Sueño / No. 224
Noctámbulo
Luego de instalarse en la habitación 508 del Hotel Oxford, al sur de la Ciudad de México, Andrés Bellocchio miró por el amplio ventanal que daba a la avenida Insurgentes y se sintió diminuto. El trazo infinito de la calle le recordó a la anatomía de la Dendroaspis polylepis o mamba negra, la serpiente más venenosa de África. También pensó, en un esfuerzo por concordar sus reflexiones con la tierra que pisaba, en las formas del dios Quetzalcóatl: la serpiente emplumada. Ambas visiones le parecieron un mal presagio y se apartó de la ventana, presa de un miedo infantil que por un brevísimo instante le ocasionó una punzada en el estómago, similar a la que antecede al vómito. Avanzó hacia la cama no sin trastabillar con la mesa de noche y, una vez que alcanzó el colchón, comenzó a desvestirse. Se colocó el pijama que compró exclusivamente para el viaje y se acostó en medio de un edén de sábanas y almohadas. Antes de quedarse dormido estudió sus notas para el simposio sobre la obra de Roberto Bolaño que encabezaría al día siguiente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Popular Mexicana, tomó sus medicamentos (una pastilla de quetiapina y un comprimido de clonazepam), repasó lo ocurrido durante los últimos minutos de ese día y sintió vergüenza por la posibilidad de estar perdiendo la razón.
A la mañana siguiente despertó con un insípido dolor de cabeza que logró aliviar con dos aspirinas y una prolongada ducha de agua caliente. Después de acicalarse preparó su portafolios y enfiló hacia el restaurante del hotel. El largo viaje desde Villa Ventana afectó tanto a su digestión como a su apetito, así que únicamente pidió café, dos rebanadas de pan tostado y una porción de mantequilla. Terminó su desayuno poco antes de las 10 y se dirigió a la recepción donde lo esperaba María de la Fe Ángeles Amozurrutia, coordinadora del programa académico de pregrado y, como puede adivinarse, oriunda del estado de Puebla. La mujer tenía 38 años y estaba iniciando un doctorado en el que desarrollaría la tesis Discursos decoloniales en la poesía feminista mexicana del siglo XXI. María de la Fe —según se había enterado Bellocchio— provenía de una familia profundamente católica y su educación básica transcurrió en escuelas religiosas donde le inculcaron el ejercicio de las virtudes cardinales hasta que, llegado el momento y gracias a profundas lecturas de Sor Juana Inés de la Cruz y de Gabriela Mistral, decidió emigrar a la Ciudad de México para estudiar Literatura en la UPM. Su arquitectura era esbelta, su piel láctea y, a pesar de las marcadas ojeras producto de horas de estudio, su mirada irradiaba una luz que por momentos la hacía parecer un faro que sondeaba las habitaciones en busca de almas náufragas.
A pesar de haber intercambiado largos correos electrónicos en los que se detallaban el itinerario del congreso, los honorarios de Bellocchio por su participación como ponente, la información sobre el viaje redondo Buenos Aires-Ciudad de México, Ciudad de México-Buenos Aires y, una vez superados ciertos protocolos, algunas recomendaciones sobre sitios turísticos y autores de la nueva ola mexicana y argentina, ambos se mostraban nerviosos por su primer encuentro cara a cara. Luego de un saludo medianamente efusivo y un intercambio de agradecimientos por la hospitalidad de la mexicana y la participación del argentino, María de la Fe condujo a Andrés hasta una furgoneta blanca identificada con el escudo de la universidad, en la que aguardaba un chofer entrado en años (tal vez contemporáneo de Bellocchio), quien no pronunció una sola palabra durante el trayecto. Al llegar al auditorio Florencia Testa, uno de los trabajadores de la biblioteca central que hacía las veces de portero guio a ambos al recinto.
El simposio duró alrededor de dos horas y suscitó un debate sustancioso sobre Bolaño como fenómeno pop del nuevo milenio, discusión que a Bellocchio le pareció pertinente pero reduccionista, pues, en su opinión, el estudio de la obra no podía ceñirse a su éxito comercial; debía analizarse, sobre todo, como una nueva y vigorosa narrativa que transformó las estructuras y convenciones no sólo de la literatura latinoamericana, sino de la literatura mundial. Antes de abandonar la sala, Bellocchio recibió un reconocimiento y una charola de talavera poblana (idea de María de la Fe) rebosante de dulces típicos mexicanos.
