Carrusel / Entre voces / No. 214


Una serpiente de piedra en Santocho


Punto de partida entrevistó a Cristina Medellín (Poza Rica, Veracruz, 1988), videasta independiente, arte-educadora y bailarina de clóset. Para esta edición de Entre Voces, nos cuenta sobre el taller de narrativas audiovisuales Hecho en Santocho que impartió en 2018. Este proyecto surgió del programa Tejiendo Santo Domingo del MUAC, en colaboración con Fundación Alumnos.


Nos encontramos por la noche a través de las pantallas. Cristina siempre está en movimiento, después de nuestra conversación preparará su equipaje para el llamado al que parte en la madrugada. En su quehacer confluyen el trabajo colaborativo y la producción multidisciplinaria. Es cofundadora de proyectos y espacios independientes: con Ana G. Zambrano creó Peregrina, cuyo eje es el diálogo entre cuerpo e imagen; fundó Cobra Verde con Ollin Y. Miranda, proyecto de documentación de piezas artísticas y experimentación visual. Ha trabajado con figuras como Marcela Armas, Gustavo Artigas, Carlos Bunga, entre muchas otras. Fue colaboradora del Espectro Electromagnético, espacio de investigación y producción artística independiente. Es tallerista del Faro Aragón y miembro fundadora del espacio Los 14, donde produce y gestiona "el entresuelo/ lugar para el cuerpo y sus instintos". Actualmente, con La Hervidera, desarrolla una residencia de investigación y producción artística en la Escuela de la Paz.

Platícanos de ti, ¿cuál es tu formación y cuáles son tus intereses?

—Yo me formé en Comunicación Audiovisual en el Claustro de Sor Juana. Dentro de todo lo que comprende lo audiovisual, me latió más la producción, sobre todo cinematográfica. Tuve un maestro muy bueno, un fotógrafo chileno. Con él empecé a asistir a llamados y eso reforzó mi gusto por la producción de imágenes. Me interesan mucho los aspectos discursivos y narrativos de la imagen, su potencial como documento de la realidad, pero también sus posibilidades en la creación de ficciones y temporalidades. Es el medio en el que puedo, me gusta y me quiero comunicar, a través de imágenes fijas y en movimiento.

¿Qué te movió de la producción hacia actividades más pedagógicas como impartir talleres?

—Hice mi servicio social en el muac, en un proyecto que se llamaba Periscopio. Era una plataforma interactiva con contenido audiovisual sobre el museo y sus exposiciones. Lo que hacíamos era armar contenidos de las muestras y éstos funcionaban como herramientas para acercar al público al arte contemporáneo. Me gustaba un montón porque tenía muchos ejes, por eso era periscopio, te podías sumergir y ver hacia otros lados del museo. Por ejemplo, si el artista o el curador iba al museo hacíamos un guión para entrevistarlo y hacíamos algunas tomas con ellos en salas. También hacíamos registro del programa Enlace, y a partir de los videos se podían comprender los procesos de capacitación que los curadores daban a los mediadores en sala. Éste fue mi primer acercamiento a trabajar con lo audiovisual desde una perspectiva pedagógica, que es en lo que ahora me desarrollo.

¿Hacia qué otros caminos te llevó esta experiencia?

—Ahí empecé a trabajar video y sobre todo la parte fotográfica, que siempre me había interesado. Todo el asunto del montaje me llama, la edición de video es una apuesta, el montaje tiene que ver con la narrativa y cómo se cuentan las historias. Me quedé a trabajar un tiempo ahí y luego entré a Fundación Alumnos. Ahí estuve en el Departamento Educativo durante cuatro años haciendo investigación educativa a partir del medio audiovisual, que es lo que me gusta trabajar y sigo explorando.

¿En qué consistía la investigación educativa que hacías ahí?

—Hice desde talleres y laboratorios de animación o fotografía, hasta proyectos de investigación más personales. Estoy investigando el espacio oscuro, que va desde cerrar los ojos hasta un lienzo negro, como un lugar para el aprendizaje. Me interesa explorar las posibilidades de la oscuridad para la creación, la potencialidad del espacio oscuro como detonador para experiencias educativas. Es un trabajo en proceso. Esos cuatro años fueron una autoformación muy experimental. En el área educativa utilizamos el arte contemporáneo porque nos permite discutir, reflexionar y errar de otras maneras, nos deja pensar el error como una herramienta para el proceso creativo.

El taller de narrativas audiovisuales, ¿a quién estaba dirigido? ¿Cómo lo preparaste?

