Simplemente decidieron que era hora de terminar con sus vidas. Por eso ahora los cazo. Los persigo. Los acorralo. No tienen escapatoria.
Ayer maté a uno. Paseaba por el centro buscando una víctima ideal. Algún niño descuidado o un solitario cualquiera. Se acercó a una pareja que discutía acaloradamente en la mesa de un café al aire libre. Él se sentó en la mesa aledaña, pidió un café expreso y se puso a escuchar la discusión. Fingía leer un periódico viejo y arrugado. Pero sus ojos reflejaban la satisfacción de saber que había encontrado lo que estaba buscando. Fui más rápido que él. La pareja terminó su discusión, se mandaron al diablo consistentemente y la chica, después de dar una bofetada al tipo, tomó camino hacia las calles adoquinadas y a esa hora casi completamente solas. El otro pagó su café y la siguió. Me lancé tras él. Era un novato. Había dejado pasar mucho tiempo, permitió que la chica caminara con la prisa con la que camina la gente que no sabe si está molesta o arrepentida. O si tiene miedo. La perdió al dar vuelta en dos esquinas demasiado cercanas.
Iba a regresar el camino cuando logré jalarlo hacia el edificio abandonado desde el que lo había observado. Lo tomé de la garganta y apreté fuertemente. No hay otra forma de dominarlos, las diversas cicatrices que tengo en todo el cuerpo certifican lo que estoy diciendo. Apreté su cuello y miré dentro de sus ojos. Estaban encendidos, con un rojo que delataba su juventud. Cada vez hay más jóvenes metidos en esto. Su número está creciendo y su rebaño en franca decadencia. Un rugido que salió de lo más recóndito de sus entrañas me anunciaba que no se rendiría sin luchar. Me alegré, nunca me ha gustado matar a los que se resignan a su muerte sin oponer resistencia. Lo solté sólo lo suficiente como para alcanzar mi navaja. Presintió que conocía sus debilidades y que la lucha sería a muerte. Lanzó dos o tres ataques buscando siempre mi estómago. Sus dientes alcanzaron a rozar uno de mis brazos, mismo que dejó lleno de esa espuma que les escurre cuando están demasiado excitados como para percatarse de ello. Su transformación ya no me impresionaba. Sabía que en cualquier momento podían cambiar de forma. Pero para luchar siempre escogían la misma, o al menos una bastante parecida. Brazos largos, hocico puntiagudo, dientes fuertes entre los que sobresalían los colmillos filosos y letales. Era la misma forma que adquirían para devorar a sus víctimas. Así fue como los vi cuando se dieron a la tarea de devorar a mi familia. Esos sucios colmillos habían desgarrado las carnes de mis hijos, los brazos débiles de mi madre, los senos de mi esposa. Al principio creí que eran invencibles, que eran parte de una condena que Dios (en ese entonces todavía creía en Dios) había enviado a los hombres para castigarlos por las iniquidades que llevaban a cabo de manera continua y despreocupada. Pero no hay ningún dios involucrado en esto. Dios se fue de vacaciones hace mucho tiempo. Y estas bestias son tan mortales como cualquiera. El secreto está en hacer un corte profundo en la garganta, terminar de un tajo con la tráquea. Es su punto más débil, perderán aire, se tambalearán como un enorme pino a punto de caer sobre la nieve que el invierno acumula en las montañas. Allá donde todavía hay montañas. Caerán como los copos de nieve que se desprenden del cielo deshabitado, allá lejos donde hace mucho tiempo Dios ya no despacha.
Caerán como el que maté ayer. Tratarán de jalar aire por sus enormes narices. Lanzarán dos o tres brazadas a ciegas, buscando encontrar tu pierna o tu estómago. Les encanta reventar las vísceras, observar cómo un hombre desesperado trata de recuperar sus tripas mientras siente que la vida lo abandona. Después simplemente lo devorarán. Como hienas. No, más bien, como serpientes, como anacondas que no dejan rastros de sus víctimas.
Desaparecidos. Dicen que las personas desaparecen. Hay programas de radio, de televisión en donde buscan a los desaparecidos. En realidad han sido devorados. No los encontrarán nunca. Ni siquiera en los estómagos de sus devoradores. Éstos mudarán de forma y se encontrarán de manera inmediata completamente asimilados a la apariencia humana, a la explotación de sus caprichos y sus errores. El de ayer era joven y antes de morir tomó una forma femenina. La forma de la chica a la que quería matar sin mayor miramiento. Unas formas esbeltas que ocasionarán la piedad y el escándalo de quien la encuentre. Así ocurrió y la han llevado al forense. La metieron en una bolsa de plástico y directo al congelador. Como si lo necesitara.
