Futuro / No. 221
El código humano
La transformación de la oficina no fue gradual, sino de un solo y certero trancazo. Lo primero fue el anuncio, muy esperado, aunque ninguno de nosotros sabía lo que esperábamos. Va a venir el Big Boss de Minesota, dijeron. Nadie lo conocía, claro, porque nosotros estábamos subcontratados. Manejábamos desde el calor tropical del país toda la operación que se llevaba a cabo en Estados Unidos.
Era una empresa de food delivery y nosotros nos encargábamos de supervisarlo todo. A mí ya no me tocó, pero antes los repartidores eran personas. Luego hicieron un contrato con una empresa japonesa de desarrollo tecnológico cuyo nombre conozco de oídas, pero no sé escribir. La Compañía reemplazó a los repartidores por drones diminutos que tampoco conozco porque todos están en Estados Unidos.
Para eso nos habían contratado, para supervisar robots. Es un decir; supervisábamos algoritmos que nunca fallaban e inteligencias artificiales muy complejas para haberlas creado nosotros mismos, pero no lo suficiente para ser infalibles o autoconscientes. Decían, en la capacitación, que los humanos tenían el código supremo, complejísimo y capaz de reescribirse a sí mismo según se necesitara.
El día que el jefe llegó no lo vimos, pero supimos que estaba ahí, cerca, haciendo videoconferencias y enviando mails importantísimos. Sentimos como si el ojo en el cielo se hubiese acercado a nosotros, una sensación de día del juicio. Fue el primero de muchos días que trabajamos a disgusto, con el peso de un no sé qué trepado a nuestras nucas y tensando nuestras orejas.
Al día siguiente, nos pidieron a todos estar dos horas antes. Les voy a traer café y donas, dijo el director de nuestra área en México, y aunque nadie lo dijo, todos pensamos que podía meterse su café y sus donas por el culo.
La junta pudo ser un mail. El director del área en México decía algo como que nosotros levantábamos la compañía, que todo su peso estaba sobre nuestros hombros y lo aguantábamos como campeones; luego el Big Boss expandía un poco lo dicho. Así fue con cada uno de los temas tratados, entre ellos la puntualidad, los bonos y el correcto uso del Internet en la oficina.
Al final nos dejaron caer la noticia: los algoritmos ya eran muy complejos, tanto que ya había uno capaz de reemplazar el código humano. En resumen, ya no nos necesitaban para cuidar robots; habían diseñado una red de robots capaces de cuidarse entre ellos.
Un sistema fractal, dijeron, en el que un robot vigila a otro y viceversa, y al final todos los niveles se vigilan entre ellos. Qué gacho, pensé, pero estas inteligencias, por más complejas que fueran, todavía no eran sintientes ni tenían conciencia del yo, entonces, contrario a lo que pensé, eso del sistema fractal no estaba tan gacho. El punto final era ése: los robots ya no necesitaban niñeras, eran sus propias niñeras.
Lo primero que pasó por nuestras cabezas, claro, fue el despido. Entonces el Big Boss, como leyendo nuestras mentes, o anticipándose a la reacción lógica del código humano, dijo: No todos perderán su trabajo y a quienes tengamos que dejar ir (muy eufemísticos los gringos) con gusto los apoyaremos con cartas de recomendación y asesorías para sus currículum.
Luego el director de México ahondó, diciendo que hacía apenas unos meses se había aprobado una reforma a la ley del trabajo en la que se estipulaba que al menos 51 % de la operación total en una empresa debía ser humana. Eso quería decir que, por ley, tenían que quedarse con la mitad de nosotros.
El Big Boss se despidió y salió del salón donde trabajábamos, del pasillo, del elevador, del edificio, de la calle, de la colonia, de la alcaldía, de la ciudad, del país, para entrar a otro país, otro estado, un county, un neighborhood, un boulevard, otro edificio, otro elevador, un pasillo, un salón y, por fin, a su oficina, sabiendo que su trabajo no corría peligro.
Entre nosotros no hubo barullo ni zumbido de muchas pláticas que dicen lo mismo. Hubo alguna broma, tal vez dos. Y, sobre todo, una pregunta, que nadie se atrevió a hacer hasta el día siguiente: ¿cuándo nos vamos a volver obsoletos?
La pregunta la hizo un compañero, casi amigo, de nombre Federico. La formuló de otra manera, pero la idea era la misma. En dos semanas, contestó el director; mientras, vamos a seguir trabajando más o menos normal. Todos los que escuchamos supimos que el secreto estaba en ese “más o menos” que vendía la simulación. Íbamos a estar trabajando, pero trabajaríamos por encima del sistema fractal, fingiendo que no estaba y que no hacía ya el trabajo que nosotros fingíamos hacer. ¿Y cuándo nos dicen quién se va y quién se queda?, preguntó otro amigo, Álvaro. Les vamos a mandar un mail con toda la información antes del viernes, dijo el director, con el tono de alguien que no sabe lo que debería.
