Sueño / No. 224

Sueño a un lado de la carretera



¿Conocéis esa sensación atroz de fundirse, de perder todo vigor para fluir
como un arroyo, de sentir que nuestro ser se anula en una extraña
licuación como si se hallase vacío de toda sustancia?


Emil Cioran, En las cimas de la desesperación


Mientras conducía por una recta y larga carretera, Andrés aprovechaba la ausencia de autos para desviar de vez en cuando su mirada al océano, sobre el cual el sol descendía lentamente, tiñendo el cielo de un naranja rojizo mientras que, del otro lado, el gris se ensombrecía hasta perderse en la silueta oscura de las montañas y rocas que custodiaban el camino; frente a él, la carretera se extendía hasta perderse de vista, sólo algunas ligeras curvas sorteaban una entrada de agua e interrumpían el paso monótono del casi desierto camino en el que sólo ocasionalmente encontraba algunos coches a su paso. Acostumbrado a las carreteras del centro del país, sinuosas y contenidas por ciudades, pueblos y paradas de descanso que iluminaban el entorno haciendo imposible que la oscuridad dominara el horizonte, le fascinaba a la vez que lo intimidaba aquella carretera en la que podía avanzar kilómetros sin cruzar vestigio alguno de civilización que no fuera el mismo camino. Durante el día había llegado a ver alguna casa o construcción a lo lejos, pero en ese momento, mientras la oscuridad comenzaba a cubrirlo todo y los haces de luz que proyectaban los autos cortaban la noche sin disiparla, las construcciones parecían haber desaparecido, y sólo de vez en cuando algún breve destello lo sacaba de aquel estado de opresión. Llevaba conduciendo cerca de 20 horas, y aunque se había detenido un par de ocasiones para descansar, la rígida postura que demandaba el auto hacía estragos en su espalda; los párpados cada vez le pesaban más y su visión comenzaba a nublarse debido a la falta de sueño. Pensó en detenerse en la próxima ciudad o pueblo para descansar y comer algo; sentía el estómago vacío y revuelto a causa de la cafeína y el tabaco, que habían sido su único sustento durante las últimas horas, pero sabía que no debía de estar tan lejos y que posiblemente en unas dos o tres horas estaría llegando a Los Cabos. Pero los tramos de oscuridad entre los destellos de luz comenzaban a alargarse, y ya había recorrido un buen tramo desde la última vez que vio otro coche; le parecía que el auto avanzaba más despacio a pesar de que el indicador de velocidad no bajaba, y tuvo la extraña y ridícula sensación de que los kilómetros, de alguna forma, se extendían.

De pronto, una luz en el tablero le indicó que una de las llantas se encontraba peligrosamente baja. Maldijo. Mientras planeaba pararse en la primera gasolinera que encontrara, comenzó a temer que no pudiera llegar a causa de la llanta; sin embargo, como en medio de aquella oscuridad no podía pararse a revisarla, siguió conduciendo, con el creciente temor de encontrarse en una carretera desconocida, en un auto ajeno con una llanta baja, sin pila en el celular y sin nada más que negrura a su alrededor. Por ello suspiró con alivio cuando divisó a lo lejos unas luces a un lado de la carretera; al acercarse vio que era un pequeño sendero que se separaba de ella y que llevaba a un viejo hotel de paso cuyo letrero tenía algunas luces fundidas. Tomó el sendero y se estacionó en el aparcamiento desierto.

El alivio que sintió al bajarse del auto y estirar sus adoloridos miembros casi lo hizo olvidar el motivo de su parada, pero pronto se percató de que, en efecto, la llanta se encontraba baja de aire, y tras una breve inspección bajo la poca luz que le brindaba el hotel, encontró un pedazo de fierro clavado en ella. Caminó hasta la cajuela con la esperanza de encontrar una llanta de refacción, pero maldijo al ver una considerablemente más delgada con un letrero rodeado de franjas amarillas y negras, que indicaba que esa llanta de emergencia era incapaz de correr a más de 80 kilómetros por hora o en carretera. Quizá se hubiera arriesgado si se tratara de su coche, con el que se sentía familiarizado, pero con uno rentado y en una zona desconocida consideró que sería muy peligroso intentarlo. Además, el cansancio que sentía era tanto que suspiró aliviado al pensar que no podría cambiar el neumático en ese instante, por lo que cerró el coche y se dirigió a la entrada.

