Happy Llama: una experiencia inesperada
Era de noche, el caos, el pánico y la preocupación dominaban en la casa. Caras de cavilación, de inquietud y de duda se apropiaron de aquel grupo reunido en la mesa del comedor. Fue allí donde se tomó la decisión de designar a una persona que debía hacerse cargo de las compras. La incertidumbre y la tensión se evidenciaron, pues nadie quería caer contagiado.
—Acabo de recibir un mensaje en el grupo del vecindario —exclamó la señora María, una peruana un poco ansiosa, pero con un carácter maternal—. Me pasaron un video en el que se están llevando a un señor en una ambulancia. Es mejor que no salgan.
—Háblenle a Gonzalo para coordinar las compras —se escuchó a lo lejos.
—¡Hay que hacer una lista con lo que cada uno va a necesitar! —dijo Nadia, una brasileña joven, delgada y caucásica, de ojos sonrientes y vivaces.
La preocupación y el miedo aumentaron y entraron a muchos hogares. Prima salvaguardar la integridad física a costa de la libertad para salir a hacer lo que a uno le plazca. Tal fue el caso de Happy Llama, una casa de huéspedes en la que, por diversos motivos, desde estudiantes hasta turistas suelen converger durante su estadía. Esto acontece de manera regular, pero esta vez se convirtió en un asilo para algunos extranjeros que ahí se encontraban y que por diversos motivos no pudieron regresar a su lugar de origen.
Con la ilusión y la promesa de salir en 15 días, cada quien se abasteció como pudo, salía uno tras otro a pesar de ser más de las ocho de la noche. Nadie estaba preparado para esta situación: quedar confinado en un Airbnb con personas que sólo se conocían de vista y por haberse cruzado una que otra vez en los pasillos o espacios comunes. Los primeros días fueron fáciles, pero como el virus, también el pánico de la señora María se propagó. El miedo y la desinformación se adueñaron de ella, no quería que ella ni nadie de su familia se enfermaran. Así que hubo algunas reglas adicionales.
El 18 de marzo la señora me abordó y me comentó los nuevos protocolos. Fue una conversación breve y difícil de entender, pues parecía que no quería que el resto se enterara.
—¿Ya saliste el día de hoy? —me preguntó.
—No, hoy no. Salí ayer a comprar unas cosas para estos 15 días.
—Bueno, te comento que si sales tenemos nuevas reglas. Cuando entres coloca los zapatos en la bandeja con lejía. Luego, en las escaleras, desinfecta las monedas y los billetes, el último paso es la limpieza de objetos personales.
Al principio no le di mucha importancia. Pensé qué, cómo, para qué. Sin embargo, debía acatar las nuevas normas para continuar viviendo ahí, y eso con la idea de que sería temporal. Tal vez sólo unas cuantas semanas.
Empezamos por desarrollar lo que denominamos “protocolo de bioseguridad”. Acciones concretas para cuidarnos y no enfermar. Había que empezar poco a poco. Las salidas eran para asuntos indispensables como la adquisición de alimentos, mismos que debían ser desinfectados a nuestra llegada. Pero ahí no acababa todo. También era necesario bañarnos y lavar la ropa con la que habíamos salido para evitar una fuente de contagio adicional. Recordar todos estos pasos era difícil, ya que no estábamos acostumbrados a hacerlos, por lo que nos ayudamos de señalizaciones y notas algo mal cortadas y pegadas en puntos estratégicos, donde todos pudiéramos verlas para no omitir ninguno.
Al comienzo todo esto me pareció exagerado, hasta obsesivo. Pero al ver el incremento de personas que morían, me di cuenta de que lo que estaba pasando era realmente grave. Era algo que nadie había vivido nunca, y por precaución, más que por conocimiento, era necesario actuar para vencer a un enemigo invisible, pero extremadamente poderoso.
Las compras comenzaron a ser comunitarias, pues todo apuntaba a que había un caso de contagio por la zona. Hicimos planes pensando que todo continuaría igual. Una lista con varios productos de primera necesidad se desplegó. Predominaban menestras, frutas, atunes y enlatados que no pueden faltar para esta clase de situaciones apocalípticas. Era imposible que una sola persona pudiera cargar con tanto.
