Alguien toca a la puerta. Los golpes se confunden en mi sueño. El brazo me hormiguea. Los golpes siguen, más fuertes, insistentes. Me estoy levantando. Las piernas apenas me responden y aun así voy hacia la puerta. Cuando la abro y termino de hacer lo mismo con los ojos, veo a dos hombres parados frente a mí. No les distingo bien las caras pero no creo conocerlos. Uno de ellos mueve la boca, parece que está hablando. Por fin mis oídos reaccionan. En efecto, el hombre de la izquierda está diciéndome que mire para atrás y lo hago. Estoy dormido en el sillón.
Puedo verme claramente hecho un ovillo con el brazo en mala posición. Cuando regreso la cabeza, los hombres ya están entrando y entonces hago gesto de invitarlos a pasar. Los dos hombres se parecen, pero el de la izquierda viste de azul y el de la derecha de blanco. Antes de poder hacer algo, el hombre de la derecha me toma del brazo y con un apretón y un gesto que quiere parecer gentil me conduce hacia una silla. El apretón me hace reaccionar por completo pero no tengo ganas de oponerme a la presión de aquella mano, dócilmente me siento en el lugar que me indica. El hombre de la izquierda acerca otra silla y se sienta frente a mí. En el sillón, acomodo mi brazo y sigo durmiendo.
—Usted es Efe Medina —dice el hombre de la izquierda.
—Soy Efe Medina —confirmo en voz baja.
—Bueno —dice el hombre—, pues creemos que usted ha matado a una persona, pero no sabemos si estaba despierto o dormido —dice señalando alternativamente la silla y el sillón.
Los miro y ensayo una cara de no entender nada, no pensé que llegarían tan pronto a buscarme y no he tenido tiempo de pensar en algo para defenderme. Me doy cuenta: éste es el momento en que debo empezar a guardar la calma.
—Suponiendo que sea cierto, si lo maté estando dormido entonces yo, que estoy despierto, no tengo nada que ver —me aventuro a decir, otra vez en voz baja, para ganar tiempo.
—Bueno —dice el de azul—, un asesinato es un asesinato donde quiera que se cometa Efe, usted lo entiende —su voz tiene un tono que me hace pensar en un sacerdote dando la absolución: perdona, pero disfruta de imponer penitencia. Me he distraído un momento y debe haberlo notado, pues levanta la voz al decir:
—Ahora necesitamos saber si dormía o si estaba despierto en el momento en que…, bueno…, ya entiende, Efe..., para poder cumplir con nuestro deber. No sabremos quién de los dos debe llevarlo mientras no estemos seguros. Y créame, es lo único que nos falta.
Yo no contesto, sólo volteo y me miro en el sillón. He comenzado a roncar. Tal vez no será sencillo convencerlos de mi inocencia, pero probablemente no estén tan seguros de lo que saben. Cuando vuelvo a mirarlos, hago cara de no entender.
—Su caso nos desconcierta, Efe, créanos. No es común que los dormidos y los despiertos se mezclen. Esperamos que usted aclare también esto —dice el de azul.
—Tener en orden a los dormidos y a los despiertos es su responsabilidad; no nos hubiéramos separado si ustedes hicieran su trabajo. ¿Yo cómo voy a saber qué pasó?
—De vez en cuando, debido a cortocircuitos en el espacio, estas cosas pasan, pero antes ningún dormido se había atrevido a quedarse con… con su despierto.
Ninguno de los hombres puede adivinarlo, pero yo sé perfectamente qué sucedió. Yo Despierto trabaja en una oficina postal ordenando el correo. Todos ahí lo conocen: pone en orden las cartas y los paquetes; bueno, pues estaba acomodando todo eso cuando encontró una carta que tenía escrito el nombre y la dirección con letra muy derecha, menudita, de esa de Colegio del Sagrado Corazón. En el último año han devuelto varias de esas cartas y él, que debía haberlas enviado de vuelta al remitente, no lo hizo. La primera, sintió que tenía que leer-la: la letra le llamó tanto la atención que fue al baño y la abrió. La carta la enviaba una mujer (joven, creyó él) de nombre Evangelina. Era una carta de amor. Evangelina exponía sus sentimientos a un hombre y solicitaba respuesta. Por supuesto el destinatario no lo sabía pues la carta había sido devuelta sin abrir. La declaración era tan conmovedora que no quiso destruir las ilusiones de Evangelina y por lo tanto no le devolvió su carta. La dobló con cuidado, la guardó en su bolsillo y se la llevó a casa. Aquella declaración de amor lo emocionó mucho, casi como si estuviera dirigida a él, a quien nunca nadie le había hablado de amor. Primero pensó en escribirle a Evangelina como si fuera el hombre de sus sueños pero al final decidió no hacerlo: despierto no era tan osado como para atreverse a eso.