El hotel no era muy grande: tenía sólo dos niveles, acaso diez habitaciones —calculó—, y por las puertas que podía ver dudaba mucho que aun en sus mejores días se encontraran llenas. Pintado de un feo y opaco color naranja, estaba semiiluminado por el destello del letrero de neón, un pequeño foco en la entrada de cada cuarto y otros más grandes colocados en la entrada de cristal que daba a una habitación con una puerta de madera tras el mostrador. Intentó empujar la puerta pero se encontraba cerrada, por lo que golpeó con los nudillos el cristal hasta que un señor bajo, moreno y un poco gordo salió por la puerta de madera, cruzó el mostrador y abrió la de cristal lo suficiente para poder sacar la cabeza.

—¿Se le ofrece algo?

—Disculpe —respondió tras un ligero malestar ante el tono grosero del dependiente—, se me ponchó una llanta y no puedo cambiarla; el coche es rentado y sólo tiene la llanta de emergencia. ¿Conoce usted algún mecánico que pueda venir con una llanta de repuesto para cambiarla?

—¿No puede llamarle a la compañía donde lo rentó?

—Lo renté en Tijuana. Incluso si accedieran a venir tardarían demasiado en llegar.

—No hay ningún mecánico que pueda venir a esta hora. Tendrá que esperar a la mañana.

Aunque ya sospechaba esa respuesta, sintió un peso que caía dentro de él; tanto el tono grosero como el inexpresivo rostro del señor le habían causado una mala impresión, pero no podía quedarse a la intemperie en una carretera que no conocía y tampoco podía llamarle a nadie, por lo que preguntó, entre resignado y aliviado por no tener que seguir conduciendo:

—¿Tiene alguna habitación disponible?


Abrió la puerta, alzó el brazo hacia el interruptor que había alcanzado a ver con la poca iluminación que proveía el foco del pasillo y encendió la luz del cuarto para contemplar desde el umbral el triste interior: una pequeña habitación con una cama matrimonial sencilla, una lámpara de pie, una mesa de noche y un tocador con espejo; todos descuidados, con la pintura opaca, una delgada capa de polvo que cubría la superficie y un desagradable olor a humedad que envolvía el cuarto a pesar del calor seco del ambiente. Entró y dejó la maleta en la cama, al voltear al espejo dio un salto porque vio reflejada una enorme mancha roja, salpicada en la pared, que escurría hasta la cabecera de la cama, tiñendo las sábanas. Andrés se giró, pero quedó petrificado al encontrar la cama y la pared limpias; con el pulso acelerado volteó al espejo, donde no encontró rastro alguno de lo que había visto. Cerró los ojos por un instante y sacudió la cabeza mientras sentía su pulso desacelerarse. “Tengo que dormir”, pensó. Sintió los párpados más pesados que nunca y, apenas se acostó en la cama con la ropa puesta, cayó en un profundo sueño.

Al instante —o eso le pareció a Andrés—, abrió los ojos. Miraba el techo de la habitación del hotel y pensó que sólo debía de haber dormido un par de minutos; eso no le molestó. Sentía que no había nada que pudiera perturbarlo en ese momento. De alguna forma había desaparecido la animadversión que sintió al entrar en aquel feo hotel, incluso comenzaba a sentirse cómodo, con una extraña sensación de familiaridad. La cama, que antes le había parecido incómoda y vieja, ahora se amoldaba con facilidad a su cuerpo, y cuando volteó a su izquierda notó que el viejo mobiliario se veía nuevo, sin la pintura descolorida, y que las paredes tenían un intenso color anaranjado. La habitación, en su conjunto, lucía alegre, con cierta frescura que denotaba novedad. Pero eso sorprendió a Andrés aun menos que el haberse despertado tan rápido. Sin embargo, quería volver a dormir, pues imaginaba el resto del camino que le quedaba por seguir, además de que no quería esperar el amanecer en aquel lugar sin hacer nada. Aun así se levantó y comenzó a vagar por la habitación. Fue entonces cuando sospechó que algo estaba mal. No tenía nada que ver con el cuarto renovado, que en realidad no le había interesado, y tampoco se trataba de lo insólito de la situación. Era él: no deseaba moverse, no lo intentaba y, sin embargo, lo hacía. Caminaba cuando quería acostarse y deambulaba cuando sabía que debía dormir. Sus piernas no respondían a sus esfuerzos para dirigirse de nuevo a la cama y acostarse. Intentó moverse con desconfianza pero no sólo eran sus piernas: había perdido control de su cuerpo; algo más lo controlaba, ¿o acaso se controlaba a sí mismo? Su mente y su cuerpo se habían disociado, mas no separado: podía sentirlo aunque ya no ejerciera ningún tipo de control sobre él. Intentó gritar pero no sintió que su boca se moviera y tampoco generó sonido alguno; la cabeza comenzó a darle vueltas y sintió una presión cerca de los ojos, como si las lágrimas que necesitaba derramar no pudieran salir de un cuerpo que ya no era enteramente suyo.

