Bestias / No. 220
Las bestias de la escritura
La bestia del silencio
El pitido del tren, muriéndose en la lejanía, anuncia el fin de los dominios del hombre. Camino largo tiempo, bajo cielos desnudos, lastrando el agobio que inspira el pálido verde sin fin de la planicie. De pronto, entre unos arbustos, aparece una niña pálida, de nariz chueca, cuerpo tan frágil como el ala de un pájaro y ojos grises. Contempla una planta, murmura algo en el dialecto local y, terminada la frase, se lleva una hoja a la boca. No puedo decir si ha enloquecido o si se trata de un juego típico de las infancias agrestes. Qué sabré yo de las formas que adopta el ocio en las periferias de la civilización si me crié en el vientre mismo de la bestia urbana. A mis primeros años les sobraron opciones de entretenimiento. Fueron tantas que me di el lujo de rechazarlas en vez de aprovecharlas. Si tuviera que definir mi infancia, emplearía la palabra trinchera. Ignoro si ésta es una descripción adecuada. Desearía un lenguaje más neutro en el que no pesara el romanticismo ni la fatalidad que suelen atribuirse a los periodos formativos. Que mi descripción se leyera con la frialdad con que el cerebro capta las instrucciones de una etiqueta.
La planicie continúa. A medida que avanzo, destellos dorados lastiman la vista. La ilusión del imperio salvaje se derrumba. Nada hay de natural en la alfombra dorada que se tiende sobre la llanura, maizales que se devoran la tierra. De tan escasas que son las personas, la abundancia del grano, como huella de la presencia humana, produce el escalofrío de pasearse por unas ruinas que, pese al tiempo, se han mantenido en pie, casi intactas. Los campesinos aparecen a cuentagotas. Me doy cuenta, conforme pasan las horas y el sol arrecia, de que se oyen más los murmullos de las hojas, el polvo que levantan los zapatos, el crujido del suelo, el graznido de las aves y los ladridos de los perros. Los hombres carraspean más de lo que hablan. Se comunican mediante gestos y los sonidos primitivos de sus gargantas mudas. ¿Son así los jornaleros en todo el mundo? Mi madre, socióloga de formación, solía contarme una historia de sus años universitarios. Nunca fue una persona de sensibilidades teóricas, pasaba de largo las bibliotecas, prefería entrevistarse con personas, observarlas, involucrarse. Y mientras que yo, cuando estudiaba la licenciatura, me negaba a participar en las prácticas de campo, mi madre iba gustosa de excursión adonde la enviaran sus maestros. En algún momento fue a parar a una zona agraria de su estado natal. Habrá oído no más de una decena de palabras en español o en la lengua local. Caras rajadas, manos gruesas y ásperas, gestos duros, bocas cerradas. Hasta sus borracheras eran silenciosas. Tomaban pox, un destilado rascabuches que entre los no iniciados inducía visiones dantescas y después el vómito, sin musitar palabra, apretando el cuello de la botella, los ojos extraviados en un horizonte incierto, la mirada de los que han caído en un trance del que ya no pueden ser rescatados. Una anécdota simple, sin moraleja, la observación de una muchacha citadina, intimidada. Así me lo parecía. No habría vuelto a pensar en ella si no fuera porque ahora, frente a mí, todos esos hombres, también de caras rajadas y manos ásperas, tienen las bocas selladas. ¿Han superado la necesidad de las palabras o es que éstas son insuficientes? Podría acercarme a uno de ellos y preguntar el porqué de su renuencia a comunicarse por medio de fonemas. Muy pronto renuncio a la idea, seguro de que no habrá respuesta satisfactoria. No es que el silencio sea una elección consciente. Por lo general se trata de una tiranía.
Temo haber perdido la razón. En vez de pensar en agua, alimento o refugio, me asaltan las dudas del lenguaje. Y es tanto el tiempo que paso en el marasmo de las intrigas lingüísticas que, sin darme cuenta, han pasado ya varias semanas. El campo sigue con vida. El maíz, aunque nadie lo perciba, está unos milímetros más cerca del cielo, y sus granos, ahora cubiertos de pelos dorados, se han hinchado dentro de las hojas. Los hombres, igual de callados, y yo con vida. Reconforta saber que si miro a mi izquierda la milpa desaparece y lo que se ve es mi propio reflejo translúcido y, a través de él, un naranjo, un limonero y una higuera atrapados entre moles de edificios. Si vuelvo a la llanura, este cuerpo mío podrá sobrevivir a sus inclemencias hasta que me lo proponga. O, mejor dicho, hasta que el relato no se sostenga más y yo tenga que poner un punto final. Mientras tanto, desde mi escritorio, me encomiendo a la imaginación y vuelvo al llano de los hombres parcos.
