Desde hace más de un mes Hugo trataba de sentar cabeza. Consiguió el local, las máquinas, la carne y hasta la camioneta que se encargaría de traer el pan. Había dejado la Costa —once años en Chone le dieron esposa y tres hijos— para volver a Quito, al barrio de San Juan donde nació en el año 59. Incluso tenía en mente el letrero, esas letras rojas: Burger haz probar. “A uno le va mal cuando se vuelve bestia”, me dice Hugo. Pero no habla tanto de la fuga de gas o de la plancha para freír hamburguesas que se estampó contra el techo de su local. Ni siquiera sufre por las llamas que reventaron las ventanas y que casi vuelven humo su bigotazo zapatista, ése por el que lo apodan El Bigotes. “¡Heee! Bigotes”, le dice un peatón, “preste los extintores que yo entro y le apago el fuego”. Ni cinco minutos y el tipo sale disparado, “¡permiso, permiso!” le grita a la gente amontonada frente al incendio y se va de largo sin devolver los extintores de los carros que pararon para ayudar al Bigotes.
No, el “tipazo” del que habla el vecino con el que se toma un trago no es Hugo porque nunca es Hugo al que le dan un timbrazo cuando algún aparato eléctrico se daña, siempre es al Bigotes. Y es el Bigotes el que les abre la puerta a los alumnos del colegio de la Loma Grande, ese colegio que además es su casa porque es ahí donde duerme, donde arregla la copiadora cada vez que se traba, donde se levanta a preparar los hot dogs del recreo luego de darle una mirada al espejo, es decir, a sus bigotes. No, él no se lamenta al recordar cómo se le quemó el negocio a los tres días de inaugurado. Lo que le duele a don Hugo es la traición.
"Yo soy lápiz para la venta, al cliente no le aflojo… Por irme con esa tipa, por ponerme el local con ella y no con mi ñora es que me fue mal.” Hugo se lamenta cuando recuerda los “nueve años de vacile” con la otra, con la que un día decidió irse —dejando hogar y esposa— porque le había mentido que estaba embarazada. Fue ella la que le robó el traje de mariachi, los 1 600 pesos que se había ganado por tapizar un hotel de siete pisos y hasta el cofre de joyas que le dejó Eva, su madre, antes de morir. Fue por ella que sacó su “trueno” calibre 38 para pegarse el cañón largo en la cabeza y fue por toda esa depresión —“seis meses de claro en claro sin dormir”— que su esposa lo recogió y lo perdonó. Ella lo puso frente al psicólogo y Hugo empezó por contarle que su padre lo abandonó junto a su madre y sus dos hermanos. Ahora dice que ha vuelto a ser lo que era, ese tipo “entrador y con verbo” que desde los cinco años tuvo que limpiar zapatos por la plaza Arenas, vender periódicos o habas confitadas, cuidar carros por la calle Guayaquil y, al final de la tarde, antes de entrar a dormirse a la escuela nocturna, pasar por algún chifa a ver si le regalaban unas sobras.
Hugo cumplió 12 años entre clavos, tachuelas y grampas. La mamá le dijo que sí, que “entre nomás de aprendiz” donde el gringo de la Mueblería Europea. “Rápido rápido” se hizo tapicero. A los 18 ya había abierto su propio taller: Mueblería Media Luna. “Yo por pendejo no tengo mis buenos almacenes… perdí el negocio, me gustó el póker, las tragamonedas, el vicio.” Fue entonces que nació el Bigotes. Despechado, Hugo había jalado dedo sin rumbo. Llegó hasta Lima, se quedó sin soles —“no me daban trabajo, muy pobres los peruanos”— y decidió regresar. Pero ya no volvió al frío de Quito sino que llegó a Chone, donde le pagaban cinco veces más que en la Sierra por tapizar muebles. En medio de un baile —de ésos en los que un día conoció a su mujer— un tipo le dijo: “Déjese el bigote compa, le puede lucir bien.” Pasó un mes y mientras paseaba su mostacho la gente le preguntaba si se ponía abono: “Mierda de cuy es lo que uso para que crezca así, les decía por joder.”
En el patio del colegio Borja un par de señoras han pasado varias veces cerca de Hugo y al fin le piden tomarse una foto con ellas, es el día de las madres. El traje negro y el sombrero de charro son prestados, pero el nuevo integrante de Los Aztecas parece el único salido de la plaza Garibaldi. Hugo se unió a la tribu ambulante de los mariachis por un año entero. Su carisma de actor nato que le hace sacar el habladito mexicano sin esfuerzo fue más importante que la habilidad con el guitarrón a la hora de escogerlo y ganarse sus dos pesos por canción. Así se pasaba de miércoles a sábado hasta la madrugada bajo el sombrero y entre trompetas oxidadas. “Mucho trago, mucha amanecida… a veces llegaba a las dos ya picado y me salía a comprar más trago.”