Al terminar sus actividades en el congreso, Bellocchio volvió a su habitación y durmió con la satisfacción de un recién nacido. Se soñó a sí mismo tomando la siesta en una cama gigantesca adornada con una cabecera de terciopelo azul a la que no se le veía el fin. De repente, un destello iluminó la pieza en penumbras y Andrés pensó que se trataba de los ojos de faro de María de la Fe, pero la luz no era igual a la que manaba de las órbitas de su anfitriona mexicana, sino que parecía originada por cientos de soles que de pronto hubieran decidido posarse al mismo tiempo en un solo punto del planeta Tierra. Bellocchio se recargó sobre la cabecera y vio al dios en un extremo de la cama, rompió en llanto ante el milagro que estaba presenciando y quiso rezar un padrenuestro pero su cuerpo estaba paralizado. Unos segundos después, su dios onírico alzó la cabeza y Andrés descubrió a Quetzalcóatl arredrándolo con unos ojos de fuego que derramaban un material incandescente sobre el edredón, como si la deidad llorara lava. Quiso gritar pero su cuerpo continuaba impertérrito mientras al lugar lo consumían las llamas.
A la seis de la tarde sonó el teléfono del cuarto y Bellocchio despertó empapado de sudor y llorando como un becerro. Al otro lado de la línea, María de la Fe le agradeció nuevamente por su participación en el simposio —que hasta ese momento había recibido los encomios más generosos de todo el programa del congreso— y lo invitó a sumarse a una cena con el resto de los ponentes en el restaurante del Hotel Imperial. Si aceptaba, el anciano chofer de personalidad hosca que lo había recogido esa misma mañana pasaría por él a las ocho en punto. Andrés agradeció la invitación y se dijo encantado de asistir a la velada.
En el restaurante, María de la Fe le presentó a Cayetano Cuellar, un uruguayo que había dictado una conferencia después de la de Bellocchio y cuyos ojos de cerdo decapitado lo perturbaron profundamente. Andrés no tardó en descubrir que María de la Fe y el hombre de mirada escatológica eran amantes. Los tres se sentaron juntos en un extremo de la mesa que reunió a los más prolíficos estudiosos de la obra de Bolaño. Durante la cena, los asistentes intercambiaron ideas sobre la técnica del autor chileno, la estrategia narrativa de sus novelas, sus poemas —que a ninguno le interesaban demasiado— y su intento de unirse al movimiento de insurrección luego del golpe de Estado del general Pinochet.
Bellocchio casi no participó en la conversación a pesar de que el resto de los comensales esperaba sus apuntes. En lugar de unirse a sus colegas, se dedicó a mirar fijamente sus alimentos, y llegó a tener alucinaciones con la pasta en la que creyó ver diminutas serpientes arrastrándose entre los espaguetis. Cuando sirvieron el postre (buñuelos con helado de vainilla y café de Xico, Veracruz), Bellocchio padecía una terrible indigestión producida tanto por su desvarío con la comida como por la abundante ingesta de mezcal y gajos de naranja espolvoreados con sal de gusano. Empezó a sudar y, antes de excusarse y abandonar el restaurante, intentó participar en la tertulia, pero estaba tan obnubilado que sólo logró enredarse con los versos de un poema de Pessoa y terminó por decir: “aquí nadie tiene la razón”. María de la Fe lo acompañó a la salida ante la mirada atónita de los presentes. Cuando llegaron a la calle vieron que el chofer estaba dormido en el asiento del copiloto de la furgoneta, por lo que Bellocchio insistió en pedir un taxi. Antes de despedirse, acordaron encontrarse al día siguiente en la recepción del Oxford para ir juntos al aeropuerto.
El trayecto de regreso a su hotel le pareció interminable y tuvo tiempo para pensar en lo innecesario de la reunión, en su error al haber aceptado la invitación y en el trágico equívoco de enamorarse de María de la Fe. Ya en su habitación se descalzó, y cuando comenzó a retirarse la corbata tuvo que correr al baño para vomitar. El exabrupto fue demasiado para su alicaída agilidad; no pudo evitar manchar el cancel de la regadera con sus jugos gástricos. En un lapso de 40 minutos vomitó tres veces y, ya aliviado, se lavó los dientes y se metió a la cama vestido únicamente con la trusa y la camiseta.