Fue por ese tiempo que sucedió. Un día, cuando él estaba durmiendo sobre un costal de cartas, yo me vi afuera. Como lo oyen: afuera, viendo dormir al otro. Me sentí mal al verlo: se notaba que llevaba una vida patética y soñaba tanto con la mujer de la carta, que decidí ayudarlo aunque no me lo hubiera pedido. Los despiertos no saben soñar pero yo creí poder lograrlo. Mea culpa.
A partir de entonces Yo Despierto continuó leyendo y guardándose las cartas. Hacía mil conjeturas acerca del hombre que despreciaba un amor como aquel. Durante el último año llegó una cada mes, de modo que ya tenía once cartas de una mujer desconocida.
Conforme pasaba el tiempo, las cartas de Evangelina eran más apasionadas y desesperadas, últimamente ya no solicitaban con humildad, exigían una respuesta. Las cartas de Evangelina le producían insomnio a Yo Despierto. Pasaba el tiempo pensando en cómo sería ella, dónde habría conocido a aquel hombre, si sería viejo o joven; hacía todo el repertorio de preguntas que ameritaba el caso, y pensaba tanto en ella que se enamoró. Fue entonces cuando decidió buscarla. Aquel día regresó del trabajo decidido a encontrar a Evangelina. ¡Mi Evangelina!, dijo. Qué atrevimiento, pero de verdad así lo pensó. Antes de salir se sentó en el sillón. Por un momento la cordura se apoderó de él: se decía que estaba mal y que robar cartas merecía la pena capital. Después de estarse preguntando qué debía hacer, se quedó dormido.
Aquí fue donde Yo Dormido perdí el control, pues Efe Despierto y Efe Dormido dejamos de ser uno, quiero decir, los dos podíamos estar al mismo tiempo en lugares diferentes. Efe Despierto se levantó y se fue por su lado y yo, Efe Dormido, me fui por el mío. Y peor aún: Efe Despierto se dio cuenta de lo que sucedía y no se preguntó nada, le pareció normal y divertido.
Quiero aclarar algo: cuando estábamos separados nadie era como un fantasma que puede atravesar las paredes o como una sombra que con la luz adecuada puede echarse a volar; no, todo era exactamente igual a cuando éramos uno solo. Después del ligero descontrol de la primera vez, esta nueva condición nos pareció de lo más normal, como si así hubiera sido siempre. Yo había oído hablar vagamente de que había personas que vivían una vida dormidos y otra despiertos, pero no pensé que fuera una de ellas y mucho menos que pasara de un momento a otro, así nada más.
En fin, Yo Despierto decidió buscar a Evangelina y no le fue difícil encontrar la dirección, la calle era en el centro de la ciudad: a pesar de estar siempre tan lleno de gente pudo hallar el viejo edificio. El sobre decía “Depto. 302” y no había portero, así que fue directamente al tercer piso mirando de vez en cuando hacia abajo por el centro de la espiral de escalones. En una puerta del pasillo a la derecha estaba un número formado con piezas de aluminio ya sin brillo: 302. Primero dudó en tocar: ¿qué iba a decirle a quien abriera? Apenas se dio cuenta de que estaba tocando cuando abrieron y casi no lo pudo creer: seguro era Evangelina, adivinaba su letra de Sagrado Corazón escondiéndose entre sus dedos, vio su educación no laica y no gratuita adquirida con las monjas asomando impunemente en sus gestos, delatando a la niña de misa de ocho que pugnaba por esconderse detrás de la bata de seda, a medio abrir de las piernas para abajo. Al ver que él no hablaba ella dijo “Hola”. Sin saber aún qué decir él repitió “Hola”. Estiró el cuello lo más posible para mirar al interior y entonces la voz que llegó desde adentro lo desconcertó mucho, tanto, que casi se cae al piso:
—Evangelina, ¿quién es?
Ella lo miró y preguntó:
—¿A quién busca?
