Sostuvo Stephan Zweig en su obra Drei Meister (Tres maestros: Balzac, Dickens y Dostoievsky) que son muchos los escritores de novelas pero pocos los novelistas. La diferencia establecida por el polígrafo austriaco radica en que, en su opinión, los novelistas son aquellos que consiguen crear mundos propios, alternos, absolutamente reconocibles y atribuibles a un autor específico. En pocas palabras: un novelista es aquel escritor capaz de crear una escena que lleve su nombre.
Así, a un lector constante y meticuloso puede resultarle bastante natural el que algún momento de su vida sea absolutamente rulfiano o alguna actitud se distinga por pantagruélica, una personalidad se le antoje quijotesca o cierta escena sea nítidamente zoliana. El español Benito Peréz Galdós, siguiendo el precepto de Zweig es, desde mi perspectiva, un novelista de largo alcance y profundo aliento.
Supongo que no es necesario (y acaso tampoco prudente) haber leído la ingente obra de Galdós para saber que su literatura prefigura y construye un cosmos personalísimo. Una obra de Galdós, para bien o para mal, sólo puede ser de Galdós. 1 (Creo que si bien esta afirmación pudiera parecer trivial, no lo es en la medida en que existen infinidad de novelas en las que fácilmente se pueden intercambiar los nombres de los autores y el resultado sigue siendo exactamente el mismo.)
Benito Pérez Galdós (1843-1920) es uno de esos autores torrenciales a los cuales, por la cantidad mastodóntica de su obra, por haber nacido en el siglo XIX y por franco prejuicio no leemos en la medida en que debiésemos —medida que no es otra que el innegable placer que produce su lectura—. Yo—lo confieso sin pena— fui uno de tantos que, sin conocerlo, despreciaba al autor en cuestión por considerarlo digno representante de la literatura hecha para tías abuelas, pastores católicos, madrinas solteras, preparatorianos abúlicos y profesores divorciados. Siendo sinceros, el prolífico español me emocionaba en la misma medida que La imitación de Cristo de Tomas de Kempis o Corazón diario de un niño de Edmundo de Amicis. Asocié a Galdós, buena parte de mi vida, con un insípido plato de habas.
La lectura de Lo prohibido me ha demostrado, de cándida manera, que la literatura de Galdós, si bien no deja de estar compuesta por un culebrón digno de Emilio Larrosa como lo es Marianela, también contiene un verdadero ejemplo de lo que la lengua alemana pomposamente llama Bildungsroman; esto es, una novela total, enorme; una novela en tiempo casi real de más de seiscientas páginas, una novela del tipo de las de Mann o Musil. El caso de Lo prohibido es un estudio delicioso de una familia de neuróticos.
También conocido como el Balzac español, Benito Pérez Galdós inicia su carrera como periodista antes de la revolución de 1868, de allí su temprana vocación por los artículos y los ensayos, técnica que nutriría de manera determinante su primera novela La fontana de oro.
Galdós, el realista por antonomasia, es un excelente relator de los convencionalismos sociales, de la clase media española (recuérdense sus Episodios nacionales e incluso de la condición humana. Sabe—como lo supo Flaubert—que en lo particular se encuentra lo universal, que describir la vida aparentemente insulsa de personajes perfectamente delimitados en el tiempo y el espacio, que pasear la mirada sobre tipos reales, constituye la esencia no sólo de la literatura sino también de la vida misma. Galdós, en efecto, engrosa a la española los gruesos tomos de la comedia humana, creando una literatura con un sólido sustrato atemporal.
Creo que, en el fondo, el entramado profundo de la vida y sus embrollos metafísicos son plenamente perceptibles en los actos pequeños y aparentemente anodinos del día a día. Sentirse pájaro, ver un arbusto, prender el bóiler, besar con ganas o leer a Caeiro pueden revelar en su trajín la intimidad del universo.