—¿Y si hacemos una olla común? —preguntó la señora María—. Sería más fácil para todos, menos cosas.
—¡La experiencia hablando, señora Mari! —gritó Gonzalo, un limeño de mediana edad cuya voz se podía escuchar hasta el lugar más recóndito.
—¿Pero tú qué vas a comer, Nadia? —preguntó Diego, un colombiano calvo, de aspecto tranquilo y relajado—. Tú no comes carne.
—Puedo comer arroz, y me hago algo aparte —replicó Nadia.
Así concluyó aquella larga y tensa reunión. Nadie se detuvo siquiera a pensar que aquella información pudiera ser falsa, sólo la creímos. Desde ese preciso momento la vida de cada uno cambiaría. Propusimos actividades para la mañana, tarde y noche con la esperanza de convivir y hacer más amena la estancia: meditación, baile e incluso box. Pero todo se quedó en eso, en planes que nunca se realizaron.
No pasaron ni 12 horas cuando una nueva alarma surgió en la casa. El mensaje era claro: “Amanecí con un poco de dolor de garganta...”. Nadia quedó confinada en su habitación, pero no por mucho tiempo. A las nueve de la mañana llegó un nuevo mensaje. Nadia tenía que estar hacía más de una hora en la embajada de Brasil, pues de allí sería transportada al aeropuerto para abordar un vuelo de carácter humanitario que la llevaría de vuelta a su país tras haber quedado varada aquí desde que se restringió la actividad aérea para contener la propagación de la COVID-19. Por un instante, todos nos olvidamos del coronavirus.
—Acabo de ver en el Facebook de la embajada que mi nombre estaba en la puta lista para irme hoy. Dice que tenía que presentarme a las siete y media allá para imprimir el ticket, tomar el auto e ir hasta el aeropuerto —comentó Nadia.
—Tranquila —dijo la señora María—, ¿cómo te ayudamos? ¿Imprimimos el ticket? Envíalo ya.
—Nadia, danos tu apellido, ya llamo un Uber —exclamó Sonia, una peruana con acento brasileiro, de complexión delgada y tez morena.
Así como la casa se llenó de habitantes, así se fueron yendo con la esperanza de volver a sus países y pasar este largo periodo de confinamiento con sus familias. Todos se iban, salvo aquellos que teníamos algo que nos obligaba a quedarnos.
El grupo quedó conformado por cuatro personas que parecían peruanos. Y aunque había algunos que sí lo eran, la apariencia de los otros se rompía cuando empezaban a hablar. El acento los delataba: terminaciones alargadas, la velocidad, los tonos de voz y el ritmo. En fin, se podría decir una y mil cosas sobre este tema, pero no es el que nos concierne en esta ocasión.
Gonzalo, quien recientemente nos abandonó, forma parte de los 32 millones que habitan Perú, es limeño de nacimiento. Tiene 41 años, es de estatura promedio y cuerpo fornido. Solía vestir un polo sin mangas, short y sandalias. Él es de esas pocas personas que con su sola presencia alegran cualquier ambiente tenso. Siempre estaba dispuesto a ayudar en todo lo que pudiera sin esperar nada a cambio, incluso si eso implicaba cambiar sus actividades; decía que siempre hay que llevarse un aprendizaje de cualquier situación. Él, en esta cuarentena, empezó a incursionar en la cocina, antes no picaba ni una papa.
Gonzalo únicamente se quedaría por una semana. Ante la negativa del gobierno a levantar la cuarentena, su estancia se prolongó más de 100 días. A él, más que el impacto económico, le preocupaba el social y psicológico.
—Me pesa no poder ir a ver a mis padres, a mis primos, a mis hermanos, a mis sobrinos, a mis amigos. Soy una persona muy social. El hecho de estar de alguna manera aislado también tiene una factura psicológica. Eso, particularmente, lo he sobrellevado haciendo mucho ejercicio —comentó Gonzalo.
