Caos / No. 222
Schadenfreude, del gen egoísta y la fuente de todo mal
En su busca desesperada del mal auténtico cometió las más espantosas
tropelías, pero siempre un bien, a veces mayor, resultaba
de sus atrocidades sin freno.
Carmen Santoja, “La malvada infantita”
Nadie lo sabe, pero la hora del almuerzo representa la cúspide de su fantasía.
Aunque de niña descubrió que tenía habilidad para guardar secretos, fue poco antes de su décimo tercer cumpleaños cuando, por primera vez, tuvo un secreto que valía la pena custodiar celosamente. La hora del almuerzo representa la cúspide de su fantasía porque el secreto en sí mismo era un enigma incluso para ella. Pero luego de sobreponerse a las dudas iniciales, descubrió que es exhibirlo frente a su familia —que reunida en torno a la mesa lo ignora todo olímpicamente— y presenciar el daño que éste ha causado con absoluta impunidad —la feroz calvicie de su padre, el temblor descontrolado en el pulso de su madre, su hermano cada día más lento, babeante y enajenado— lo que la lleva al mayor de los éxtasis.
Sucedió cuando recién comenzaban las vacaciones de invierno y la tranquilidad de las paredes vacías se juntaba en un solo gesto con la luz opaca oculta tras las persianas. Sucedió que despertó sobresaltada y en seguida sintió un escalofrío en todo el cuerpo, algo semejante a un hormigueo, apenas una sensación que, pese a no a tener forma definida, parecía omnipresente. Pasado un rato de duda, cuando estuvo segura de que la sensación no sería pasajera, la embargó también la curiosidad, y con la intención de descubrir de qué se trataba realmente aquel asunto, recorrió su propia anatomía, desde el cuello hasta las uñas, palpando sus tobillos con detenimiento, dedicando varios minutos a los sobacos y a los ganglios tras las orejas. Y luego de emprender tales exploraciones, concluyó que la sensación debía venir de su estómago, pues de pronto sintió un retortijón y tras éste un hambre feral, así que levantó sobre sus costillas la bata que usaba como pijama, y con el vientre desnudo, se dispuso a descifrar el enigma.
Y lo que descubrió debió, cuando menos, de dejarla perpleja. Boca abierta, diría ella misma. Porque no encontró nada. Al menos no a primera vista. Era, ya está dicho, una sensación, el inicio de unas violentas cosquillas y nada más. Algo impreciso, indeterminado. No encontró sino su piel reseca y una especie de vacío en las entrañas —como si llevara muchos días sin comer—, un vacío que la obligó a encorvarse sobre sí misma. Hasta que —en esa posición, casi fetal— se percató de una mancha diminuta y oscura cuya existencia había pasado por alto hasta ese momento; una mancha negra, acaso un lunar recién nacido, posado en la orilla izquierda de su ombligo. Y mientras rumiaba alrededor de las múltiples posibles (y bastante razonables) explicaciones para el origen de aquella mancha, se le ocurrió preguntarse si acaso, de alguna forma, ésta no estaría relacionada con esa extraña mañana que estaba teniendo.
La familia come con lentitud.
Tardan alrededor de media hora en terminar el almuerzo, y mientras tanto, ella espía con disimulo la expresión de su madre, cuyo pulso tiembla descontrolado cuando intenta llevarse la cuchara a la boca; la de su hermano menor, que tiene la cara embarrada de puré y contempla la pared sin parpadear, limitando su esfuerzo al mínimo, es decir: a la respiración; y la de su padre, que come con el ojo izquierdo fijo en el plato y el derecho cubierto por un improvisado parche, absorto en cada movimiento que da su mandíbula, envejecido como nunca, con el cuero ya desgastado visible entre los pocos cabellos que conserva.
Paladeando con gusto el secreto que posee, pese a saber que nadie podrá dejarla en evidencia, ella juega con la idea de ser descubierta. Si alguien se fijara en ella, a lo más notaría su emoción disimulada al presenciar el caos que la rodea, o su conciencia perdida dentro de sí misma, imaginando lo que ocurrirá a continuación, con terrible certeza.
Pero nada más.
Nunca la malicia ni el mal.
Nunca las peores intenciones.