El hierbajo que la niña se llevaba a la boca se conoce, en el dialecto local, como cardo de leche. Sus tallos son espinosos y si uno los quiebra, sueltan una sustancia blancuzca. La niña regresa todos los días a la planicie, elige una planta, la observa y, cuando la sostiene en las manos, murmura, la arranca del anonimato, le regala un nombre. Al cardo de leche lo llama un día costilla pinchosa y, al otro, cuello de agujas. En su fragilidad, la niña carga dos grandes pesos: el idioma del que los demás han renegado y la encomienda que, generaciones atrás, Dios confirió a Adán: bautizar al mundo.
Pasados los años se verá subyugada por la belleza y la diferencia con que los distintos idiomas ven los fenómenos naturales y a los hombres mismos. Cuando se haga de una pluma, escribirá que “con las palabras en la boca aplastamos tantas cosas como con los pies sobre la hierba. Pero también con el silencio”.1 Y se preguntará: “¿Qué se consigue hablando? Cuando se desmoronan los pilares de la mayor parte de la vida, también se caen las palabras”.2
La bestia del terror
La relación de Herta Müller con el lenguaje es acaso una de las más hondas, ambiguas y fascinantes a las que cualquier lector puede tener acceso, tanto más cuanto que invocar su nombre es aludir a una de las mayores estilistas de la narrativa en el último siglo. Terror, trauma, silencio, derrota y supervivencia conforman las aristas de un proyecto literario que, mediante la novela, la poesía y el ensayo, ha explorado el abismo de aquellas existencias sitiadas por la amenaza totalitaria. Un examen amargo, doloroso, necesario, que pone de manifiesto lo que preferiría ignorarse: el ser humano no es la víctima indefensa de la historia, sino el principal actor de su corrupción.
Müller entiende, y nos deja ver, que en su cruzada por abarcar la totalidad de la experiencia humana y trascender la historia, las expresiones del terror no se limitan a imponer su huella por medio de la violencia física. Ante todo carcomen las palabras, alteran significados, modifican los parámetros de la comunicación, erigen laberintos en la ya absurda realidad cotidiana, y de este modo pervierten, hasta volver inasible, el concepto que el hombre tiene de sí mismo. Aspiran, en suma, a crear un ser novedoso, disminuido, dependiente, confuso y enfrentado. En la sociedad totalitaria tardía, la batalla deja de ser entre individuos contra el Estado para trocarse en una contienda entre personas aterradas: vecinos enfrentados los unos a los otros, padres que sospechan de sus hijos. El hombre aterrado ya no busca derrocar al soberano. En el mejor de los casos, tan sólo aspira a soportar el transcurso de los días; en el peor, hace caer a otros para así ganar la simpatía de quien controla los destinos. Colabora con la policía secreta más por un instinto de supervivencia que por amor al régimen o a una ideología. Otros simplemente callan, se retiran, pelean en silencio.
El rey se inclina y mata es un documento de gran relevancia no sólo para los estudiosos de la obra mülleriana, sino también para aquellos interesados en explorar los mecanismos mediante los cuales opera el terror en las tiranías. Ya desde la primera página la autora describe y machaca al lector con episodios de su crianza silenciosa, entre gente parca, para recalcar que la mudez era el único medio del que disponían quienes en la tiranía de Ceaușescu conseguían sobrevivir. Allá donde se controla el lenguaje se resiste de tres formas: gritando, escupiendo o cerrando la boca. Pero ¿quién —se pregunta Müller— estaría dispuesto a vociferar, gastar saliva y perder la vida en el proceso? Desde luego que hay algo muy noble en la resistencia, y sin embargo no todos tienen aspiraciones heroicas ni se sienten atraídos por el martirio. Aguantar es también una forma de hacer frente al tirano, y no porque ésta sea la táctica de las masas iletradas es menos válida. Puesto que las tiranías proyectan una sombra siniestra sobre la lengua de los individuos, y ya que comentar y celebrar el heroísmo o lamentar la gran tragedia se ha vuelto un lugar común en la escritura política, este ensayo mío debería ser una denuncia al ruido y un elogio del silencio. A la sombra de estos dos colosos se resguarda el individuo discreto. La historia del terror no es sólo la épica de los que se alzan y caen, sino también el rumor de los que resisten en los márgenes.