El viernes en la mañana estaba el correo en nuestras bandejas de entrada. Se harían entrevistas individuales (varias reiteraciones de la misma entrevista, con las mismas personas y las mismas preguntas que parecían más un test de Voight-Kampff que una entrevista laboral) para determinar quién era esencial.
Todos pasamos, de uno en uno, a ese cubículo con paredes de vidrio, apretado, donde nos esperaban tres personas: la de Recursos Humanos, el director de nuestra área y la directora general de operaciones en México, tres personas (quizás las únicas) que tenían su plaza asegurada. Las preguntas eran un acertijo en sí. Estaban las clásicas: ¿cuál crees que es tu papel dentro de La Compañía?, ¿cuáles son tus tres mayores fortalezas y tus tres mayores defectos?, ¿qué es lo que aportas a La Compañía que nadie más puede aportar? Luego estaban las de carácter humano: ¿tienes familia?, ¿cuántas personas, si las hay, dependen de ti económicamente? También las de línea psicológica: ¿cómo definirías en una palabra tu relación con tu madre?; ¿cuál es tu primer recuerdo?; estás caminando en un desierto y ves una tortuga de cabeza que lucha por ponerse en pie, pero no puede y tú no la ayudas, ¿por qué? Y las indescifrables: ¿cuál es tu superhéroe favorito?, ¿quién ganaría en una lucha a muerte entre Bruce Lee y Nelson Mandela?
Las personas que dejan atrás en ese primer filtro permanecerán como un misterio. Caídos anónimos de quienes no conservamos ni los nombres. Quizás los más nuevos, los más callados, los menos ¿noticeable? ¿Cuál es la palabra en español? ¿Conspicuo? ¿Notorio? Quizás. Así funciona el código humano. Lo primero que se desecha es lo que no hace ruido, si no lo notas es porque no lo necesitas. Si yo me viera forzado a desterrar el 45 % de las palabras del castellano, conspicuo sería una de las primeras en caer. Beto (que lleva en La Compañía mucho más tiempo que Álvaro, Fede y yo) dice que, antes de que cambiaran a los conductores por drones, así se manejaba el asunto: estaban los que conversaban contigo todo el día, de lo que fuera, o los que se quejaban, o los que te contaban sus penas: que si no tenían para pagar el seguro, que si ir tan lejos por una hamburguesa no les resultaba redituable, etcéteras innumerables. Y luego estaban los que no te decían nada. Los segundos eran poco más que un nombre en la pantalla. Si había que cortar a alguien temprano, cortabas a los mudos; si los mudos tenían que viajar diez kilómetros por un smoothie, los dejabas en esa ruta. Los únicos a los que uno procuraba, decía Beto, eran los que se hacían notar como personas.
El segundo filtro fue, para mí, arbitrario. Quizás lo hicieron al azar o por orden alfabético. Tal vez cortaron a las personas con más de seis letras en sus nombres o con apellidos poco comunes. Imposible saberlo. Una a una se fueron vaciando las sillas. Quedaban las pantallas apagadas de sus computadoras, como lápidas high-tech.
Para el tercer filtro se hizo un poco más evidente a qué estaban jugando, porque este filtro no se concretó en ausencias, sino en firmas de nuevos contratos. Ya no era sólo un concurso de popularidad, sino que empezaron a recortar a todos aquellos que no hicieran algo extra por la oficina. No me refiero a algo laboral. Lo laboral no formaba parte de la ecuación, porque no habría labores que desempeñar. El primero que firmó contrato fue Samuel, un tipo que, todos los días, lavaba meticulosamente la cafetera por las mañanas y preparaba al menos dos tandas de café. El segundo fue Isaac. Cada vez que tenía un rato libre se paseaba por todo el piso, escritorio por escritorio, celular en mano para tomar nota, preguntándole a la gente qué necesitaba del mundo exterior. No sólo iba a la tienda, sino que traía lo que le pidieras. Un jugo, un café de una cafetería específica, chilaquiles, tampones, you name it. Fue más evidente también porque Samuel e Isaac eran todo menos carismáticos.