En Lo prohibido, además de ver retratados ciertos tipos humanos, asistimos, sobre todo, a una radiografía de la rancia y escuálida pequeño-burguesía madrileña. El trabajo de Galdós —guardando las distancias de género, época y estilo— me recordó bastante las agrias, divertidas y certeras miradas de Salvador Novo y Carlos Monsiváis sobre la sociedad mexicana. En el fondo —y en la epidermis—, Galdós hace un trabajo de sociología urbana y tipología social en una prosa que camina amenizando la lectura.
La novela cuenta la historia —más correcto sería decir las memorias— de José María Bueno de Guzmán, soltero con dinero y especie de dandy que un buen día decide instalarse en Madrid con sus tíos doña Pilar y don Rafael Bueno de Guzmán (este último funciona como una especie de fundamento racional de la novela). Estos tíos, a su vez, son padres de cuatro hijos absolutamente singulares y remarcables. Por un lado tenemos a Raimundo, un bueno para nada que cree sufrir debilitamiento cerebral por no poder expresar con claridad un trabalenguas. Está también su hermana mayor, María Juana, una especie de misántropa casada con Cristóbal Medina, un banquero adinerado. Esta mujer, además de pedante e interesada, llama la atención por trabajar con su marido en la bolsa y por tener la extraña patología de sentir todo el tiempo que trae un paño en la boca. Tenemos también a otra hermana —mi favorita— que responde al nombre de Eloísa, quien cree tener una pluma atravesada en la garganta y está casada con José Carrillo, agente ministerial venido a menos. Ambos están a la espera, como tantos buitres, de la herencia de una tía de Carrillo; dinero que una vez obtenido dilapidará Eloísa con sus gustos de nueva rica: cuadros, ropa, joyas y demás objetos suntuarios para adornar su palaciego aposento, lugar en el que, todos los jueves, ofrece simpáticas tertulias. José María y ella se volverán amantes, no sin que ella lo esquilme considerablemente. Tiempo después, cuando ella enviude y decida casarse con su primo, éste, en un acto de prudencia y donjuanismo, cortará la relación y emprenderá la retirada.
Por último figura un personaje que la crítica literaria galdosiana no ha escatimado en tildar de perfecto y permanente: la intachable Camila, enamorada de un zopenco como lo es Constantino. Para no variar con el cliché, el ínclito José María se enamorará de esta prima en apariencia fútil y frívola pero que habrá de revelarse como un dechado de virtudes: la honra y la voluntad inquebrantables son sus principales atributos. Este personaje, a título personal, lo que inspira es una pereza infinita.
Finalmente, el personaje más plástico, el más seductor, es y será José María, ser dominado por las pasiones, por un erotismo cerebral, una vida disoluta y un afán ininterrumpido de mujeres y bienestar que lo configuran como un tipo sincero que no engaña ni sublima sus deseos. De madre inglesa y padre andaluz, este excéntrico hombre educado en el extranjero y acostumbrado a la vida londinense, consigue afirmarse como un personaje con un estilo propio.2
Su enfermedad y su muerte, a su vez, son bastante mundanas. El infausto decadente sufre una hemiplejía y rueda ridículamente, como el Calixto de Melibea, cuan larga es la escalera. Nuestro dandy entonces queda herido de muerte.
En general, la obra de Galdós es la descripción humorística de la pequeña burguesía de la metrópoli de su época; una sociedad aristócrata, esclerótica y caprichosa. El trabajo de Galdós es un estudio de caracteres, motivo por el cual la crítica comúnmente suele emparentarlo con Zola. Vemos temas como el adulterio, la maledicencia, la mezquindad y la doble moralidad. Vemos también el trabajo de un atento observador que, sin pretender establecer un juicio categórico, consigue pintar un fresco de los seres de su tiempo. Pérez Galdós atrapa en literatura su múltiple circunstancia.
En ese sentido, este breve comentario no pretende ser sino una tentativa, mera radiografía e invitación a la lectura de esta novela extensa e intensa que da cuenta de un lugar y situaciones no tan distintas de las que aún ahora sentimos todos aquellos que estamos hechos de sangre y pasión, belleza y consumada porquería.