—Dentro de la Fundación tuvimos un acercamiento a la Escuelita de Artes y Oficios "Emiliano Zapata", en la colonia Santo Domingo. Desde el principio me interesó mucho trabajar ahí porque era un contexto nuevo. En el colectivo trabajamos con distintos públicos, y éste en específico era un espacio distinto. En la Escuelita tienen mucha documentación de la llegada de los colonos, que le llaman "La Invasión a Santo Domingo". Tienen libros con muchas historias, recopilaciones de dibujos, fotos en blanco y negro, registros de la oralidad de la gente que estuvo en la invasión, cartas escaneadas, etcétera. Ahí pude conocer muchos mexicanismos que ya casi no se usan. Me interesaba trabajar a partir de estos materiales por la recopilación gráfica y escrita, pero me pareció que no era tan contemporáneo porque eran documentos de los primeros colonos del barrio y el plan era trabajar con adolescentes.

¿Cuántos chicos fueron? ¿Cómo se hizo la convocatoria?

—El grupo fue variando mucho, pero casi siempre iban cuatro. Llegaron a venir ocho, seis, a veces sólo dos. El tema de la convocatoria fue complicado. Hubo carteles y flyers en la colonia, en el muac y en redes, pero fueron los que menos efecto tuvieron. Lo que de verdad funcionó fue el trato directo con la gente del barrio. Un día me encontré a una señora que vendía tostadas de hueva y esquimos, le pedí unos y me puse a platicar con ella. Le conté que venía de una fundación y que iba a ser maestra en la Escuelita. El lenguaje fue muy importante, no era lo mismo decir que era maestra y que tomaba fotos, a presentarme como artista o algo así, y decir que impartiría un taller de narrativas audiovisuales. Esta señora resultó ser la abuelita de Osiris, mi primer alumno. Luego él llevó a su mejor amiga. Y así, de boca en boca.

¿Crees que el espacio influyó en la disposición de los alumnos o en el poder de convocatoria?

—Después de hacer la investigación barrial y ver qué podía ofrecerles y qué no, conocí mejor la colonia. Santocho es un barrio muy loco. Justo en esa parte antes de llegar a Las Torres no hay parques, no hay espacios de convivencia mas que la calle, yo creo que eso tuvo que ver con la convocatoria de los adolescentes. La Escuelita tiene muchos espacios bonitos, tiene un huerto, un comedor que cuesta 10 pesos, una cafetería donde la chica es súper linda, hay un doctor, una dentista, un salón multiusos y hasta una pequeña sala de proyección. Ahí se celebra cada septiembre "La Invasión", hay presentación de talleres, bailables de hip hop, reguetón, etcétera, quizá algo así hubiera jalado a más chavos. Son actividades que muestran que la comunidad ahí es más cercana, todos los vecinos se conocen entre sí, aunque algunos no se lleven para nada.

Sobre el archivo histórico de la Escuelita, ¿cuál fue la reacción de los chicos al verlo?

—A ellos les sorprendió mucho, imagínate, son imágenes de los setenta en blanco y negro, deslavadas, donde se ven campesinos en puro pedregal. Ellos no sabían nada de nada sobre ese barrio que tiene mucha historia, les impresionó mucho ver el cambio de paisaje.

¿Cómo lograste hacer que se interesaran en ese material para usarlo en el taller?

—Cuando nos dijeron que haríamos el taller yo empecé a ir al barrio de Santo Domingo unas semanas antes a conocer a la gente de por ahí, a comer en las fonditas, conocer el espacio, a los vecinos. A partir de eso aprendí un montón, al platicar con la gente supe que hay tres generaciones desde la "La Invasión" hasta ahora. Los adolescentes que se acercaron al taller eran los nietos de los primeros colonos, a pesar de eso había una brecha muy grande en cuestión de memoria e identidad de barrio. Los chicos ni siquiera sabían que sus abuelos hicieron la casa en la que ellos viven. Lo que yo les podía aportar estaba relacionado con imagen en movimiento y cultura audiovisual, así que empezamos a ver cortos, fragmentos de pelis, y a hablar de narrativa. Platicábamos de las animaciones y las comparábamos con cuestiones que habían ocurrido ahí en su colonia. Y ahí se prendió el foco, propusimos hacer la nueva historia de Santo Domingo.

A partir de este motivo detonador, ¿cómo fue el proceso de concepción y desarrollo?

—Mi plan era darles herramientas y que ellos hicieran un proyecto final. Cuando uno trabaja con banda que no tiene acercamiento con el cine o la animación es necesario guiar todo el proceso creativo. Uno de los datos que más se les quedó grabado fue que Santocho se encuentra en un paisaje de lava producto de la explosión del volcán Xitle hace miles de años: que el pedregal es lava que se enfrió y forjó ese paisaje. Para ellos ése fue el hit, así que el primer fragmento de la peli que hicimos fue el estallido del Xitle; después de eso decidieron qué otras escenas hacer, como cuando se construyó alguna casa, por ejemplo.

En cuanto a transmitir el manejo de técnicas audiovisuales, ¿cómo lo hiciste?