Sin que él la mandara, su mano se elevó para tocar la fría pared de cemento y se percató de que, aunque no podía controlarla, conservaba su sensibilidad. Sentía la presión que ejercía en cada paso y el contacto con las superficies, percibía el gélido aire que llenaba la habitación y oía el canto de unos grillos a lo lejos, veía sin que pudiera alterar la dirección o incluso controlar sus parpadeos; en un par de ocasiones sus párpados se cerraron por unos segundos, y tuvo que soportar en la oscuridad total sin saber si volvería a abrirlos. El pánico lo dominaba aunque su pulso permaneciera tranquilo, lento incluso. Sentía la necesidad del llanto mas éste no acudía a sus ojos. Sin buscarlo, sus pasos se detuvieron frente al tocador y su mirada se dirigió al espejo que le regresó su propia imagen. Casi había esperado encontrar otra cosa, a alguien más, pero era él. Escudriñó sus ojos, en los que no halló nada extraño o ajeno. Era su mirada, embargada por algo que no sentía, pero que reconoció al instante: tristeza. ¿Estaba muerto?

No podía ser. Sentía su cuerpo moverse y reaccionar al entorno, así como el palpitar de su corazón. Pero también comenzaba a sentir otra cosa que surgía de la angustia que lo dominaba y que, sin disminuirla, se hacía más intenso. Era una suerte de impulso completamente distinto al que le dictaba la disociación de su cuerpo. Era casi un dolor físico que podía ubicar con cierta ambigüedad, que subía por su estómago y se ensanchaba en el pecho. Entonces se percató de que estaba llorando, pero no con la intensidad ni la desesperación que sentía; apenas una lágrima cruzaba su mejilla y, sin que su mano la cortara, caía en su pecho. Quería gritar; lo intentaba, y cada vez que creía que sus pulmones se ensanchaban para hacerlo volvían a exhalar con tranquilidad, dejándolo tan sólo con ese peso insoportable y con esas lágrimas que no lograban consolar su pesar porque no respondían a él.

Bajó la mirada al tocador de madera, abrió el cajón y vio una pequeña pistola. La tomó: el frío metal le provocó un sobrecogimiento terrible, pues albergó la esperanza de que no fuera real lo que veía; pero ahí estaba, la sensación en su palma. Abandonó el espejo sin dejar de mirar el arma que sostenía y que luchaba por soltar, llegó a la cama, se sentó para contemplar la pistola mientras aquel impulso en su interior crecía y, a pesar del terror que lo dominaba, parecía encontrar suficiente espacio en él para expandirse. Fue entonces cuando comprendió qué era aquel impulso autolítico que comenzaba a dominarlo. Subió las piernas a la cama y recargó la espalda en la pared, levantó el rostro y se encontró de frente en el espejo, donde, a pesar de ser idéntico en todo sentido, dejó de reconocerse, pues no había nada en su expresión que pudiera relacionarse con lo que sentía, que se acrecentaba mientras veía cómo alzaba su brazo doblándolo hacia sí, y entonces sintió el frío metal en sus labios, chocando con sus dientes, y el ácido sabor en la boca.

Un estallido resonó en medio de la desierta y oscura carretera.