Los siguientes días no resultaron sencillos para nadie. El deseo de salir, conocer o simplemente pasar el rato obligó a los huéspedes a convivir. Desde jugar, cocinar, hasta la desinfección de todo aquello que entraba a la casa. Los problemas empezaron luego de un mes, pues convivir con las mismas personas sin poder salir siempre trae consecuencias. Cada quien hacía lo que le correspondía, pero siempre existía la duda sobre si el de al lado también cumplía con los protocolos establecidos. Desde el comienzo Gonzalo fue cuestionado sobre este asunto, pues era quien salía a la calle con mayor frecuencia por asuntos de trabajo.
Pero todo tiene un límite, y el de Gonzalo no tardó en llegar. Una tarde, mientras preparábamos el almuerzo, la bomba estalló. Ese día había un sol intenso. El calor era insoportable. Gonzalo acababa de llegar y el primer comentario que escuchó fue:
—Gonzalo, si sales a la calle hay que respetar todos los protocolos de seguridad —le reprochó Sonia, como una maestra que regaña a su alumno por no hacer las cosas bien.
—Lo voy a decir una sola vez. Y escúchame. Aquí todos seguimos los protocolos. Así salga yo o salga alguien más —concluyó Gonzalo con un tono molesto e irritado. Ese día había caminado dos horas bajo el sol para ir al banco y poder darles a sus papás el gasto mensual.
Hasta antes de julio, el uso de vehículos particulares estaba prohibido. Había que ir a todo lugar caminando. El riesgo de contagio por usar el transporte público era latente. Un espacio confinado que más bien parecía una sardinera.
La ansiedad y el miedo crecieron. Las medidas en la casa se intensificaron. La comunicación con la casera, en este punto, se volvió totalmente virtual. Para tal efecto, creó un grupo de WhatsApp: “Santa Prisca”. En la primera conversación se tocaron varios puntos. El primero, distanciamiento social interno. Ello implicaba separarnos para cocinar y almorzar de manera aislada. En silencio. O almorzar en la terraza. Para nosotros dejar de convivir no era una opción. La situación, de por sí complicada, se podía agravar. Optamos por hacer dos grupos para cocinar y almorzar juntos. El primero conformado por Gonzalo y Sonia. El segundo por Diego y yo.
El segundo punto. Por recomendación, no podíamos salir durante 15 días. Tuvimos la oportunidad de que alguien saliera por una única ocasión a surtirnos para estas dos semanas. Diego, ya con una actitud más pesimista, hizo las compras en esa ocasión. Pero aquélla fue la última vez que salió. Al igual que la señora, el miedo a enfermar lo aprehendió y decidió no salir más. Incluso adoptó medidas de limpieza y desinfección extremas. Además de los protocolos ya establecidos, Diego cumplía otros muy estrictos para entrar a su cuarto.
Los olores a cloro y alcohol siempre estaban presentes. Un par de zapatos para su cuarto y otro para el resto de la casa. Al llegar se cambiaba de ropa y desinfectaba todo aquello que llevaba a su cuarto. La base de una taza o un plato. Hasta su celular, si es que lo sacaba del cuarto, debía ser desinfectado con alcohol.
—He adoptado medidas que hasta yo creo que son ridículas. Digamos que desde antes yo ya era así, pero ahora soy peor —dijo Diego, entre risas y preocupación.
El tercer y último punto fue la limpieza. Cada uno debía hacerse cargo un día a la semana de la desinfección de lugares comunes. La cocina, el comedor, chapas y barandales debían ser limpiados a diario. Esta medida no duró mucho, pues había quienes no lo hacían y pasó al olvido.
Los nuevos hábitos de higiene no fueron lo único que nos afectó. El ámbito económico para uno de los integrantes de este pequeño grupo fue el más dañado. Diego abandonó una vida en busca de otra mejor. Pero no todo se desarrolló como a él le hubiese gustado. Vino a Perú con la promesa de un trabajo de investigador a cambio de un salario justo.
Días antes del inicio de la cuarentena, el 14 de marzo, Diego firmó contrato con la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Pero con el inicio del aislamiento su trámite se frenó de manera abrupta. Se quedó varado en el país del suspiro limeño sin más que dos maletas y unos cuantos reales, endeudándose de pies a cabeza con la mensualidad del Airbnb y con su jefa. Sin embargo, él aún no consideraba alarmante su deuda.
