Poesía, Lee Chang Dong y las nuevas caligrafías del cine coreano
Amanece en una provincia adormecida en la Corea del Sur de nuestros días. Una jovencita, de alrededor de catorce años, sube al borde de un puente carretero y se mata arrojándose al río. Al mismo tiempo, en el poblado más próximo, una mujer de casi setenta años, que vive acompañada de su nieto de quince, acude al médico por una dolencia menor y le diagnostican Alzheimer, en fase temprana. La anciana, de nombre Mija, se gana los días cuidando y aseando a un hombre mayor poco apto para valerse por sí mismo.
Casi al tiempo en que Mija decide inscribirse a un modesto taller comunitario para aprender a escribir poesía, descubre que su nieto ha participado, junto con cinco compañeros de clase, en violaciones sistemáticas a la alumna que terminó lanzándose a las aguas. Mientras el viento arrastra su capacidad para recordar detalles mínimos y las palabras más comunes, la posibilidad de escribir un poema se le revela como el último asidero de su memoria, una forma inédita de observar todo lo que creía conocido y el único sendero para comprender el horror mudo de lo que ha descubierto, emprendiendo así la salvación de su nieto. La escritura como traducción urgente de lo que irremediablemente se olvida. La escritura como exorcismo de lo que resiste y se entierra en el alma.
Hay que detenerse, primero, en el alivio que provoca una sensible y respetuosa traducción: Poesía (Shi, Corea del Sur, 2010), de Lee Chang-Dong, es presentada este mes en México como parte de la sección Trazos del primer Festival Internacional de Cine de la Universidad Nacional Autónoma de México (FICUNAM) sin ninguna alteración de su escueto, cristalino y sucinto título original, que resume y completa el resto del filme con la ajustada transparencia de un haiku.
No obstante, el quinto largometraje del filósofo devenido activista, luego dramaturgo, luego cineasta, está trazado con la fluidez narrativa de la escritura en prosa, reta los tópicos de estilo que nos sugeriría su título y se acerca sin artificios a ritmos y escenarios abiertamente realistas (el abuso sexual entre compañeros de clase, la discapacidad eréctil de un hombre mayor), o cotidianos hasta el desconcierto (un nieto que se indigna ante la obsoleta tecnología de su teléfono, la abuela que lo riñe por no levantar sus calcetines).
La capacidad de sugerencia, el bordado de sensaciones que evitan lo obvio y lo explícito, no brotan de imágenes poéticas ni de simbolismos, sino de un realismo delineado a pulso fino, a veces cercano a la parábola, otras al susurro. Los primeros minutos dan una pista velada de la forma en que podría leerse el relato: la palabra (el ideograma) “poesía” aparece sobreimpresa, como flotando, sobre el cadáver boca abajo de la niña ahogada.
Y es este hábil naturalismo de secuencias y personajes la apuesta de Chang-Dong para mantener al espectador a una distancia respetuosa y cálida, lo suficientemente cercana para intuir el dolor y el rumor de un oleaje trágico, lo suficientemente lejana para mantenernos conscientes de la forma y la precisión sosegada de elipsis e ideas, vertidas en el guión con el ritmo orgánico que tiene la respiración durante el sueño.
El ajustado matrimonio entre montaje y sobriedad actoral, el tierno encariñamiento del autor con sus criaturas, la suavidad casi silente de sus cuestionamientos éticos y provocaciones morales apenas dejan entrever a un cineasta en un dominio sereno y firme de su lenguaje: uno que muestra en vez de contar. La modestia estilística del conjunto puede incluso hacer pasar inadvertidos planos y composiciones de complejidades poco obvias donde la relación entre lo que sucede, lo que se dice y lo que sucede en el fondo requiere una atención cuidadosa.
No hay banda sonora alguna en Poesía, ni colores dominantes en la paleta fotográfica, tampoco primeros planos ni movimientos de cámara que rebasen el mínimo indispensable, pero tampoco ocasión para que el espectador repare en ello. El desarrollo dramático entero descansa en dos piernas: por un lado, en la portentosa y matizada interpretación de Yoon Jeong-Hee, ícono del cine coreano de los setenta, rescatada del retiro como Mija, en un papel de veracidad lacerante. Por el otro lado está la ya descrita naturaleza narrativa de su guión, escrito por el cineasta y premiado en su respectiva categoría en el Festival de Cannes 2010, donde Poesía compitió también por la Palma de Oro, obtenida finalmente por La Leyenda del Tío Boonmee (con quien también compartirá salas durante el FICUNAM).
***
Llegada a su quinto largometraje (aunque es el primero en exhibición mexicana), la obra en proceso de Lee Chang-Dong aparece como un sendero propio hecho de variaciones, recurrencias e inquietudes que se cuestionan y responden unas a otras como destellos brumosos de un lado a otro de su filmografía: la pérdida del hijo en Secret Sunshine (2007), el agrio proceso de la enfermedad en Oasis (2002) o el suicidio como detonante argumental en Peppermint Candy (2000) encuentran en Poesía correspondencias, acaso ecos, respuestas o preguntas formuladas en otro tono.
Tomada así, como obra integral, la de Chang-Dong parece hablar como una de las más sólidas y exportables dentro del cine surgido en Corea del Sur a partir de la segunda mitad de la década de 1990, y que permitió una amplia difusión occidental del trabajo de Kim Ki-Duk, Park Chan-Wook, Bong Joon-Ho, entre los más recurrentes, o de éxitos comerciales de género como Lazos de guerra (Kang Je-Gyu, 2004), My Sassy Girl (Kwak Jae-Young, 2001) o Todos los caminos llevan a casa (Lee Jeong-Hyang, 2002). Es la surcoreana la cinematografía de mayor vigor, estímulo y alcance estético dentro de las orientales contemporáneas, y Poesía, seguramente, uno de los resultados definitivos de este proceso.
|