Quizá te extrañe recibir mi carta, pero es que buscando y buscando en mi memoria he vuelto a revivir las horas interminables que solíamos pasar juntas hablando bobadas acerca de nuestro futuro, de la familia que queríamos formar y del príncipe maravilloso que encontraríamos disfrazado de sapo. ¿Recuerdas? Desde entonces prometimos contarnos todo: no dejarnos guiar por la estúpida timidez que censurara nuestros actos o por la incómoda impresión de sentirnos diferentes y ya no compartir los mismos pensamientos. Tú en tu mundo y yo en el mío, de eso ni qué hablar, desde que dejamos la escuela nos fue imposible volver a compaginar nuestras vidas. Pero las promesas siguieron en pie: perder la virginidad lo más pronto posible, precipitarnos, concretar nuestros impulsos. Todavía ahora recuerdo aquella carta donde me hablabas de tu último triunfo: habías ganado en cuanto al primero de nuestros objetivos. Tu carta fue dulce, enternecedora. Aún la guardo entre mis papeles importantes y de vez en cuando la releo: apenas tenías trece años, dos años después de tu primera menstruación, y tus piernas adolescentes ya temblaban de frío.
¡Ah!, amiga, pero lo que quiero contarte es otra cosa; es una obsesión que me quita el sueño y las ganas de comer, que me impide incluso pensar con claridad y que me arrebata tontos suspiros desde lo más hondo de las entrañas. Por esa obsesión incluso a ti te he descuidado, ¿sabrás perdonarlo? Lo recuerdo, sí, prometimos jamás enamorarnos, no dejarnos seducir por la fragilidad de un discurso lacrimógeno ni por la belleza de las flores. Pero a decir verdad, ni siquiera estoy segura de sentir amor, creo que en todo caso es algo mucho más profundo, mucho más violento. Estoy enamorada del deseo que despierto en él, de sus ojos cuando me miran, de sus manos.
Quizá, para defender mi imagen que seguramente empieza a mancillarse, debo recordarte, amiga, que he conocido a innumerables hombres, que los evocarás si relees alguna de mis cartas y que, por lo menos, en eso no te he fallado. En cuanto a lo demás, he seguido religiosamente cada una de las reglas de nuestro pacto: no pensar en las consecuencias, amar nuestro cuerpo por encima de todo, no adjudicarnos falsas aventuras, encontrar el gusto en la variedad y no compartir a nuestros hombres. Sí, no lo olvido: no enamorarnos era la primera regla. Y quizá tengas razón, pero no he podido evitarlo. Y aunque me reproches que escribo un lugar común, de cualquier modo lo escribiré: con él todo ha sido diferente, como si en nuestro mundo predestinado e inalterable un genio perverso nos diera una vuelta de tuerca e invirtiera los papeles. Ya lo sé, tú lo dirás: yo, la más soberbia y triunfadora de tus amigas, la que nadie podía domeñar, se encuentra ahora idiotamente amordazada.
Pero en lo demás, amiga, ten la seguridad de que nunca te he fallado. A veces creo que fuimos demasiado rígidas al establecer nuestros preceptos, y que algunos de ellos, con el tiempo, se vuelven insostenibles. Y no es porque carezca de valor para mantener nuestro juramento: tú principalmente eres testigo de cuánto trabajo me costó renunciar a ese hombre que tanto te gustaba, y que muy astutamente pretendía tenernos a las dos al mismo tiempo en la misma cama, en aquella desvencijada cama de nuestro departamento. Yo no lo acepté porque tú lo habías visto primero, y en eso me llevabas ventaja. Yo no podía cambiar lo sucedido, debía acatar tu decisión: alejarme de él lo más pronto posible. Lo hice y así surgió una regla más: sólo compartiríamos un hombre si la primera en haberlo visto así lo decidía. Y de eso quiero hablarte.
Hoy lamento profundamente el tiempo mal invertido. ¡Cuánto desperdicio! ¡Cuánto hubiéramos aventajado en esos días! Tal vez de esa manera habría aprendido a defenderme mejor, a proteger mis sentimientos atrás de una coraza fabricada con mi piel y a ofrecer mi carne sin la médula. Pero es que con él todo empezó como cualquier otro juego: involuntaria e inocentemente, similar a nuestras confidencias llenas de curiosidad y a la descripción detallada de cada uno de nuestros encuentros: ¿a qué huelen nuestros amantes? ¿Cuáles son sus fantasías? ¿Y las nuestras? ¿Cuántas concretamos?