—Creo que a pesar de lo que se está viviendo en el mundo, no todo está tan mal, tan terrible. Todavía se puede sobrellevar, no es tan crítico —comentó Diego con un poco de duda. Solventaba gastos relacionados con su alimentación e intentaba aprovechar hasta la última cosa, porque según él “aquí nada se desperdicia”. Aun así, no se atrevía a pedirle dinero a su familia, pues no quería preocuparlos.
Su personalidad tranquila, aunada a su manera de pensar, actuar y provocar, lo condujeron a varias discusiones y roces de carácter político e ideológico con Sonia. Por las condiciones del encierro, cosas en apariencia insignificantes comenzaron a tomar peso y desembocaron en una disputa:
—Sonia, estoy bravo contigo —dijo Diego con un tono molesto—. Tiraste mi cebolla.
—¿Cuál cebolla? —replicó Sonia un poco desconcertada.
—La que tenía ahí, en el vaso de la cocina. Yo la estaba guardando —le contestó Diego con la intención de provocarla.
El almuerzo comenzó a tornarse incómodo y tenso para Gonzalo y para mí, pienso que no vale la pena enojarse por algo así.
—No, la cebolla que estaba ahí era la que habíamos puesto con Xilo —respondió un poco alterada.
—Se pusieron dos. La primera es la que nosotros colocamos, y la otra, la que quedó, era la de Diego —respondí—. Ya le dije a Diego que agarre una de las que están ahí, pero no quiere.
—Ahí está. La que quedaba era la mía —dijo Diego.
Sonia no sabía qué responder. Se hizo un silencio. Le cuesta trabajo aceptar que se equivocó. Se molestó, se disculpó y, cual niño pequeño que dice que ya no tiene hambre, se levantó y se fue. Sin decir nada más.
Para ella la cebolla no era importante, pero como dice Diego: “Lo que para unas personas es importante, para otras tal vez no lo es tanto”. Lo que empezó con una cebolla se trasladó al tema de la desinfección. Todo apuntaba a que Sonia “bajó la guardia” y dejó de cumplir con algunas medidas: cambio de ropa y calzado, y baño después de cada salida. “De nada sirven todas las medidas que estamos tomando si alguien no las cumple” me comentó Diego en varias ocasiones. Esto lo inquietaba bastante, pero es algo que él no puede controlar.
A pesar de las diferencias, según Sonia, él es quien mejor la puede entender por la vida de investigación en la que han estado inmersos todos estos años. Lo que comenzó como una noche de sábado para relajarse y convivir se tornó una velada melancólica. Comenzaron a hablar de temas banales y de alguna que otra cosa un poco más transcendente. Educación, salud y familia. Sólo bastaron unas cuantas copas de alcohol para que Sonia dejara ver su lado emocional. Ella considera que mostrar los sentimientos en público es sinónimo de debilidad.
Se dirigió a Diego con la voz un poco entrecortada y le preguntó:
—¿Qué harías si estuvieras en mi lugar? Eres el único que puede entenderme.
Sin saber qué decir, Diego se quedó callado, y después de pensarlo le respondió:
—Creo que la repuesta es un poco obvia. Tú viniste aquí por tus papás.
—Pero qué harías si te dicen que tal vez tu papá no llegue al próximo año —respondió Sonia entre lágrimas.
—Sonia, tú no sabes eso. Te pongo el ejemplo de mi viejo. Él tenía un problema en el corazón. No le daban más de cinco años. Y mira ahora, diez años después, sigue vivo —comentó Gonzalo intentando animarla.
—Gonzalo, mi papá está muy mal. No logran controlarle la presión. Yo no quiero ni imaginar cómo se va a poner mi mami —respondió apretando sus manos contra sus ojos llorosos.
—Sonia, de verdad, eso no lo sabes —insistió Gonzalo. No te precipites. Tus papás están aquí cerca, puedes ir a verlos cuando quieras.