Entre incertidumbres, por instintiva discreción, decidió que a nadie diría nada al respecto, que mantendría el tema en secreto. Claro que ese aún no era su secreto, sino otro más elemental, nacido de la vergüenza que le causaba verse en una situación tan incómoda, con su cumpleaños a la vuelta de la esquina, con las vacaciones a punto de empezar y ella aún en cama, con las piernas desnudas y los ojos clavados en la mancha, con la piel trasluciendo las costillas, y con la voz de su madre en la habitación contigua rompiendo la tensa quietud de la mañana, dándole los buenos días a su hermano —a su hermano ahora bobo, a su hermano ahora inútil—, cuya mirada aún tenía alguna chispa de ingenio e interés.
No, ellos no lo saben.
Nadie lo sabe.
¿Cómo podría alguien saberlo?
¿Cómo podría alguien descubrirla?
¿Cómo descubrir en ella algún indicio?
¿Cómo si nadie la nombra?
¿Cómo si nadie la ve?
Sin entender por completo la naturaleza del hallazgo hecho en su ombligo, presa del nerviosismo, en esa ocasión se quedó en cama hasta el mediodía buscando sin éxito alguna respuesta. Minutos más tarde su madre al otro lado de la puerta anunció que era hora de almorzar, y cuando —hambrienta, por ornamento se diría que famélica— apareció en el comedor, su papá ya estaba sentado y no dejaba de comentar las noticias del día; y su hermano, que respondía más bien con astucia a pesar de tener apenas nueve años, ayudaba a traer platos, vasos y cubiertos de la cocina al comedor. Entonces también ella se sentó y en un impulso momentáneo, probablemente a causa de la curiosidad suscitada por la recién descubierta mancha, su mano derecha —oculta bajo la mesa y el mantel— se movió con firmeza en dirección a su ombligo y sólo cuando con la punta de los dedos rozó la mancha a través de la ropa, causando el mismo escalofrío, ella se percató de lo que hacía y se ruborizó sin que nadie lo notara. Lo que a continuación tuvo lugar pudo suceder segundos después, o en el mismo instante en que ella acariciaba la mancha, resulta imprecisable; lo cierto es que su madre apareció con una olla llena de lentejas. Lo siguiente fue un espasmo involuntario, tan repenti- no como violento, en las manos maternas —o en las muñecas, o en los nervios—, y luego la olla cayendo al piso, las lentejas regándose por doquier. Y sobre todo eso, el sonido vibrante, metálico y patético de la olla, que libre de su contenido rebotó hasta debajo de la mesa. Frente a ella las manos de su mamá temblaban sin control, y tras las manos la cara, la cabeza entera, toda su anatomía, semejando una marioneta cuyos hilos están severamente comprometidos. En cuanto al padre, que ante dicha sorpresa dio —como la olla— un salto, a partir de ese momento no dejaría de estar angustiado por su mujer, por el maldito temblor que se adueñó de ella. Su papá no tendría un segundo de paz, llevando la preocupación a tal nivel que cada tarde padecía intensos dolores de cabeza y en menos de un mes empezó a quedar calvo. Y su hermano menor, en esa edad tan sensible que son los nueve años, pasó a segundo plano tras los temblores de la madre. Su hermano de repente se vio completamente solo —pues ella no estaba interesada en brindarle compañía ninguna—; sin atención ni supervisión, aprendió a jugar solo y en silencio, a ver televisión solo y en silencio, a todo hacerlo solo y sin decir palabra, a moverse lo menos posible para causar el menor ruido, hasta que hacer también dejó de interesarle y se fue quedando así, quieto y bobo, ajeno, en la nada.
Si no tiene cuidado se partirá un diente con la cuchara, le dice a su madre con la sonrisa contenida.
Mamá, a su vez, asiente y mueve los granos de arroz de un lado a otro en el plato, pero no se anima a seguir comiendo.
