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Leer la ciudad poéticamente significa vivirla; hacer que los espacios geométricos trasciendan y se vuelvan espacios “vitales”, dibujados en la fisonomía misma del cuerpo. Una poética de la ciudad debe tocar los espacios ínfimos, dolorosos y asfixiantes que toda urbe oculta con un gesto de indiferencia o mansedumbre.
El libro Icarías de Balam Rodrigo es justo una poética que reúne los espacios punzantes que componen la ciudad. De hecho, se asemeja a ella; fiel al epígrafe con el que abre el primer apartado, el libro crece y se deforma como la ciudad, pero al mismo tiempo guarda una unidad sostenida por la nostalgia del ser que la recorre. Su poesía se vuelve entonces una forma de dar cuenta del vivir cotidiano. Cada palabra se va convirtiendo en una manera de aferrarse al mundo, de permanecer en él; en cada imagen queda asentada una manera de vivir, de percibir el mundo.
En este libro, Balam Rodrigo sigue la línea abierta en Libelo de varia necrología, donde el acto de recorrer la ciudad se va tornando en una metáfora viviente. En ambos poemarios, el poeta recorre la ciudad en su interior, midiendo la noche en sus entrañas; las calles, las plazuelas, las grandes avenidas de pronto parecen tener tantos metros como las noches que anduvo en ellas: “la extensión de la ciudad es igual a la de todos / los ladridos del corazón, rabiosa, enferma, / imantada y más nómada que los arboles que me persiguen”.
La poética de la ciudad en Balam Rodrigo apela a la noción de deconstrucción, pero, en este caso, el término conduce a un ejercicio de rotura de la ciudad en imágenes que constatan un intento de apropiación de los lugares transitados o simplemente imaginados; en otro de los poemas leemos: “y yo acomodo y reacomodo una y otra vez / las partes de este eterno collage en construcción hasta que la ciudad y sus seres son todos míos, / y de nadie más”.
El cambio que se registra entre este libro y Libelo de varia necrología es que en Icarías no hay un intento de redimir a la ciudad ni a sus personajes, sino más bien de perderse en el bullicio y en el tono oscuro que ésta entraña. Lejos ha quedado la figura de “Madame La Loca” y los sueños gáticos que pedían ser salvados. En Icarías, la escritura se centra más bien en una no-correspondencia entre el ser que recorre la ciudad y la ciudad misma, puesto que el ser que la recorre es lento y silencioso, y la ciudad acelerada y ruidosa, de ahí que sea inevitable cierta melancolía: “‘está lloviendo’ , le digo , y, ‘huele a tierra mojada’ / — adelanto mi empolvada lengua sobre la mesa — ; / respira hondo don Leonel , que pétreo y arcano / me responde : ‘aquí la ciudad no huele a tierra , / aquí la lluvia y la vida son la gran diabla y apestan / las muy mierdas’ ”.
La realidad poética de Icarías no es nada contemplativa —en un sentido idealista—, sino una realidad que devora, que absorbe al lector; sumergirse en ella es entrar en un mundo denso; en una realidad que, en principio, repela por su avidez de crecer, de ser más y más, pero con el riesgo de absorber la mirada de quien la recorre. Es como si el movimiento que ejecuta su discurso pretendiera que mientras leamos las imágenes, que se van reuniendo en cada uno de los textos, leamos nuestros propios espacios, nuestra propia manera de habitar la ciudad, de recorrerla, de ahí que haya un diálogo constante, un diálogo abierto con el lector. El propio Balam apunta: “No terminas de escribir porque no terminan de escribirte, y mucho menos, de leerte.”
El poema “eternometraje montado en daguerrotipos sobre las calles de una ciudad en deconstrucción”, texto con el que Balam abre su libro, logra conducir al lector a una secuencia de imágenes que si bien no dejan de tener un sesgo telúrico y profético, muestran una de las posibilidades que el yo fragmentado asume, es decir, el intento de mirar el mundo como si fuera el otro, y no el yo, el que recorre la ciudad.
Alguna vez Balam Rodrigo me comentó que Icarías había sido un intento de poetizar la ciudad bajo la mirada de un perro; tratar de bosquejar cómo percibiría este animal los espacios fragmentarios que constituyen una ciudad. Este intento abre una infinidad de posibilidades para su poética, porque en primer término habría que to-mar en cuenta la forma en que un animal percibe el mundo, cómo la secuencia de imágenes que su ojo ve se va acomodando en su “memoria”; el mundo se le presenta inmenso, cada cosa, cada ser, resulta descomunal para sus ojos.
Esto me lleva a pensar en cómo la poesía escapa al origen trágico de la razón occidental, el cual queda encarnado en una fractura originaria que existe entre el ser que nombra y lo nombrado. Quizá una de las experiencias que el lenguaje poético permite es aminorar esa fractura desde el momento en que la poesía evade el intento de conceptualizar el mundo y se queda como testigo del instante en que las cosas acaecen, y el poeta intenta apropiarse al menos de una imagen entre cientos que se perderán en el fluir del tiempo.
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