Con él he compartido cada uno de sus vaivenes, y él me ha amado por mi accesibilidad. Yo, la más inteligente, he vivido para complacerlo. Y lo he disfrutado tanto, que he estado varias veces al borde de la locura. Y es que sus fantasías sobrepasan en mucho las fantasías de los hombres comunes: nada de fetichismo con la lencería, nada de hacer el amor con cinco cuerpos a la vez, nada de verme besando a otra mujer. Nada de eso, nada. Tú lo sabes: el orgasmo de un hombre inteligente es en extremo complejo y no siempre se presenta con facilidad. Incluso, a veces, parece ahuyentarse por varios días. Y entonces, durante ese tiempo, ¡cómo he sufrido y me he deplorado a mí misma, odiando la complejidad de su cerebro y creyéndome la más infeliz de todas las mujeres!
Quizá, ahora que lo escribo, empiezo a darme cuenta de las cosas. Su inteligencia es un arma perversamente adorable que lo sitúa por encima de los demás, dándole ese aire de suficiencia, de dominar el mundo, de dominarme a mí. Ése es uno de sus encantos: su soberbia, esa manera de mirar el mundo por debajo de los hombros, esa mirada suya con la que me ordena.
¡Ah!, amiga, tan sólo su recuerdo me llena de placer la boca. Pero no me distraigo más. El juego es el siguiente. Yo, sola, salgo a caminar por las calles de la ciudad, preferentemente por las tardes, a esa hora extraña que no puede ser de día ni de noche y que las más de las veces suele ocasionar confusión. Caminando entre innumerables callejones, transitando por la misma acera más de una vez, debo registrar con cuidado las miradas que caen sobre mi cuerpo. En especial, aquellas que se detienen en mis piernas. "Debes dejar que te miren", dice él, y me asegura que el sexo del otro es por completo intranscendente: no importa si atrás de unos ojos descubro hormonas masculinas o femeninas. Importa, en exclusiva, el calor de la mirada o, más concretamente, la sensación que experimento cuando un par de ojos anónimos se depositan encima de mi cuerpo. "Lo que sientes, lo que sientes."
Ése es el juego, la fantasía: salir cada tarde, llegar con él y describirle las miradas del día. Y todo lo hago religiosa y detalladamente, tal y como él lo exige. Incluso, como inundado por una vocación ilimitada o iluminado por un don, la mayoría de las veces él se adelanta. No es necesario que yo haga el recuento de las miradas, pues al desvestirme adivina los ojos que me vieron: "Hoy tenemos miradas sagaces. También, miradas de perdedores."
Al principio, sólo al principio, me sorprendieron sus requisitos y la lujuria que emanaba de su boca al enumerarme cada una de sus condiciones. Siempre que saliera a la calle debía vestir según sus mandatos: una falda o un vestido de una tela suave y acogedora al tacto, como la seda, con vuelo y delicada caída, y un largo encima de las rodillas. Por ningún motivo cubrir mis piernas, ni siquiera con la fibra transparente de las medias, y sólo calzar sandalias. ¿Extraño, verdad? A mí también me lo pareció, pero luego tuvo la delicadeza de exponerme sus razones: dependiendo de la ropa se pueden adivinar los deseos de su dueña, y si una mujer usa falda es porque anhela ser contemplada.
Convendrás conmigo en mi inicial sorpresa: si las mujeres usamos falda (y recuerdo aquella enorme colección que guardábamos en el closet y que compartíamos) no necesariamente lo hacemos para atraer miradas, la usamos sin más, sin ninguna razón en específico, como cualquier otra prenda de vestir. Incluso, aquella vez osé pasarme de lista y dije que entonces el mismo efecto se produciría si usaba una blusa de mangas cortas, ya que al mostrar los brazos o los codos podría sentirme igual de desnuda que con una falda. Pero, amiga, aún ahora conservo en mi memoria su rostro decepcionado: para los hombres una falda no significa lo mismo que una blusa, no es lo mismo deleitarse con la flexión de un codo que con la flexión de una rodilla. Para ellos, ni siquiera un pantalón ajustado (y a decir verdad, para mí tampoco) hace las veces de una falda: el muslo, la pantorrilla, el pie, sólo pueden paladearse cuando están desnudos.