No tardan en venir por él. En meterse a la morgue y rescatar lo que reste. Siempre viene uno más viejo. Más experimentado. Nunca he podido atrapar uno de éstos. Son escurridizos, sagaces, hábiles. Nunca hasta hoy. Hoy estoy decidido a no dejarlo ir. A apretar su garganta hasta que sus ojos cambien de color y ruegue por una muerte rápida. El hijo de puta. Bastante que se lo habrá ganado. Al fin y al cabo, esto no es más que una guerra.
Un cuadro renacentista. La luz mortuoria del salón le imprime un tono dramático a los dos cuerpos desnudos que están sobre una de las planchas de la morgue. Uno de los cuerpos permanece estático. Es una mujer hermosa, de formas perfectas. El otro es un hombre que se dedica a olfatear cada uno de los centímetros de la piel del cadáver. La olfatea y en determinado momento comienza a lamer el cuerpo de forma extremadamente sexual. Recorre con un aparente deseo las areolas, succiona los pezones, baja lamiendo el abdomen mientras sus manos se deslizan por los costados del cuerpo. Al llegar al sexo ladea la cabeza antes de introducir su lengua en la abertura. Lame de arriba hacia abajo con una regularidad de péndulo. Tiene los ojos cerrados y deja escapar un ruido semejante al ronroneo sordo de cien gatos juntos. No se puede ver su sexo, pero se podría adivinar en una erección poderosa e imbatible. Vuelve a subir y en ese momento introduce su lengua en la boca del cuerpo inmóvil. Después toma ambos brazos y sacude con fuerza. No hay ninguna reacción. El hombre se hinca en las piernas de la mujer. Es decir, se hinca sobre las piernas. Después levanta una de sus manos que de repente parece más grande y rematada con unas uñas muy largas. Antes de poder ver otra cosa, la mano ha penetrado el cuerpo inerme y ha arrancado, en un movimiento veloz y casi imperceptible, el corazón muerto del cuerpo. Lo sostiene por arriba de su cabeza y, acto seguido, comienza a devorarlo con mordidas serenas y resignadas. En determinado momento vuelve la cabeza y se puede observar, por escasos segundos, el resplandor azul de sus pupilas.
Como el rumor de un millón de lápices rasgando millones de hojas, escribiendo, gritando en grafito las miles de voces que nadie quiere oír. Como las olas enormes del océano que no dudan en voltear las embarcaciones, en devorarlas y escupir luego los restos a la playa. Como el aire que oxida los aceros e inutiliza las herramientas. Martillos que golpean las cabezas de los convencidos. Molinos de carne triturando los cadáveres que servirán de alimento. Máquinas que recorren las calles con sus luces rojas y azules, con sus ruidos de mujer llorosa e inconsolable. Santos que lloran sangre subidos en pedestales de piedra milenaria. Relámpagos de cielo limpio, de cielo inhabitado, de nubes inexistentes. Caballos que desfilan sobre las ruinas de los templos, sobre las cenizas de los muertos, sobre las cruces de los condenados. Grillos de crepitar eterno, de violines desafinados, de rechinar de dientes. Como la mirada de aquel a quien le hemos negado el saludo. Como las cuencas vacías de los ojos de la muerte. Se llama rabia y ha infestado el mundo.
El gordo se llama Díaz. Al menos todos le dicen así. Atiende la morgue y es un pendejo. ¿Necesito saber más? Creo que no. Me he cansado de esperar. Entraré ahí antes de que se me escape. No lo puedo permitir. Esta noche no. Espero que Díaz no me dé problemas. Sólo he venido por el otro. El viejo. Voy a entrar.
