Nuevos Ecos del 68 / No. 211
La quema del gorila
La línea
Toda línea, independientemente de su forma, constituye un signo potencial. Peligrosa afirmación, sin duda. Pero pensemos: toda línea, real (trazada) o imaginaria (borde o límite de cualquier objeto a nuestro alrededor), se inserta en un marco de referencia que inevitablemente la significa. De entrada, toda línea se inserta en el espacio: una hoja de papel bond blanca (por pensar en un espacio relativamente neutro). Esta hoja, dentro del mundo tridimensional que habitamos, se ubica frente a nosotros de manera vertical, horizontal o, si es que nos da por la rebeldía, en diagonal. El papel, materialmente, se diferencia del resto del espacio y de los objetos por un borde imaginario: líneas encontradas en ángulos de noventa grados que forman un rectángulo, figura geométrica claramente distinta de un triángulo o un círculo, no sólo por el número de líneas que la circunda, sino por la sensación que provoca su contemplación, efecto estético que no sabríamos si adjudicar a la objetividad de la figura en sí, o a la subjetividad de nuestra mirada.
Sobre el papel, una línea.
Esta línea, en relación con los bordes y ángulos de la hoja de papel bond proporciona, aunque no lo queramos, nueva información que la define. ¿Es vertical? ¿Horizontal? ¿Diagonal? ¿Está más arriba, más abajo, en medio? La línea, ¿viene o va? ¿Dónde empieza y dónde termina? ¿Es completamente recta (idéntica a sí misma en todos sus puntos), o es un trazo a mano, espontáneo, que rompe la recta y describe una dirección determinada, una intencionalidad o incluso un gesto? Así, gracias al juego de relaciones espaciales, la línea deja de ser figura abstracta para volverse una unidad mínima de significación.
Una línea idéntica a sí misma junto a otra línea idéntica a sí misma también crea relación: paralela, perpendicular, angular. Varias líneas idénticas a sí mismas entran en relación y forman figuras planas o tridimensionales: un triángulo, un cuadrado, un círculo, un hexaquisoctaedro, un cubo. Los ángulos rectos y agudos transmiten la idea de filo, de rigor; los ángulos obtusos y la línea curva, en cambio, son más flexibles y hasta amigables. A veces los trazos más espontáneos se conjugan intencionalmente y forman un rostro, una mano, un paisaje, y su conjunto no sólo construye una imagen sino una forma de ser de la imagen, una sensación, una perspectiva. O, a veces, los trazos se conjugan intencionalmente para volver a su origen y a la búsqueda de la de-significación en la conformación de una figura abstracta.
¿Y qué tienen en común la línea recta, la línea curva y la línea quebrada? Además de ser unidades mínimas de significación, probablemente lo mismo que Cesárea Tinajero y Lance Wyman.
Lance y Cesárea
Cesárea Tinajero es un personaje de ficción del escritor chileno Roberto Bolaño. La mítica poeta cuyo rastro persiguen Arturo Belano y Ulises Lima. En su búsqueda, Amadeo Salvatierra les muestra a los dos jóvenes el único poema que sobrevive de la mujer: “Sión”.
Más allá de su enigmático título, lo que sigue es un conjunto de líneas potencialmente significantes. Una línea recta con un rectángulo encima; después, una línea curveada en ondas con un rectángulo encima; y, finalmente, una línea quebrada, dislocada de forma irregular con un rectángulo encima.
Amadeo se declara ignorante de su significado, pero Lima y Belano interpretan el poema como una broma “muy fácil de entender”. A su juicio, el dibujo debe completarse con una línea y un triángulo encima del rectángulo para representar la vela de un barco. Según ellos, la palabra “Sión” escondería la palabra “navegación” y, por tanto, el poema representaría algo así como tres formas progresivas de navegación, desde la calma hasta la tormenta.