Entonces, amiga, cada tarde a la misma hora inicio mi recorrido. Me gusta pensar que colecciono miradas como si recopilara sensaciones. Hay miradas que queman, como si un cerillo se encendiera en la planta de mis pies y avanzara lentamente por mis muslos y mi vientre, iniciando una gran hoguera. Hay miradas que lastiman, que al parpadear descubren el juego al que las someto y que me cuestionan. Miradas irreverentes, groseras, que las más de las veces se acompañan de majaderías y de obscenidades. Que taladran los senos y el vientre con un certero golpe, penetrándolos para bombear la sangre adormilada y llenarme el rostro de vergüenza.
Seguro, amiga, tú también conoces estas miradas: esos ojos desorbitados y lascivos, esas lenguas que desbordan la boca para apuntar hacia abajo, para mostrar el esplendor de un bulto que se expande y se agita entre la tela del pantalón. Ante esas miradas, amiga, incremento el juego, y frágil e indefensa me finjo expuesta a sus ojos interrogantes.
Por supuesto, hay miradas terciopelo, suaves, cándidas, como si la caricia de una mano firme recorriera mis tobillos. Y es que sabrás que hay de miradas a miradas: desde los ojos que pasan con rapidez y que casi desecho en seguida porque no producen un mayor efecto, hasta las miradas deliciosas, las que se detienen en los muslos y golosamente hacen el recorrido hasta la cara. Miradas que engullen todos mis fluidos, que exprimen el jugo que llevo dentro, deseando hundir su rostro entre mis piernas.
Estas últimas son mis preferidas: además de la sensación de agua refrescante, de brisa salpicada, casi siempre se acompañan de los más lindos elogios. Y al igual que como ven, yo misma me disfruto. Enardecidamente, me deleito en las miradas cual si fueran golosinas.
Después de mi recorrido, regreso. Él, casi sin hablar, me desviste de inmediato. Me observa, y con sus ojos descubre los ojos que vagaron por mi cuerpo. Insisto porque me sorprende: él adivina la tesitura de las miradas, lo hondo que han calado en mi piel. "Miradas glotonas, miradas hambrientas", reconoce. Y me estruja y me absorbe para filtrar a su cuerpo el deseo de cientos de hombres y de mujeres. Y se restriega contra mí para comerme. Mas él lo comprende: las miradas permanecen en mí tan sólo para él. Y es a esa última mirada a la que yo me entrego, la que me devora en la brevedad de un parpadeo. La mirada única, la que finalmente me enloquece y nos tumba encima de la cama.
Pero amiga, amiga mía, debo confesarlo: al mismo tiempo en que mi cuerpo se fundía en la calidez de nuestro abrazo, el placer comenzó a mostrar su lado más obsceno. Primero, fue un periodo corto, tal vez por eso preferí ignorarlo. De pronto, era receptora de miradas egoístas que buscaban reservarme para él. "Ni una mirada extraña", gritó un día en la mañana y, reacio a dejarme salir, por más de dos días consecutivos me mantuvo encerrada bajo llave. Yo no protesté ni dije nada. ¡Cómo hacerlo! ¡Cómo contravenir sus deseos! Y así como sin previo aviso clausuró nuestro juego en una excesiva dosis de avaricia, así también le dio reinicio. Asombrosamente, cambió de opinión: exponiéndome más todavía él podía acumular mejores riquezas. Y abrió la puerta para dejarme ir.
¡Cuánto esfuerzo por ofrendarle un ramillete nuevo de miradas! ¡Cuánto agotamiento en conseguirlas! De entre todas las recibidas aquella tarde, yo le llevé una en especial: una mirada aromática, como de fruta madura, olorosa hasta los huesos. Al pasar por mi calle preferida pude distinguirla por su aroma corriendo ricamente a lo largo de mi espalda. Alguien seguía mis pasos a una corta distancia. Fue una mirada descubrimiento: sin saber quién era el dueño me supe admirada al percibir un hormigueo bajando por mi columna vertebral. Hormigas quebrando mi cintura y ensanchándose alrededor de mis caderas. Hombre o mujer se deleitaba entre mis glúteos, dividiendo en dos mi espalda. Y así, partida y feliz, recibía el elixir de su aliento muy cerca de mi oído y mi garganta.
A esa mirada, amiga, él tampoco pudo resistirse, y la noche entera me mantuvo boca abajo.
¡Ah! ¡Cuántos suspiros se ahogaron en la almohada! ¿Cuántos? No lo recuerdo. Responde, amiga, ¿tú lo sabes? Dime si son los dioses los que cambian el curso de los acontecimientos. Dime si son los dioses tan ladinos y egoístas, que al observar el goce de los mortales ciernen en ellos la crueldad y la envidia.