Se nos presentó entonces la necesidad de hacernos indispensables para el confort de la oficina entera. Mi primera idea fueron los memes, me parecía que tenía talento para ellos y un humor refinado pero universal. Lo malo fue que al menos la mitad de los restantes tuvieron la misma idea, y pronto ser el tipo que comparte memes se volvió la misma cosa que ser el tipo invisible. Decidí no quemarme más la cabeza y comencé a llevar dos docenas de donas todos los días; me parecía una inversión redituable que, además, menguaría en cuanto nuestro departamento se vaciara. No pasó ni una semana en lo que firmé el nuevo contrato. Álvaro decidió encargarse de hacer listas de Spotify, le funcionó. A Fede no se le ocurrió nada: se dedicaba a ver, nervioso y de reojo, cómo el resto iba siendo llamado para firmar contrato.
Otra que estaba en esa situación era Rocío. Una muchacha fea, de inglés perfecto, callada. Ahora sí que la innotoriedad hecha persona. Todos sabíamos que no iba a quedarse. Una vez que nosotros estuvimos tranquilos, nos dedicamos a ver a Rocío, de qué manera se le opacaban los ojos cuando el director gritaba el nombre de alguien y le decía que pasara a Recursos Humanos. Al principio, los que la veíamos éramos tres: Fede, Álvaro y yo. A Fede lo invitamos para que se relajara un poco y Beto no fue invitado porque Rocío era su amiga. Luego, cuando empezó a llegar la tercera tanda de despidos, a la par de los últimos contratos firmados empezamos a hacer apuestas mínimas sobre el día en que Rocío sería despedida.
Pero antes le llegó el despido a Fede. Ese día, apenas salió de la oficina de Recursos Humanos, nos fuimos a un bar no poco pinche y sí muy cercano. Al día siguiente montamos nuestro campamento frente a su lápida high-tech. Desde ahí seguimos apostando por el despido de Rocío, cada vez con menos ganas. Lo convertimos en una rutina, en una de esas cosas minúsculas, como rituales insignificantes, que los compañeros de trabajo esgrimen hasta el cansancio con tal de tener alguna afinidad, el simulacro de una amistad.
Un día los despidos dejaron de suceder. Contamos cabezas y, efectivamente, sólo quedaba en el piso el 51 % de la fuerza laboral. De alguna manera misteriosa, Rocío se salvó. Quizá firmó su contrato mientras nosotros estábamos en la hora de comida o antes de que nadie llegara, pero había sido firmado y nosotros, Álvaro y yo, le guardamos cierto rencor por haber vencido a Fede en el juego que todos jugamos.
Por unos días nos dedicamos a observar a Rocío, intentando descifrar por qué se había quedado, qué brindaba a la oficina que no hubiese podido brindar cualquiera de los despedidos. En parte por justificar en nuestras cabezas el despido de Fede y en parte porque, habiéndose acabado nuestro ritual de apuestas en su contra, debíamos encontrar pronto otra afinidad que habríamos de desgastar hasta que no quedara en ella nada gracioso, agradable o siquiera entretenido; de lo contrario nuestra simulación de amistad terminaría. El primero que lo descubriera le invitaría una comida al otro.
Había pistas. Por ejemplo: ella no tenía que avisar antes de ir al baño. En un día especialmente caluroso, Rocío dijo, como comentario aislado, que hacía calor. De inmediato el director se levantó a encender todos los ventiladores del piso, con lo que se creó una corriente de aire más frío que fresco. Y unos minutos después, tan pocos que ni siquiera eran identificables como un fragmento relevante de hora, dijo, también sin mucha intención, que hacía frío. Beto se quitó su chamarra y se la dio, a pesar de que ella ya tenía una puesta. Mariana, la gerente, se paró en seguida a apagar un ventilador y ordenó a dos personas más que apagaran los restantes. Con frecuencia alguien dejaba en su escritorio (el de Rocío) una bolsa de galletas o frituras, o directamente le llevaba una rebanada de pastel de quién sabe dónde. Rocío se había convertido en una especie de reina tímida a la que los demás servían sin que ella quisiera, aunque tampoco le molestaba. Ya había parido yo unas sospechas, pero éstas se confirmaron cuando un día, sin más, llevó un litro de leche a su escritorio y comenzó a beberlo, con popote, directo del envase.
Rocío está embarazada, le dije a Álvaro y éste puso cara de “¡carajo, claro!”. Era el más brillante de todos los planes. No digo que lo haya hecho con alevosía, que se haya embarazado sólo por permanecer en la empresa; estoy casi seguro de que, como todos los primeros embarazos en la historia de una pareja, fue un descuido, un anuncio inesperado. Pero en definitiva estar embarazada fue el mejor de los talentos especiales que quien sea pudiera inventarse. Porque algún día habría un robot que lavara la cafetera, otro que trajera cosas del mundo exterior, uno que comprara donas para todos o hiciera listas de Spotify, o incluso uno que hiciera todas esas cosas de manera simultánea. Pero jamás habría un robot embarazado. La comida que le gané a Álvaro me supo insípida, como me pasa casi siempre. Una desilusión total. Quizás por haber sido derrotado por el brillante descuido de Rocío. La inesperada virtud de la ignorancia.