El grito le confirmó que ella era Evangelina y ahora sabía algo: no estaba preparado para encontrarla, en realidad ni siquiera había creído poder hacerlo.
—Disculpe —dijo—, creo que me equivoqué de puerta. Pero no hizo nada por irse pues la voz que había escuchado se le hizo conocida: era yo. Yo Dormido asomaba la cabeza por sobre el hombro de Evangelina y le pasaba un brazo por la cintura con aires de propietario. Me reconoció perfectamente y notó que era lo opuesto a Evangelina: escuela sí laica y sí gratuita y nunca misa de ninguna hora. No entendía qué hacía Evangelina con aquel tipo que era yo. Ni siquiera era bien parecido. Bueno, tal vez despierto era un poco mejor, pensó. Yo Dormido no hice ningún gesto que indicara que lo reconocía. En cuanto salió de su asombro Yo Despierto dijo “Disculpen” y bajó aprisa por las escaleras, pero no fue a casa. Se quedó a la vuelta de la esquina esperando hasta que salí, solo, del edificio. Me siguió. Yo Despierto sintió un enojo tremendo. ¿Cómo había podido hacerle eso? Y se preguntaba: “¿Cómo la habrá conocido? Y todo por no ir a ver mis sueños, ¡carajo!”
Yo Despierto llegó a casa poco después que Yo Dormido. Trató de estar lo más tranquilo posible pero sentía que Yo Dormido lo había traicionado y no podía estar en paz. Al otro día ni siquiera fue a trabajar. No sabía cómo funcionaba el mundo de quienes vivían dormidos y despiertos, ni sabía cómo era que nos habíamos separado, pero estaba decidido a no dejar que Yo Dormido siguiera de amante de Evangelina; en todo caso, él tomaría mi lugar y seguro ella ni lo notaría. Pero se presentaba un problema: no sabía cómo deshacerse de Yo Dormido puesto que no importaba que estuviera despierto, yo ya me había quedado fuera de sus sueños todo el tiempo: tenía que lograr que volviera a sus sueños pero, ¿cómo? Después de mucho pensarlo tuvo una idea que le pareció mejor: iría a buscar a Evangelina y se quedaría con ella sin importarle que llegara yo, Efe Dormido. Tal vez viéndolo despierto con ella, decidiría regresar a sus sueños y dejarlo por fin.
Se fue al departamento donde la había encontrado. En cuanto tocó, abrió Evangelina. En lugar de decir algo sonrió creyendo que ella lo reconocería pero sólo lo miraba esperando que hablara. Como no lo hacía, ella dijo:
—Buenos días. —Buenos —contestó borrando la sonrisa que le pareció ya inútil y boba. Entonces no sé por qué, tal vez porque le pareció la única arma para que ella no cerrara la puerta, dijo: —Le traigo una carta devuelta —ella se quedó mirándolo.
—¿Carta devuelta? ¿Quién es usted? —preguntó.
—Soy el encargado de entregar las cartas devueltas, trabajo en el correo.
Creo que fue obvia la mentira, pues todo el mundo sabe que las cartas devueltas las entrega un cartero común y corriente pero ella, de cualquier manera, no cerró la puerta enseguida y él aprovechó para sacar una carta de su bolsillo trasero, toda arrugada y ya abierta y ofrecérsela. Ella no tomó la carta pero abrió más la puerta y entonces él pudo verla mejor: esta Evangelina no tenía nada de letras de Sagrado Corazón escondidas ni nada de eso, esta Evangelina, en caso de que así se llamara, mas bien parecía tener una vida común y pensándolo bien, corriente: esta Evangelina parecía puta.
—Mira, no necesitas devolverme ninguna carta pues yo no envío cartas, lo único que necesitas para entrar es tener dinero —dijo.
Su brazo cayó con la carta entre los dedos y, casi sin darse cuenta, estaba entrando en su casa y en su vida. Ella cerró la puerta sin hacer ruido y caminó detrás de él. El departamento era pequeño, se veía ropa regada por todas partes y no parecía un lugar limpio.
—Evangelina —le dijo—, esta carta es tuya. Y la miró a los ojos.
—Bueno si quieres que sea Evangelina, soy; y si quieres que la carta sea mía, pues es. Peores cosas he sido —dijo con cierto aburrimiento.
Yo Despierto comenzó a explicarle cómo es que tenía su carta y le preguntó por el hombre a quien se las escribía. Ella lo miró primero con desconfianza, luego se rió mientras desocupaba la cama y después lo llevó de la mano hasta una silla.