Aparentemente la situación se había calmado. Limpiamos la mesa. Sonia no tenía la intención de irse a dormir. Se volvió a sentar, y le dije que se fuera a acostar, pero de forma obstinada me pidió que me quedara para platicar. Así lo hice. Lo primero que me preguntó fue:
—¿Te puedo abrazar?
Para ser honesta, esa pregunta no me la esperaba. En ese momento pensé tantas cosas: “hay que mantener la distancia”, “ahora qué hago, ya todos se fueron”. Asentí con la cabeza.
Fue un abrazo fuerte, como si ella necesitara aferrarse a algo o a alguien. Sólo repetía:
—No quiero que mi papá se muera.
Como pude, intenté calmarla:
—A mi abuelita tampoco le daban más de un año, ya fueron más de diez y sigue con vida.
No pasó mucho tiempo cuando subió la señora María para ver qué estaba pasando. Le tomó la temperatura e intentó tranquilizarla. La conversación cambió de rumbo para hablar de lo que ella dejó en Brasil, y de algunas de sus conquistas románticas que, por lo que comentó, aún no ha podido olvidar.
En cuanto a mí, soy estudiante de intercambio académico y mexicana de nacimiento. Llegué con la ilusión de interactuar con una cultura diferente, aunque no muy distante de la mía. Conocer lugares e ir a la universidad. Sin embargo, la pandemia modificó todo de manera abrupta. La esperanza de que la situación mejorara para julio me hizo quedarme en Lima, hacer planes para visitar Machu Picchu, otras regiones e, incluso, conocer otros países y a su gente; concluir el semestre y volver a México con mi familia. No obstante, la evolución de la COVID-19 obligó al gobierno a descartar la apertura de fronteras.
Los últimos meses no fueron fáciles para mí. El hecho de salir por primera vez de mi país para llegar a otro a encerrarme, entablar contacto con la parte administrativa de San Marcos para realizar los trámites y esperar respuesta, en algunas ocasiones, por meses, me hizo sentir a la deriva, abandonada por la Oficina General de Cooperación y Relaciones Interinstitucionales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que en pocas ocasiones se manifestó.
El estrés y la ansiedad por la incertidumbre de no saber qué iba a pasar, el deseo de volver a México y no poder, y el enojo y la frustración por la decisión del gobierno peruano de mantener al Perú en su condición hermética (aunque fuera una elección fundamentada) fueron algunos pensamientos y sensaciones que me embargaron durante el periodo de cuarentena. Sin embargo, el inicio de clases y poder conocernos un poco más entre las cuatro personas que nos quedamos en Happy Llama hicieron esta peripecia un poco más amena a pesar de todo lo que vivimos.
Conocer personas de diversas nacionalidades y culturas, interactuar con ellas día tras día, aprender de ellas y de sus experiencias, los momentos y recuerdos compartidos en la terraza, en la cocina y los juegos, sin duda fueron algo único: momentos de felicidad a pesar de la situación. Pero también el hecho de poder contar con aquellos “desconocidos”, y el apoyo mutuo desde el ámbito académico, laboral e incluso personal fueron experiencias gratificantes desde el confinamiento en una casa de escasos tres pisos, sin dudar, no las cambiaría por nada.
El fin de la cuarentena obligatoria, oficialmente, fue el 1 de julio. Aunque para nosotros las cosas no variaron mucho, pues la universidad continúa con las puertas cerradas con la intención de mantener los contagios a raya. Las clases siguen de manera virtual, y a pesar de la distancia he logrado convivir con algunos de mis compañeros y profesores. Sólo Gonzalo retornó a algunas de sus actividades, pues con el fin del confinamiento y la reactivación económica logró sacar adelante los trámites de compra-venta de su departamento, así, pocos días después, el 8 de julio, dejó de vivir en Happy Llama. No cabe duda de que esta experiencia no sólo contribuyó en mi formación académica, sino también como persona, me ayudó en mi capacidad para motivarme y me dio claridad en mis propósitos, pero sobre todo me enseñó a valorar lo que es realmente importante.
La cuarentena obligatoria en Lima terminó, pero la pandemia por la COVID-19 continúa y quedará en la historia.