Pero independientemente de esta solución, o de tantas otras sugeridas por la crítica literaria, lo importante es que los lectores podemos darnos otra respuesta basándonos, sencillamente, en el potencial significativo de cada línea, y en la evidente progresión que pasa de un equilibrio absoluto (de la dirección clara y el traslado directo) al quiebre de dicho equilibrio: primero de forma suave, flexible, amigable; después en ángulos filosos, escarpados, irregulares y peligrosos, cada uno como un obstáculo impredecible y difícil de superar. Si el rectángulo es o no un objeto/individuo que avanza de izquierda a derecha, como nuestro condicionamiento de lectura lógica nos invitaría a pensar, no lo sabremos jamás. Lo único cierto es que el elemento se torna sugerente: ¿Por qué está ahí? ¿Por qué en cada línea permanece anclado en el mismo punto? ¿Está anclado o se desplaza?
Pareciera que el giro poético de esta composición lineal no está tanto en el dibujo que forma como en las preguntas que abre, en los procesos de pensamiento que inaugura, en los significados que evoca.
Por otro lado, alejado de Cesárea, está Lance Wyman, personaje real nacido en Estados Unidos en 1937. El diseñador gráfico que, al lado de un nutrido equipo, fue responsable de elaborar el logotipo y la iconografía de las olimpiadas de México en 1968, así como la gráfica institucional de nuestro Sistema Colectivo Metro.
Volvamos un instante a la línea, a esa unidad mínima de significación, y pensemos en el poema de Cesárea: en la perfección de la línea recta de cara a las ondas de la línea curva y los filos escarpados de la línea quebrada. Si el simple contraste entre estas tres formas despierta preguntas y sensaciones, ¿qué pasa cuando el conjunto se multiplica y se desdobla de forma ordenada e intencional?
Al conjugar los patrones del diseño tradicional mexicano y la ilusión óptica del Op-Art, Wyman creó el logo que representaría a una nación moderna, de avanzada, capaz de albergar los Juegos Olímpicos de 1968. Si se lo mira con atención, el resultado es realmente alucinante. Una encrucijada de líneas curvas, rectas, quebradas que se encuentran y se desencuentran sin cruzarse. Ritmos y patrones que rompen el límite entre palabra e imagen, significado y significante. Donde el “México 68” se abre del significado a la historia, del trazo estático a una marea dinámica que crece de adentro hacia afuera hasta perdernos. “México 68” es un poema visual en toda la extensión de la palabra. Una palabra que desde su propia materialidad es sensación, sugerencia, intención. “México 68” definió una olimpiada y un momento histórico de nuestro país.
En su afán por abarcarlo todo, el equipo de diseño no sólo creó el logo oficial de las olimpiadas, sino que diseñó logotipos para cada deporte, para los eventos artísticos de la olimpiada cultural, un sistema de señalización urbana que pudiera ser entendido por los visitantes de ciento doce países y una estrategia publicitaria que llevaría la imagen de la olimpiada a todos los rincones del país y del mundo.
Lo de Cesárea Tinajero es apenas un juego: tres líneas que se vuelven broma a manos de Ulises Lima y Arturo Belano; pero lo de Lance Wyman fue una criatura que pronto dejó las manos de sus creadores para volverse lenguaje de masas superando su intención original.
El “México 68” intervenido por la realidad
“México 68” fue poema visual cuando el conjunto de líneas precisas, trazos espontáneos y bordes imaginarios que deseaban proyectar una idea de nación terminaron proyectando una realidad social.
La poesía, como el pictograma, como toda imagen, se abre a la apropiación, a la reinterpretación y resignificación de los signos que la componen.
Las líneas de Wyman y su equipo no fueron la excepción. Una vez reproducidas por todos los rincones del país, empezaron también a reproducirse por sí mismas, a mutar y a transformarse como el poema de Cesárea a manos de Lima y Belano.
Paloma de la paz
Blanco sobre negro. Afino mi mirada. Cuando la veo por primera vez, soy una niña y no entiendo muy bien lo que veo. Alguien dice “paloma” y entonces la reconozco. La sombra de una paloma blanca vuela sobre un cielo abierto. Creo que es un cielo abierto. Me imagino un cielo abierto. La sombra de una paloma vuela sobre la sombra de un cielo abierto que tiene la forma de un trébol de cuatro hojas. Dicen “paloma blanca”, “solidaridad entre las naciones”, “olimpiadas”.