—Me caes bien —dijo al tiempo que reía.
Esta Evangelina se reía de una manera tan soez que no le parecía posible que fuera quien él buscaba, pero definitivamente era ella. Lo sabía.
—¿Por qué niegas tus cartas, Evan? —le preguntó—. No tienes por qué avergonzarte de amar a alguien así. Esta vez ella se le acercó y le dijo:
—Tú estás loco en serio, ¿no? ¿Vas a pagar o qué? Porque aunque no lo creas, mi tiempo vale.
Después de oírle eso quedó convencido: esta Evangelina era nada más una puta que muy, pero muy probablemente, jamás había escrito una carta. Decidió no pagarle nada y ella decidió entonces que no podía quedarse. Él ya se iba, muy desilusionado pero pacífico, cuando tocaron a la puerta. Ya estaban cerca, cuando tocaron. Ella estaba descorriendo el cerrojo y él unos tres pasos detrás, preguntándose qué era esto que le estaba pasando. ¿Por qué se había robado esas cartas? Ella abrió la puerta y él vio claramente a Efe Dormido, es decir a mí, con unas flores en la mano, sonriendo.
A pesar de que estábamos tan cerca yo fingía no verlo. A decir verdad, ya ninguno de los dos lo veíamos, porque Evangelina, olvidada de él, me dejaba entrar: era como si no estuviera ahí. Y él notó claramente que ella volvía a tener las letras de Sagrado Corazón entre los dedos, y su bata ya no era para nada vulgar, pero también se dio cuenta de que él ya no estaba ahí; bueno, estaba pero no para nosotros pues pasamos junto a él y fuimos a sentarnos en unas sillas cerca de la mesa. La cama ahora estaba perfectamente arreglada y la casa limpia. La verdad le dio mucho coraje que Yo Dormido encontrara a la Evangelina que él no había podido encontrar. Se preguntaba, si éramos el mismo, ¿por qué sólo yo tenía ese privilegio? Eso estaba pensando cuando vio que nos besábamos. ¡Ah, malditos!, dijo en voz alta. Entonces se acercó furioso y levantando una silla la golpeó. A ella, por prestarse a esos sueños impúdicos que no le pertenecían. Ahora sí estaba presente, pues perfectamente podía golpearla. Yo Dormido vi todo sin entender nada, sin atinar a hacer algo; hasta que estuvo tirada en el suelo, sangrante y sin moverse, traté de detenerlo pero ya era tarde, ya estaba soltando la silla. Ahora, además de haber entrado en la vida de Evangelina, había provocado su muerte.
Y aquí fue donde tuve que hablarle a Efe Despierto. Nunca antes lo había hecho y sabía que no debía hacerlo, pero las cosas habían llegado demasiado lejos. En ese momento la rabia que sentía me impidió pensar en las consecuencias.
—Eres estúpido —le dije—, en vez de andar haciendo cosas sin sentido, debías haberte venido conmigo a soñar, pero no, tú muy con los pies en la tierra, ¿no? Y para acabar terminas a sillazos con nuestro sueño. Pobre pendejo —le dije con desprecio.
Fue todo. Lo dejé ahí con el cadáver de Evangelina, que volvía a ser la puta común y corriente con la bata vieja que él había conocido. Después de estar un rato mirándola también se fue. Cuando llegó a casa, yo, Efe Dormido, lo esperaba sentado en el sillón.
—No me queda otra más que tomar tu lugar, porque tú no sabes ni soñar, menos vas a poder salir de ésta —le dije enojado. —Además, dame las cartas de Evangelina, son mías. Tu Evangelina no sabía ni escribir, viejo.
Se veía confundido, triste. Me dio la carta de su bolsillo y, extrañamente dócil, fue a buscar las otras, que guardaba en un cajón.
Después de eso lo mandé a dormir y Yo Dormido me quedé despierto sentado en el sillón, esperando que vinieran a buscarnos. Ellos lo sabían todo, siempre lo sabían, pero yo podría salir de ésta si podía hacerles creer que Efe Dormido era Efe Despierto. Podría ser.
—Pueden llevarme a donde quieran, yo no he hecho nada—, dije después de haber estado callado un buen rato.
Ninguno de los hombres respondió. El de blanco me tomó del brazo y me llevó hacia la puerta, mientras él dormía en el sillón y empezaba a soñar.
|