Así pasamos meses. La oficina se había convertido en un desfile de comidas, dulces, bebidas calientes, tibias y frescas, dulces y amargas y cualquier cosa que estuviese en medio. Y mientras nosotros participábamos de aquel convivio infinito y tedioso, en el que no hacíamos nada más que esperar a que pasaran nuestras ocho horas para poner el dedo índice en el escáner y que una voz electrónica nos dijera “Gracias”, veíamos cómo la barriga de Rocío crecía, discreta al principio, imposible de ignorar luego del tercer mes.
Mientras nosotros nos perdíamos en esa bacanal de ocio, a nuestras espaldas, en las pantallas ignoradas y encendidas, mudos en los auriculares por los que ya no se escuchaba el murmullo gringo, los robots se vigilaban entre sí, perfectos, sin cometer un solo error. Aunque nuestras métricas nunca fueron malas y nuestra eficiencia siempre estuvo por encima del 90 %, las de los robots no tardaron ni una semana (una vez que hubieron analizado y conquistado las variantes de cada mercado en cada día de la semana) en alcanzar el 100 % de efectividad. Algo que, para mí, era una obscenidad. Sólo un humano tiene el valor y la decencia de no ser perfecto.
Al principio era maravilloso. No hacíamos más que rascarnos la barriga, ver la pantalla del teléfono, platicar con los amigos, botanear, reír, escuchar música. Y nos pagaban, y pagaban bien. Pero la kermés comenzó a repetirse, sin variaciones, y nuestra fatiga aumentó, en la mente, quizás en nuestros espíritus, algo que a un robot no le pasaría. Intenté, sólo por hacer más llevadera la jornada, formar un club de lectura, pero apenas logré juntar a cuatro geeks que exigían lecturas de Asimov cada semana, y terminé por dejarlo todo en sus manos. Después de un tiempo, nuestras 40 horas a la semana se convirtieron en una condena, la oficina en una prisión de tiempo completo. Uno ya no ofrecía servicios por dinero, sino el tiempo de su vida. Poco a poco nos fuimos. Cuando me fui, Álvaro siguió ahí porque tenía una familia que mantener y aún no había juntado suficiente dinero para volver a montar su cafetería.
Poco tiempo después de haber perdido contacto, lo encontré cerca de la Glorieta de Insurgentes. No había montado su cafetería pero gerenteaba una. No es mucho, pero close enough, dijo encogiéndose de hombros. Después agregó que estaba contento. Me contó que había aguantado un año más en La Compañía, que la ley pasó a revisión y recortaron el mínimo de personal humano a 34 %; hubo otra ronda de despidos y él la sobrevivió, pero poco después presentó su renuncia. Para aquel entonces Rocío ya no estaba en La Compañía. Un día, cuando la panza ya parecía reventarle, empezó a sentir dolores y la llevaron, entre un montón de gente y gritos, al hospital más cercano. Una semana estuvo sin ir a la oficina y luego se presentó de nuevo, otra vez callada y nada notoria. Al cuarto día, después de que pusiera el dedo índice sobre el escáner, la hicieron pasar a Recursos Humanos. Álvaro sólo la vio en la siguiente quincena, cuando llegó directo a la misma oficina con paredes de cristal a firmar el recibo de su finiquito.
Los robots nos ganaron, viejo, dijo Álvaro. Lo primero que pensé fue que los japoneses, en su ocio infinito y su talento heféstico, habían desarrollado un robot capaz de quedar embarazado. ¿Cómo?, le pregunté, porque quería confirmar mi sospecha, escucharlo de su boca y que me contara la historia de quienes crearon ese monstruo de Frankenstein.
Sí, me dijo, ya no hay ley que requiera un porcentaje de operación humana, ya toda La Compañía es automatizada. Sentí vértigo al pensar en esa maquinaria inmensa e invisible que existe en un espacio fuera del espacio, números vigilando números y secuencias, y teniendo injerencia en el mundo real, una maquinaria leviatánica sin ninguna otra función real que generar dinero para los Big Bosses de todo el mundo. Luego nos fuimos a tomar una cerveza al café que gerenteaba Álvaro. Era el único empleado, todo lo demás era maquinaria autorregulada.