Pero entre los recuerdos inconexos de mi infancia se cuelan también “estudiantes” y “Tlatelolco”.
De pronto, sobre la paloma, un nuevo conjunto de trazos no ensayado se suma a la imagen original y modifica su significado: líneas curvas cierran un manchón informe sobre la paloma. Luego, otro grupo de líneas rectas termina el filo de una bayoneta mientras un grupo de líneas, híbrido (rectas y curvas), delinea cuatro ubres sobre el abdomen pictográfico del ave. Las ubres, por acción del trazo y el concepto, escurrirán leche de “no-se-olvida” a una cubeta que espera paciente.
Estampillas
Correo postal, 40¢, color salmón: representa un juego de baloncesto.
Correo postal, 50¢, verde limón: representa un juego de hockey.
Correo aéreo, 80¢, rosa clavel: una secuencia gimnástica.
Correo aéreo, $1.29, verde bosque: el maratón.
Correo de boca en boca y de mano en mano, 0¢, blanco y negro: soldados golpean a un grupo de manifestantes.
La memoria fotográfica
El fuego, en puntos altos de ignición, es completamente blanco en la fotografía documental de los años sesenta.
La fotografía representa la parte de la realidad responsable de devolverle a la idea de nación condensada en el logotipo “México 68” la imagen que se pretende. Sólo una fotografía, finamente enfocada sobre el fenómeno que retrata, puede ser eco de la modernidad y el progreso. En todos los casos, el retrato es exacto:
FOTO 1. Un espacio abarrotado de gente y el fuego como promesa en manos de una mujer. Enriqueta Basilio, vestida de blanco, sube los últimos escalones que la llevan a encender el pebetero. En su mano derecha alza triunfal el punto blanco del fuego olímpico, la antorcha.
FOTO 2. Un espacio abarrotado de gente y luz (puntos blancos) como promesa en medio de la multitud. En esta ocasión no es fuego, sino luces alimentadas por el sistema eléctrico. La fotografía está rota por los bordes y no se distingue si la gente está en medio del estadio o de una plaza pública, si son deportistas o estudiantes.
FOTO 3. Lo opuesto a la luz es la oscuridad. Lo opuesto al fuego, el hielo. Lo opuesto al calor, el frío. Un grupo de gente recostada en posturas azarosas dentro de una bodega. Tienen la boca abierta. Sus cuerpos cubiertos de manchas negras.
Objetos varios
La voz de Wyman se reproduce sobre los vestidos de las edecanes olímpicas. Una y mil mujeres modelan paños de tela cubiertos por líneas rectas, curvas y quebradas. Más tarde, un joven también exhibe el diseño “México 68”; por las ventanas redondas de los aros olímpicos de su camiseta, se asoma un grupo de gorilas armados. A cada golpe de vista el logotipo aparece: “México 68” sobre los camiones, “México 68” pintado sobre las bardas, “México 68” flota inerte en grandes globos coloridos sobre el Zócalo de la ciudad. Mientras tanto, los visitantes reciben postales y estampas que reproducen los seis aros de colores en las orugas de un tanque de guerra, las líneas curvas y rectas formando un casco militar, una macana y un perro que enseña los dientes. Está empezando a suceder; de un momento a otro, las líneas se cansan de la obediencia y cobran vida propia, escapan. Se agrupan para abarcar otros temas, otros rincones. Pronto pasan de la imagen bidimensional del logotipo a delinear el borde imaginario que delimita un objeto en el espacio. Las líneas pasan de la mera representación visual o estampa a ser, en sí mismas, objeto, representación plástica. Grandes reproducciones del logotipo “México 68” pueblan las calles, las plazas, las distintas sedes de los eventos, el logotipo alfanumérico recorre la ciudad, se encarna. La gente, muy inocente, corretea entre las letras, monta la eme, se asoma por la ce y a través de la o se saluda; se esconde entre el seis y el ocho, se recuesta en la equis; al principio todo parece un juego, pero acompañando a las líneas del logotipo se materializan otras líneas parásitas que abren espacio a los tanques, las macanas, las bayonetas, la voz del perro y los gorilas.