—Te pondré unos casos. Osiris tiene un rollo con el Nintendo, las primeras tres sesiones yo no lograba entender su lenguaje porque todo tenía que ver con juegos y sus personajes. Así que comenzamos a trabajar con esos temas. A partir de Nintendo hicimos análisis de imagen, de narrativa de acuerdo con los personajes, los héroes y los antihéroes. Trabajar con memes también fue importante porque a Osiris le encantaba hacerlos. Yo creo que se tiene que trabajar más con este tipo de imágenes desde la educación, aunque tienen códigos distintos dependiendo del contexto, funcionan perfecto para comunicarse. Para entender los distintos planos y encuadres vimos a los youtubers que ellos conocían; estos mensajes tienen una técnica y un lenguaje definidos, términos que yo quería abordar y que estaban en la cultura de medios que les era cercana. Hice muchas actividades con eso, traté de llevarlo a un nivel en el que ellos pudieran involucrarse más, y sobre todo, que les empezara a gustar, que se divirtieran.

¿Qué formato eligieron para trabajar y cómo llegaron a él?

—El hit fue cuando los llevé al cine a ver Isla de perros, de Wes Anderson. Ahí decidieron hacer animación. Después de ver la película tuvimos otras sesiones en las que les enseñé videos del making-of, hablamos sobre los procesos, como plantear el tema, preguntarse ¿qué quiero decir? y, con base en eso, que cada uno eligiera qué parte hacer. Así empezamos a construir su película, ellos hicieron la voz en off y escribieron los guiones. La animación es un formato que se puede compartir con niños, adolescentes y adultos. Además permite tener más control de la producción porque puedes estar en un lugar cerrado, con una luz pequeña, pausar, platicar y seguir. Ése fue el medio que usamos para contar la historia de Santo Domingo, pero con una nueva apropiación, nuevos dibujos, nuevas expresiones.

Una vez terminada la animación, ¿pudieron proyectarla en otros sitios?

—Sí, ellos tenían muchas ganas de compartirla y eso era muy importante. Fernando, que es el maestro que lleva la Escuelita, era alumno de Filosofía y Letras ahí en la UNAM cuando sucedió "La Invasión". Cuando se enteró de ello, se fue a Santo Domingo a trabajar con la gente y se involucró mucho. Es fundador de la Escuelita, promotor de cultura y lleva el proyecto de la biblioteca. Después de unas cuantas sesiones me apoyó mucho, estaba contento con el trabajo. Él llevó el cortito a un festival de lengua materna; yo les dije a los chicos que lo mostraran cuantas veces pudieran.

¿Crees que cambió algo en los chicos o en la perspectiva que tenían de sus espacios?

—Sí, en especial con Osiris el cambio fue muy notable. Al inicio todo tenía que ver con los juegos, pero cuando acabó el taller su mamá me contó que él quería entrar a la Facultad de Artes Visuales de la UNAM, y tomó el taller que armó otra compañera. Sus papás me decían que era muy malo en la escuela, que le iba mal en Matemáticas. Pero ahora entiendo y defiendo mucho que cada uno tiene su forma de comunicarse, y se lo planteé a los papás. Osiris tiene una creatividad enorme y dibuja increíble; él solo inventó el guión de su escena, inventó la voz de una serpiente que estuvo en la explosión, etcétera. A sus papás les comenté que lo que le hacía falta eran clases de dibujo, que estimularan y valoraran esas habilidades.

¿Qué percepción tuviste después del taller?

—Hacer el cortito fue el pretexto, para mí era importante hablar de Santo Domingo y recuperar esa brecha generacional, lograr que los chavos hablaran con sus abuelos, que les diera curiosidad y les preguntaran cosas. Eso construyó más comunidad. Creo que sí les sirvió mucho, aprendieron y se hicieron amigos entre ellos. Seguramente ahora chismean en sus escuelas que hubo una explosión del tal Xitle y que sus abuelos construyeron las casas. Esto es muy importante como identidad de barrio, hasta para cuidar la banqueta.

Después de esta experiencia, ¿crees que podrían incluirse actividades así en la enseñanza?

—Yo abogo por que el espacio de clases sea distinto, pero sé que es muy complicado por cuestiones gubernamentales y de burocracia. También tiene que ver con el modelo educativo en el país, uno que no logramos complementar. Como artista o educador, entrar a esos modelos pedagógicos es difícil porque buscamos operar desde la improvisación o el error, y eso la educación formal no lo permite. Hay programas que cumplir y, por ejemplo, este taller lo fui construyendo conforme avanzaban las sesiones y conforme conocía a mis estudiantes. Un maestro con 40 alumnos jamás va a poder hacer eso. Considero que la educación tiene que cambiar, pero es cuestión de pensar distinto el modelo pedagógico desde la raíz.