Entonces apareció un nuevo indicio: su oscilación entre la tristeza y el abatimiento, entre la irritación, como si ansiara algo de mi cuerpo que yo no pudiera ofrecerle, pues ni siquiera era capaz de explicarlo. Y de nuevo sus miradas egoístas. Celoso e irracional, comenzó a sospechar de la autenticidad de las miradas depositadas en mi cuerpo. ¡Como si yo pudiera inventarlas! Su seguridad, la soberbia, su aura tan especial que tan idiotamente me había enamorado, ahora se tambaleaba: me deseaba sólo para él, le era imposible verme con la mirada de los demás.
Al poco tiempo, su deseo se hizo descomunal y estrambótico: capturar todas las miradas (las presentes, las pasadas, las futuras) en una sola y evitar que alguien volviera a contemplarme. Ése era su objetivo. Difícil empresa, insostenible. Y el saberlo lo sumergía en profundos estados de depresión: pasaba los días y las noches sin bañarse y sin comer, ojeando sus revistas para caballeros, ignorándome. "Si al menos fueras como ellas", parecía decir.
Luego, amiga, las consecuencias: comenzó a descuidarme.
Paradójicamente, ése fue uno de los periodos en que recibí el mayor número de miradas y cuando experimenté una nueva sensación: las miradas musicales. Alegres o melancólicas se encajaban como espinas perfectamente localizables en la superficie de mi piel, en lo más blando, haciéndome bailar al ritmo de una música fantasma enterrada adentro de mis sueños, centímetros abajo de mis nervios y tejidos.
Él se volvió irascible y fui rechazada de la manera más cruel: nunca ya sus ojos en mi cuerpo, justo cuando yo rebosaba de miradas. Me desvestía con violencia: arrancando mi ropa a tirones, no descansaba hasta dejar la tela inservible, y cuando por fin mi cuerpo era descubierto, sus ojos me evitaban, desvaneciéndome, borrando mi reflejo en sus pupilas.
He sido feliz, amiga, inmensamente. No, debo expresarme con mayor claridad: ya no soy feliz y por eso te escribo. El juego lo tiene harto y ya ni siquiera busca tocarme. Me ve como si hubiera hecho las cosas mal, como si en algo hubiera fallado o desobedecido las reglas. Pero no es así.
El otro día tuvo a bien apiadarse de mí y casi reaparece nuestra antigua complicidad, la vehemente complicidad recién perdida. Yo lloraba, amiga, no pude evitarlo, una lágrima atrajo a la otra y mi cuerpo se convirtió en cascada de mis ojos. Fue entonces cuando escuché su sentencia: "Debes buscar algo nuevo, algo que imprima novedad... Estoy cansado de tanto verte. A ti, a ti sola. A ti siempre... Estos días he estado aburrido."
¡Ah!, amiga, cuando el ser amado se declara aburrido toneladas de plomo caen desde el cielo, y el agua más helada te azota la espalda, y la sangre se licúa en tus venas, y las manos y los brazos y el cuerpo todo se deshace con torpeza. No puedes imaginar tanto dolor y yo no puedo describirlo. Para él, yo era sinónimo de pereza.
Mas recordarás que jamás me he vencido a la primera, y pensando y pensando en alguna posible solución te he invocado, y a ti recurro como mi última esperanza. Apelo, amiga, a nuestro pacto: no compartir el mismo hombre a menos que la primera en haberlo visto así lo quiera. Y yo lo deseo, amiga, enormemente. ¿Podrías ayudarme? ¿Quitarte las medias, ponerte una falda, abordar un camión, un taxi, y caminar por la calle para recolectar miradas? Yo te estaría esperando para que juntas llegáramos con él y le ofreciéramos así un doble festín de miradas. Juntas inventaremos nuevas cosas, como las mujeres de sus revistas.
Me urge encontrar un giro, burlarme del egoísmo de los dioses, alterar las normas, no pensar las consecuencias.
Como antes, amiga, como siempre.
Este cuento forma parte del libro En el jardín de los cautivos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2005), por el cual su autora recibió el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2004.
Maritza Buendía (Zacatecas, 1974) es narradora. Fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado en revistas literarias y es autora de Isla de sombras (ensayo, Gobierno del Estado de Querétaro, 1998), La memoria del agua (cuento, feta, 2002) y En el jardín de los cautivos (cuento, feta, 2005). Fue incluida en Moscas, niñas y otros muertos. Antología de cuento joven (Ediciones de Punto de partida, 2004).