Entonces recordó la sospecha de esa mañana, su idea sobre la posible relación entre la mancha y lo sucedido, y de nuevo estuvo latente. En especial cuando las penurias se precipitaron —ese mediodía y los días que vinieron después— sobre su familia, porque mientras su madre temblorosa soltaba la olla y su padre perdía el control de los nervios y su hermano daba un paso firme hacia la imbecilidad más absoluta, ella sintió en el ombligo, en la mancha, que el escalofrío daba paso a un hormigueo que pronto se convirtió en intensas ganas de reír, en la más evidente alegría por lo ocurrido. Y escuchó —acaso en su cabeza o en su imaginación— que también la mancha daba un suspiro, o más bien un gemido de agradecimiento. Pero ella no era tonta como su hermano, ella había aprendido a desconfiar y aún no se convencía por completo. Hacía falta más, una repetición. Hizo falta que, poco antes del anochecer, fuese a la cocina y que tras su andar se desatara una chispa de aceite caliente que saltó del sartén y cayó directo en el ojo —o más bien en el párpado— de su padre, que en mal momento había decido hacer la cena. E hizo falta también que junto al grito de dolor aparecieran, de nuevo, las mencionadas cosquillas, e incluso hizo falta que ella tuviera que salir corriendo a la intimidad de su habitación para no detonar un estallido de risa delatora cuando se asomó al baño y vio a papá echándose agua en la cara, desesperado, detalle que fue suficiente para por fin convencerla.
Su madre emprende un último intento por comer y minutos después una expresión de agudo dolor le invade la cara, confirmando que el temblor de la cuchara, en efecto, le quebró un diente.
Ella ahoga una carcajada y el cosquilleo de la mancha, de tan intenso, es por poco insoportable.
En ese arrebato pasó dos días enteros, segura de la responsabilidad de la mancha y de su propia culpa, que realmente no era culpa sino gozo. En la televisión los noticieros matutinos revelaban las más terribles tragedias aconteciendo a lo largo y ancho, y mientras más grande la tragedia, mayor el placer que la invadía. Todo tenía que ver con ella, todo dependía de ella y estuvo a punto de echarse a reír, absolutamente satisfecha, incrédula y convencida al mismo tiempo, de que aquello, tan estrambótico, rocambolesco como la palabra misma, provenía de su mancha, origen de toda injuria. Y en ese arrebato salió después a la calle, al supermercado, a la panadería, al centro, a la plaza, al bulevar y a la estación. Y tras sus pasos se desató el infortunio, el caos y la desgracia en sus más variadas versiones, sobre todo y sobre todos, como una fuerza expansiva, entrópica, que arrasaba con cuanto había en su camino.
Luego del paseo volvió a casa y encontró a su padre sentado en el piso del salón, lamentándose amargamente mientras sostenía entre las manos un espeso mechón de pelo muerto. Entonces se asomó al cuarto de su madre y halló que se estremecía en la cama, presa de un escalofrío larguísimo, del mismo temblor, sólo que ahora arraigado en cada célula.
Y viendo aquello ella fue feliz, aunque a nadie pudiera confesar su dicha.
Y en un momento de claridad, pensó: mi tarea es hacer de la vida una mancha.
Y a continuación lo pronunció en voz alta: mi tarea es hacer de la vida una mancha.
Su padre luce desesperado. Abandona el comedor entre quejas ininteligibles y cuando regresa trae el botiquín de primeros auxilios, ocurrencia ridícula que en nada puede aliviar a su madre, cuya quijada no deja de temblar, empeorando el dolor causado por el diente roto, y por ende haciendo más pavorosos los gritos de agonía.
Maravilloso, piensa ella, quizá con otra palabra más cruel, más mezquina. Con gesto afligido mira a su madre y le pregunta si le duele mucho, luego mira a papá y le pregunta si puede hacer algo para ayudar, entonces voltea hacia su hermano y con la mano estirada le acaricia la mejilla mientras le dice que todo estará bien, aunque él no emita señal de entendimiento.
Y he ahí la sustancia de su secreto: no sólo albergar en el ombligo aquella mancha perversa, no sólo tener en el vientre la fuente de todo mal, sino el placer que aquello le causa. La hora del almuerzo representa la cúspide de su fantasía porque es entonces cuando, con absoluta impunidad, puede presenciar a sus anchas el daño causado por la mancha —la feroz calvicie de su padre, el temblor descontrolado en el pulso de su madre, su hermano cada día más lento, babeante y enajenado—; es entonces cuando ella ofrece falso aliento a su desgraciada familia, mirándolos a los ojos con simulada compasión mientras estos se lamentan, sin que nadie sospeche de su inocencia, sin que nadie adivine que la culpa es suya.
N. del A.: Schadenfreude [ˈʃaːdənˌfʁɔʏ̯ də]: palabra de origen alemán (schaden: ‘daño’ y freude: ‘gozo, alegría’) que designa la alegría maliciosa por el fracaso de los demás, una intensa y furtiva satisfacción generada por el sufrimiento, infelicidad o humillación del otro.