El episodio de la niña que nombra las plantas está iluminado por algo más que el sol inclemente del Banato rumano. Vista desde la lente de las tradiciones poéticas, las estelas que atraviesan el episodio remiten a una imaginería wordsworthiana: se trata, por una parte, del recuento de una infancia en la que el sujeto, aún inocente pese a vivir en un mundo opresivo, puede deslumbrarse por todo cuanto lo rodea y forjar, a partir de este acercamiento, una relación simbólica, lingüística, con su medio —esto es, la primera epifanía del que está destinado a ser poeta—; por otra, y más allá de toda simbología lírica, subyace una preocupación que habrá de perseguir a Herta Müller a lo largo de su vida en tanto que persona y artista: la afirmación de la individualidad. Cuando al cardo de leche lo llama cuello de agujas no sólo está imaginando nuevas formas de nombrar lo que existe, sino que se rebela ante una convención que se le antoja arbitraria. ¿Por qué la planta —se pregunta la niña— se define por lo que guarda (la leche en el tallo) y no por lo que exhibe (las espinas)? Porque las palabras, por más rico que sea el lenguaje hablado, siempre serán insuficientes para todo lo que se oculta detrás de una forma.
En una lengua deforme, sostiene Müller, no hay quien pueda sentirse en casa. Los regímenes totalitarios se aprovechan del idioma para deformar las personalidades e incitar al odio. En tales condiciones no puede decirse que el idioma que nos viene de la cuna sea una patria. La víctima del terror tiene a su disposición un conjunto de sintagmas que lo mismo pueden usarse para fines nobles como para socavar las individualidades. Si el idioma materno es un accidente, el habla, en cuanto tal, representa un rasgo inequívoco de la condición humana, una capacidad infinita que excede fronteras y tramas políticas. Esta certeza, en opinión de Müller, es la piedra de toque de toda esperanza: la escritura como una posibilidad de establecer una relación íntima y única con el mundo, con su drama, su dolor, su alegría.
Silencio y lenguaje no son categorías antitéticas. Ambas pueden ser fuga, traición o la última orilla del náufrago. Allá donde los campesinos callaban y los supervivientes de los campos de trabajo soviéticos se negaban a rememorar verbalmente su exilio, Herta Müller hizo de la palabra el motor de su resistencia, pese a que nunca pudo sentirse parte de una comunidad lingüística. El rumano era la lengua de los comunistas y los nacionalistas recalcitrantes, facciones que despreciaba por igual. El alemán, el idioma de su literatura y también la lengua con la que en su pueblo natal la sometían al escarnio: esos pobladores, antes mudos, encontraron abominable el rumor de que una poeta había pergeñado un conjunto de cuentos en los que se narraba el paisaje desolado, corrupto y sin esperanzas donde malvivían los campesinos de la minoría alemana. “¿Acaso era patria aquel lugar por el mero hecho de que yo conociera la lengua de las dos facciones que decían ser sus representantes?”, se pregunta. “Precisamente porque la conocía, lo que sucedió fue que jamás pudimos ni quisimos hablar la misma lengua”.3
La literatura de Herta Müller es limitada en cuanto a temas. Salvo por Todo lo que tengo lo llevo conmigo, libro que explora las deportaciones de las minorías alemanas a los campos de trabajo soviéticos, sus novelas transcurren durante la tiranía de Ceaușescu y tienen como protagonistas a la misma mujer y a los mismos desposeídos. Si las tiranías fincan su existencia en la pretensión de la eternidad, idealmente los individuos han de combatirlas con idéntico afán. Es todo cuanto pueden hacer los que no han cedido su individualidad y a su disposición sólo cuentan con la pluma. Porque, en última instancia, aun cuando se huye y se recuperan las libertades políticas e incluso en el caso de que los regímenes caigan y los cadáveres de los tiranos sean exhibidos en una plaza, el terror no se disuelve por completo. Vive dentro, como una bestia, y asalta en los momentos que menos espera el superviviente. Herta Müller, a las orillas de un lago berlinés, veía unos patos deslizarse sobre la superficie del agua cuando de pronto fue invadida por una repulsión incontrolable: las aves lacustres se parecían demasiado a las que adornaban las vajillas del tirano. El pasado vive atrapado en el presente bajo disfraces inesperados, códigos inescrutables del recuerdo y del trauma. Ni los cielos despejados ni las fronteras abiertas bastan para romper los muros internos de los que viven sitiados. Pero si uno no tiene intenciones de suicidarse o abrazar la locura, el oficio literario puede ser una cuerda que se tienda sobre el abismo. El riesgo de caer es más grande que el de llegar a tierra firme, pero si se quiere sortear la negrura no hay más opción que respirar hondo, abrir bien los ojos, aguzar el oído, darse valor y aferrarse a los finos hilos de la palabra.