Por un instante se pierde la línea divisoria entre realidad y ficción; exactamente como suelen perderse los límites entre las duplas pasado e historia, olvido y memoria.
No es algo extraordinario: la pérdida del límite entre realidad y ficción es un proceso cotidiano de ida y vuelta. A veces es la realidad la que se confunde con la ficción y a veces es ésta la que parece fundirse con la realidad. Desde luego, pensar en líneas reproduciéndose por sí solas no es más que una figura retórica y una pobre ficción. Pero me gusta pensar que esta pretensión alquímica se justifica en el proceso contrario: en el deseo de que una acción, simbólica o ficticia, repercuta en la realidad.
Un ejemplo. En diversos países latinoamericanos, a la medianoche del 31 de diciembre, se enciende una piñata llena de fuegos pirotécnicos, periódico y aserrín que representa a un viejo: el Año Viejo. El ritual busca la regeneración y purificación del tiempo por venir. La acción no es sino el deseo de que esta acción simbólica repercuta en la realidad. Algo similar ocurre en la fiesta de Judas el Domingo de Resurrección y algo similar ocurre en las revueltas populares, donde se acostumbra la quema de efigies políticas enemigas del pueblo.
El 13 de agosto de 1968 una multitud retiene, preso, a uno de los gorilas que, junto con las líneas de logotipo, se ha materializado en objeto. El gorila es irracional y violento, demagogo y autoritario. El grupo de gente se abre espontáneamente en un círculo ritual y observa la quema del gorila. En medio del linchamiento hay declamaciones y jolgorio. Aunque no lo parezca, esta acción no es sino un deseo desesperado de diálogo, de libertad. El gorila que arde es una piñata; representa al general Cueto, de la policía capitalina.
La historia de una imagen en mi memoria
Líneas desordenadas danzan en la desmemoria de lo que fue. El año 1968 es una estampa intervenida. Para alguien que no vivió en aquella época, pensar en 1968 es pensar en piezas sueltas, eslabones de frases y testimonios que escapan de boca en boca, de La noche de Tlatelolco de Poniatowska, de El 68: la tradición de la resistencia de Monsiváis, o Los 68: París, Praga, México de Fuentes. Es pensar en una lluvia de imágenes ilegibles, en cuerpos en resistencia, en calles tomadas y en gritos entrecortados por el marco de un negativo que sobrevivió a las pesquisas.
Irónicamente, los relatos y las imágenes que llegaron a mí de las olimpiadas no fueron las originales de Wyman y su equipo, sino aquellos que, merced al proceso alquímico de reproducción de la línea, llegaron a hablar por sí mismos. Antes de ver la paloma de Wyman, vi la paloma atravesada; y antes de ver “México 68” en el orgullo rancio de una nación en decadencia, vi los aros olímpicos en las orugas de un tanque de guerra; nunca oí el sujeto “olimpiadas en México” sin su predicado “Tlatelolco”, o “estudiantes”. En fin, quizá por eso no entiendo el poema de Cesárea sin Lima ni Belano y quizá por eso no me acaba de quedar clara la relación entre líneas, entre personajes reales y ficticios, entre la poesía visual y el pictograma, entre un gorila y el Año Viejo, entre la historia y la imagen. La historia de la imagen en mi memoria está intervenida, siempre alejada de sí misma (la original), siempre sin terminar. Quizá por eso, cincuenta años después, sólo veo poesía si encuentro preguntas abiertas.
Berta Soní (Ciudad de México, 1988). Actriz y dramaturga. Estudió Artes Escénicas en CasAzul y Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha escrito, entre otras, las obras 32° Latitud Norte, 50° Oeste (2014), A propósito del bullying (2014), Suicidas Anónimos al Servicio de la Comunidad (2014), Ni mancas ni pendejas (2016) y Ricardo Ricardo rra rra rra (2018). Actualmente es becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de dramaturgia. Recibió mención honorífica en el Premio Nacional de Dramaturgia 2017 por la obra A cinco voces y en el Concurso Testimonios del sismo 2017 por su texto Transmutaciones.