Carrusel / Bajo cubierta / No. 222
Marina Perezagua o los arrullos de la guerra
Marina Perezagua.
Yoro.
Los libros del Lince.
Barcelona, 2015, 320 pp.
Ciencia ficción, noir, literatura fantástica, ficción histórica: las etiquetas se trastocan, se tuercen, se resignifican en la obra de la española Marina Perezagua. El cuento “Little Boy”, incluido en su libro Leche de 2013, fue el germen de su primera novela: Yoro, publicada dos años después. Narradora de lo cruel y lo inquietante, Perezagua hizo que su relato creciera, lo ramificó, le insufló aún más vida, y con ello urdió una ambiciosa novela de más de 300 páginas que mereció el Premio Internacional “Sor Juana Inés de la Cruz” 2016 otorgado por la FIL Guadalajara.
A Marina Perezagua le interesan el contrapunto y el análisis —mediante la ficción, lejos del panfleto— tanto de los sinsentidos de la violencia como de la multievocada “banalidad del mal”. Dentro del libro de 2013, “Little Boy” dialoga abiertamente con “Leche”, el cuento que da título al volumen y acaso una de las joyas mejor guardadas de la cuentística iberoamericana reciente. En este relato, unos soldados japoneses son los victimarios de una madre china y su bebé en el contexto de la segunda guerra sino-japonesa, mientras que en “Little Boy” la mirada está puesta en los japoneses no como victimarios, sino como las víctimas de la bomba atómica.
Igual que el cuento germinal, Yoro parte de los hechos del 9 de agosto de 1945 en Hiroshima, y tiene como protagonista a H: una persona hermafrodita que es criada como varón hasta su adolescencia, cuando la explosión la despoja de su sexo masculino y empieza a vivir como mujer: lo que él, ahora ella, siempre ha querido. Un personaje intersexual. Desconocemos el verdadero nombre de H, quien —eso sí lo sabemos desde la primera página— ha cometido un crimen. Se autonombra H porque, dice, “se me negó siempre la voz y un español me dijo que en su idioma la h es la letra muda”.
La paternidad/maternidad es el leitmotiv de Yoro, dividida en nueve capítulos (“meses”) más uno llamado “Alumbramiento”, que narran lo que pasa entre 1942 y 2014, entre Hiroshima y la República Democrática del Congo. El mayor anhelo de H es tener un hijo y, como tiene un útero a medio formar, se da cuenta de que la única posibilidad de cumplir su deseo estaba en los genitales masculinos que la bomba le quitó. Por ello el personaje Jim cobra un papel preponderante: se trata de un soldado estadounidense que fue prisionero de guerra de los japoneses, y al que le encomendaron —como parte de sus deberes militares— la crianza de una bebé nipona, Yoro, durante sus primeros cinco años de vida, al término de los cuales se la arrebataron, se la llevaron sin decir a dónde.
Asentada en Nueva York luego de que una familia norteamericana la adoptara tras su recuperación, H conoce a Jim —17 años mayor— en 1960, cuando ella aún no cumple los 30 años, e inician una relación sentimental. En la pareja protagonista aparece una vez más la doble condición de víctima y victimario: H, japonesa, es víctima de los estadounidenses; Jim, estadounidense, lo es de los japoneses. El caso, en fin, es que ahí está el motor del libro: H y Jim se empecinan en averiguar el paradero de la niña, y con ese propósito en mente visitan Nuevo México, Borneo, Queimada Grande… ¿Dónde está Yoro, su “hija en común”?
Tour de force a nivel estilístico y argumental, el libro va y viene de lo fantástico a la crónica, de la alegoría a la divulgación científica, y avanza, intenso, hasta el momento en que una H anciana viaja a la República Democrática del Congo —ya sin Jim, aún en busca de Yoro— y se esclarece la naturaleza del crimen anticipado desde la primera página. Es entonces cuando la novela alcanza un punto climático altísimo sobre el cual no vale la pena abundar, pues aunque Yoro no sólo depende del factor sorpresa, Perezagua —cuentista al fin— sí se vale de él para potenciar su novela.
Dentro de la versión al inglés de Yoro a cargo de Valerie Miles, Marina Perezagua cuenta en su “Author’s Note” que la novela es una especie de ajuste de cuentas con, a la vez que tributo para, el pasado. Nieta de la guerra civil española, arrullada con relatos de horror y de muerte, Perezagua asume que existe gracias a la resistencia de sus antepasados, y dice que hablar de una guerra que no es de su patria —como lo hizo en Yoro— significa aceptar que cualquier guerra es la guerra de todos.
Marina Perezagua logró en Yoro una obra potentísima que lanza a sus personajes hacia situaciones en las que ternura y vileza conviven y se suceden, la una a la otra, de manera vertiginosa. Es notable, digo por último, la estructura de Yoro, diseñada como el uróboros: la serpiente que come su cola. Redonda, densa, en un constante e insospechado juego de espejos, se trata de una novela que pone bajo el lente importantes reflexiones sobre el duelo, la familia, el amor, el cuerpo —siempre el cuerpo—, la guerra y la tendencia autofágica de los humanos.
Pero aun en medio de la bruma más oscura, parece decirnos Marina Perezagua, siempre hay espacio para la luz.