La bestia del corazón
El miedo no es el único animal que ruge en las entrañas. Hay otro: la bestia del corazón. A esta criatura Herta Müller le dedica una novela, la más poderosa de su producción. Escrita en 1997 desde el exilio, La bestia del corazón pinta un mural fracturado en el que se plasman las vidas de un cuarteto de personajes sitiados por el terror totalitario. La bestia aparece por primera vez en boca de una abuela que consuela a su nieta. Aplaca la bestia de tu corazón, le ruega. ¿Habla del pánico, la desesperanza, la asfixia? Todo lo contrario: en la literatura de Müller la bestia del corazón se refiere a las ansias sin reservas de sobrevivir aun cuando el destino, los tiranos y hasta los dioses están contra uno. ¿Por qué la abuela desalienta a la niña? Porque empeñarse en sobrevivir y preservar la individualidad en un mundo cercado es una apuesta fútil: los cementerios, los basureros y los lagos están repletos de los cadáveres de quienes quisieron ser ellos mismos. La novela, sin embargo, no es un canto esperanzador: en la pretensión por imponerse a las circunstancias habrá caídas, derrotas, suicidios y, en el caso de algunos exiliados, una libertad que no sabe a nada. ¿No sería mejor callar, negarse a prestar la pluma al desespero y a la indefensión? La bestia en el corazón de Müller dice: no calles, escribe. Y ella lo hace. Una y otra vez vuelve al sitio del que siempre quiso escapar. Murallas a las que retornará mientras no se agote su tinta.
Vargas Llosa diría que la escritura es una forma de rebelión contra un mundo que, por mundano, horrible o insuficiente, no nos satisface. Se escribe con propósito de enmienda. Llevado al extremo, se podría sugerir que empuñar la pluma es desafiar a lo divino en el sentido de que nos damos a la tarea de completar la labor mal hecha del Creador. No creo, sin embargo, que siempre sea así. Más en la línea de Camus, Herta Müller argumentaría que buscamos la literatura no para escapar de una realidad con la que no estamos conformes, sino más bien para padecerla y tratar de entender el absurdo que es el día a día (aunque al final, como se sabe, el absurdo sea incognoscible).4
Al explorar el tema de los autores que escriben en tiempos de terror, Herta Müller se apresura a aclarar que su compromiso personal no es con una ideología, aun cuando la escritura sea un acto moral,5 sino, ante todo, con la belleza. Acaso porque ésta confronta directamente a la vulgaridad innata de lo absurdo. Sin embargo, la belleza a la que aspira Müller no se encuentra en los ribetes del idioma ni en el encumbramiento de lo que el autor, a título personal, tiene por noble. De hecho, Müller asegura que “ante la brutalidad, toda belleza pierde su sentido propio, revierte en lo contrario, se vuelve obscena”.6 Se escribe para sobrevivir, pero sólo en la medida en que la supervivencia es una expresión de la tragedia humana. El arte, entonces, debe registrar tanto el dolor como la gloria sin perderse en dibujar torpemente los contornos de la forma. La belleza de la que Müller habla implica el encuentro doloroso con uno mismo, con la bestia que, en nuestro corazón, reclama la tragedia, la vida.
Bibliografía
Albert Camus, El mito de Sísifo, trad. R. Mares, Tomo, Ciudad de México, 2014.
Herta Müller, El rey se inclina y mata, trad. Isabel García Adánez, Siruela, Madrid, 2011.
Herta Müller, La bestia del corazón, trad. B. B. Tyroller, Siruela, Madrid, 2009.
1 Herta Müller, La bestia del corazón, p. 13.
2 Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 33.
3 Ibídem, p. 32.
4 Camus insiste en que “sería un error creer que la obra de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es, por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo pensamiento de un hombre” (El mito de Sísifo, p. 132).
5 En el caso de Herta Müller, es imposible disociar su literatura de una denuncia a la corrupción moral que se deriva de las tiranías.
6 Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 36.
2 Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 33.
3 Ibídem, p. 32.
4 Camus insiste en que “sería un error creer que la obra de arte puede ser considerada, al fin y al cabo, como un refugio de lo absurdo. Ella misma es un fenómeno absurdo y se trata solamente de su descripción. No ofrece una solución al mal del espíritu. Es, por el contrario, uno de los signos de ese mal que repercute en todo pensamiento de un hombre” (El mito de Sísifo, p. 132).
5 En el caso de Herta Müller, es imposible disociar su literatura de una denuncia a la corrupción moral que se deriva de las tiranías.
6 Herta Müller, El rey se inclina y mata, p. 36.