No tardó en quedarse dormido y esta vez se soñó en la oficina de su casa de Villa Ventana. En el sueño recibía un sobre misterioso, con matasellos de Barcelona, que contenía un mensaje confeccionado con letras y palabras recortadas de periódicos y revistas (al estilo del cine de detectives). El mensaje decía: “Nos ha engañado a todos. Bolaño no escribió ninguno de sus libros. Robó la obra de Neftalí Cortés, el Juan García Madero de Los detectives salvajes. Cortés vive ahora en el barrio de la Tatacoa. Búscalo, escribe sobre él y arregla este desastre”. En la lógica de su sueño, Bellocchio decidió que tanto el mensaje como la misión eran completamente razonables y, sorprendido como estaba, dejó su casa en Villa Ventana y a la velocidad que él mismo se impuso llegó a la Tatacoa. Era de noche y todo estaba vacío, como si los habitantes más que estar dormidos hubieran huido del lugar tratando de escapar de un mal augurio. Caminó por unas calles pedregosas y luego de un rato encontró a un hombre parado junto a una fuente; tras pensarlo un instante no tuvo una gota de duda de que esa persona, a quien sólo podía verle la espalda, era Neftalí Cortés. Enfiló hacia aquel espectro pero las calles parecían haberse convertido de pronto en una de esas bandas mecánicas dispuestas en algunos aeropuertos para facilitar el tránsito de los pasajeros. Bellocchio puso toda su vida en cada paso y consiguió avanzar apenas unos metros; la noche se hacía más oscura y la poca luz de las luminarias comenzaba a reunirse en un mismo punto del horizonte. Trató de gritar pero su voz se evaporaba apenas tocaba el aire. Miró hacia la derecha y descubrió al dios Quetzalcóatl que avanzaba con sus ojos de fuego por una calle paralela mientras las escasas farolas aún encendidas poco a poco se extinguían. Bellocchio se acercó cada vez más a esa masa informe que era el verdadero genio detrás de la obra a cuyo estudio había dedicado su vida: Neftalí Cortés, Juan García Madero, el poeta prosaico, el gran señor. Después de un minuto que pareció eterno, consiguió llegar hasta la fuente mientras el dios Quetzalcóatl iba hacia él; puso la mano derecha en el hombro de Cortés y al voltearlo descubrió un cadáver que, aunque conservaba un aire de dignidad apabullante, empezó a disolverse como un castillo de arena castigado por el viento. El dios seguía acercándose: esta vez no sólo los ojos sino todo su cuerpo ardía en llamas, como si el infierno de la mitología católica habitara en el cuerpo de esa serpiente emplumada. Antes de desaparecer por completo, el esqueleto de Neftalí Cortés le dijo a Bellocchio: “Deja en paz a los muertos, cabrón”. En ese momento el dios Quetzalcóatl abrió su hocico de fuego y Andrés cerró los ojos con fuerza antes de ser devorado.
Bellocchio despertó en la habitación 508 del Hotel Oxford a las ocho de la mañana, convencido de estar completamente loco. Salió de la cama y consultó la sección de Cultura del periódico El Centinela —depositado debajo de su puerta por indicación suya—, en la que se ofrecía una amplia reseña de su conferencia en el simposio Roberto Bolaño: el autor infinito. Con los nervios más relajados se metió en la regadera, y al terminar de bañarse limpió su vómito del cancel con la toalla de manos, se vistió con vaqueros, botas, camisa nueva y una americana. Bajó al restaurante del hotel y pidió chilaquiles verdes y dos cervezas Victoria. A las 11 y media llegó María de la Fe y a las dos de la tarde su avión despegó hacia Buenos Aires.
Tres días después, María de la Fe recibió un correo electrónico en el que se detallaban los pormenores del suicidio de Bellocchio: “El lugar era un chiquero —decía el mensaje—. Los libreros y los muebles fueron golpeados varias veces por un objeto contundente, las cortinas estaban desgarradas y en las paredes del estudio se repetían los apellidos Bolaño, García, Madero y Cortés escritos con excremento”. El detective del Ministerio de Justicia de Buenos Aires que envió el correo le dijo que Bellocchio no tenía familia ni amigos que pudieran responder por el cuerpo: “Se suicidó ayer pero parece haber muerto hace años”, comentó, así que su cadáver sería donado al laboratorio de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Villa Ventana para ser utilizado por los alumnos en sus prácticas de Morfología.
El texto era crudo, pero a María de la Fe le pareció bonito —a falta de una mejor palabra dada la impresión— y sintió que el detective, además de realizar pesquisas, dedicaba buena parte de su tiempo a la lectura y a la escritura. Luego de ofrecer un número telefónico, el remitente cerraba diciendo: “Le envío este mail porque al inspeccionar el ordenador del occiso usted era el único contacto. Escríbame si necesita alguna información adicional. Se despide de usted el detective Ruiz-Tagle”. María de la Fe se tomó un rato para reponerse de la impresión y 15 minutos después abandonó la sala de profesores para dictar su cátedra sobre Literatura Latinoamericana. El tema de ese día era la obra de Alejandra Costamagna.