Hugo corta las palabras, habla tan rápido como se mueve. El Bigotes ha tenido que moverse rápido toda la vida. Siempre está moviendo el cuello, la cabeza, los ojos; sobre todo cuando recuerda alguna anécdota y su mirada adquiere ese brillo tenso antes de perderse. Pero Hugo nunca pierde la palabra, cada una de sus frases nace decidida bajo su bigote que es como un corchete abierto que le señala el resto del cuerpo. Sólo una vez quedó inmovilizado. Un carro, un borracho por la plaza de Santo Domingo, le dejó quieta la pierna derecha por dos años y medio. “No; dos veces quedé quieto porque uno de los alumnos del colegio —Latin King dizque era— me robó las muletas. Cuando supe que fue él me le paré en frente, no me dejé, y después que encontré las muletas arriba en la puerta de la casa hasta de amigos quedamos.”
Hugo vive con su esposa en el segundo piso del colegio. El dormitorio y la cocina están separados por la sala donde viejos equipos eléctricos dejan ver sus cables sueltos entre peluches, calendarios y fotos. Para Hugo este refugio ya no significa alivio. Cada vez hay menos alumnos matriculados y si la cifra de los veinte inscritos para el siguiente periodo no aumenta, Hugo tendrá que buscar otro lugar. El puesto se lo cedió su cuñada, él aceptó porque en el colegio no paga arriendo y, además de dejarle tiempo para sus chauchas, se encarga del bar, algo que sabe hacer muy bien. Antes del local incendiado, Hugo tuvo otro negocio. Empanadas de verde o de viento, café y pinchos reemplazaron a telas y sofás cuando el Bigotes tuvo que regresarse de Chone porque ya no había suficiente trabajo para los tapiceros (se vendía sólo lo que venía de almacén). Fue duro volver, también en Quito había perdido su clientela. Se armó de una carreta a la que le puso pinchos y salió a venderlos afuera de los conciertos rocoleros o junto a algún colegio. Con 350 pinchos al día a mil sucres cada uno fue ahorrando lo que necesitaba para inaugurar El Pincho Loco. Pasó un año de buenas ventas, pero el dueño le pidió el local aprovechando que Hugo ya lo había popularizado: “Venían en carro todos los días a llevarse 10, 15 pinchos cada uno.”
El tipo más popular de la Loma Grande ahora se pone las gafas más modernas que encuentra y sale en su moto Yamaha de 800 pesos. Cuando quiso ser repartidor de Pollo Stav le asignaron la zona de Cumbayá y “como allá no conozco las direcciones mejor dejé no más eso”. Por la calle lo reconocen. Fue protagonista de un video de las Naciones Unidas que transmitían por televisión y en el que atentaba contra los bienes culturales al robarse una virgen de Legarda. Además le pidieron salir en Pasado y confeso, así como actuar de capataz en una obra del Bicentenario. Su actual agenda de televisión espera una propaganda para una empresa de telefonía móvil que todavía no se concreta, pero que “ya ha de venir, al menos un celular nuevo sí me han de dar”.
El Bigotes no pierde la fe: “Yo nunca soy negativo, le juro que lo que yo hago se vende.” Pero para Hugo no todo es ganar plata, la prueba me la quiere dar con los tres años seguidos que ha salido de cucurucho en Semana Santa. Quién sabe si sus amigos cachineros y sus mujeres —“con tres he estado así serio, a las demás ya les perdí la cuenta”— lo habrán visto sin saber que era él ese que seguía la procesión. Quizás hasta los abogados pensaban en el pecado mientras pasaba el encapuchado púrpura que hace algún tiempo les sacaba las copias. “En la oficina de esos abogados uno conoce de todo… hasta unos amigos de la Mama Lucha que me decían que cobran 500 pesos por cortarle la cara (al estilo casimir, gabardina o poliéster) a cualquier enemigo que uno tenga.”
Mientras se fuma un cigarrillo, Hugo me dice que todo lo recuerda con cariño. Sonríe: de pequeño soñaba con ser piloto pero lo bajaron del avión al que había alcanzado a meterse. Con el mismo empuje de aquella vez que se salió de la casa para ir al aeropuerto a “jalar dedo”, el Bigotes ya está pensando en un restaurante de comida manabita que quiere abrir, “así toque o no salir del colegio”. Hugo está lejos de lo que obliga a muchos a trabajar en lo que no aman para así creer que serán amados. Él ama cada cosa que hace porque ama inventarse un nuevo Hugo a cada paso. Una especie de Cantinflas, un Condorito que en la siguiente página ya ha dejado de ser mesero y es oficinista. El teatro de cada día de un “mil oficios” como Hugo es el camino de la supervivencia, y aunque él no ansíe ir hacia arriba y alcanzar “el poder del dinero”, siempre está avanzando, siempre. “Nadie se muere de hambre, hermano, sólo el vago”, me dice antes de subirse a la moto. A un conocido se le acaba de dañar una máquina de coser.