Las primeras veces a Díaz le daba curiosidad saber qué hacía el hombre aquel con los cuerpos del depósito. También se preguntaba cómo ese hombre se enteraba casi de inmediato de que llegaban al depósito cuerpos de mujeres hermosas sin identificar. Se quedaba largos ratos observando a través del ojo de buey de la puerta del salón de autopsias lo que el forastero casi mudo hacía encima de las planchas. Nunca tuvo paciencia para ver el final. Casi siempre se aburría, o se cansaba de estar tanto tiempo parado sobre las puntas de los pies dado que su estatura no le alcanzaba para ver de manera natural a través del agujero circular. Lo más que llegó a ver fue al hombre que comenzaba a desnudarse. En ese momento, Díaz tomaba entre sus dedos el crucifijo que su madre le había regalado años antes, mientras con la otra mano no podía reprimir el acto reflejo de persignarse. Hasta ahí llegaba su voyeurismo. Lo que seguía al ritual de quitarse la ropa creía saberlo, o más bien, se resignaba a imaginárselo. Fue por eso que nunca vio al hombre devorar los corazones de las mujeres muertas. Tampoco se hubiera enterado si tomamos en cuenta que todos esos cadáveres no identificados iban a parar al incinerador si nadie los reclamaba. ¿Quién iba a echar de menos un corazón?
Encontré a Díaz detrás de su escritorio. De entrada creo que mi presencia y mi aspecto le sorprendió. Nunca había visto nada como yo. La cicatriz de mi rostro se reflejaba claramente en un espejo que estaba sobre la cabezota de Díaz. Mis manos ocultas en unos gruesos guantes de piel negra no le hubiesen infundido confianza a nadie. Me miró, creo que incluso con un poco de miedo, pero enseguida se repuso.
-Hey, tú, loco de mierda. Bonito disfraz. ¿Qué chingados quieres a esta hora?
La espada surge de la nada. Y la nada es la funda que llevo fija a mi pierna. Yo mismo forjé el acero. Hojas y hojas fundidas y golpeadas al rojo vivo con un martillo que nunca se cansó. Pensaba en este momento. Voy por uno grande.
La masa de carne flácida y grasa se desangra en el piso. Grita como un cerdo al que estuvieran castrando. Yo echo a andar por el pasillo hasta la entrada del depósito de cadáveres. Llevo la espada desenvainada. Siempre supe que, llegado el momento, una navaja sería insuficiente. Al fondo del pasillo, justo encima del letrero, una de las lámparas ha decidido que es buena hora para morir. Comienza a parpadear hasta que finalmente se queda a oscuras la entrada al salón de las planchas. Adentro, sin embargo, la luz no se ha extinguido.
Empujo la puerta batiente. Siempre la espada por delante. Avanzo con precaución. Es innecesaria. Él ya sabe que estoy aquí. Se ha vestido y me mira desde el otro extremo del cuarto. En cuanto me ve sonríe.
-Así que has sido tú todos estos años. Nunca creí que tuvieras las agallas.
Su voz me deja por un momento inmóvil. Es la misma voz que escuché el día en que masacraron a mi familia. Es la voz. (
Como el grito de un dios ebrio, pidiendo que llegue la muerte...). Él advierte mi turbación y la aprovecha. De un salto sobrenatural evita dos de las planchas de acero inoxidable y se planta justo frente a mí. No hay transformación. Está completamente confiado en que me vencerá con la forma que tiene. Lanzo una estocada furiosa que él esquiva fácilmente al mismo tiempo que me impulsa con uno de sus brazos hacia la pared. Choco estrepitosamente y la espada sale volando. Entonces clava sus uñas en mi abdomen, me entierra sus garras y comienza a apretar.
Lo que sigue no lo puedo recordar de manera clara. El dolor y el miedo son los padres de todas las posibilidades. Nunca supe cómo llegaron mis manos a su garganta, ni cómo la navaja apareció y le cortó de un limpio tajo el pescuezo. Sólo sé que salí vivo. Sólo sé que éste era diferente a los demás. Tenía las alas completamente desarrolladas. Seguro que podía volar.
Salgo de la morgue tropezando con todo. La herida en mi abdomen ha comenzado a recordarme mi condición humana. Si no llego pronto a casa me desangraré irremediablemente. Paso junto al cadáver de Díaz. Ha dejado de gritar y en su rostro hay más paz que en cualquier día de su asquerosa vida. No reprimo el deseo de patearlo. Lo hago. Finalmente, durante mucho tiempo, fue un aliado de ellos. Y en una guerra eso no puede perdonarse. Porque esto es una condenada guerra. Y yo no estoy dispuesto a perderla.
Édgar Mora Bautista (Tlatlauquitepec, Puebla, 1976) es narrador y ensayista. Ha ganado premios entre los que sobresalen los de Crónica y Ensayo del Concurso 33 de la revista Punto de partida, y el Premio Nacional de Jóvenes Narradores uacm en el género de cuento. Es autor de Memoria del polvo (Ediciones uacm, 2005). Actualmente es becario del Programa Nacional de Jóvenes Creadores del fonca en el área de cuento.