¿Por qué tuvimos una revolución? Tal es la pregunta con la que el cineasta iraní Rafi Pitts culmina una lúcida carta dirigida el pasado 24 de diciembre de 2010 al presidente de Irán, Mahmoud Ahmadnejad, cuestionando la condena a seis años de prisión dictada cuatro días antes contra los cineastas Jafar Panahi (
El círculo) y Mohamad Rasoulof, por planear la realización de una película que constituía —según las autoridades— “propaganda contra la República Islámica”.
¿Por qué tuvimos una revolución?, quizá se pregunta en silencio el vigilante nocturno y cazador aficionado Ali, personaje principal de
The hunter, quinto largometraje de Rafi Pitts (Irán, 1967), que constituye al unísono una metáfora visual sobre la vigilancia y una reflexión poética sobre la venganza como posibilidad latente de fuga ante el silencio impuesto; una severa crítica a la revolución islámica, a treinta y dos años de su triunfo, desde la perspectiva de las víctimas colaterales; una historia marginal construida a partir de un sistema de marcos que la incluyen y la excluyen simultáneamente; una lúcida denuncia política desde la ficción que coincide, en lo esencial y lo temporal, con la posición del cineasta ante el injusto encarcelamiento de sus colegas, pertenecientes, como él, a una lúcida generación de realizadores iraníes que integra a figuras consagradas como Abbas Kiarostami (
El viento nos llevará, Copia fiel ), Majid Majidi (
El color del paraíso, Los niños del cielo) y Bahman Gobadi (
Las tortugas pueden volar, Los Gatos Persas), entre otros.
La historia, escrita y protagonizada por el mismo Pitts (el actor que de inicio haría el personaje llegó seis horas tarde el primer día de grabación y su lugar fue tomado por el director), narra un episodio en la vida de Ali, quien luego de abandonar la prisión trata de reintegrarse a la cotidianidad de la moderna Teherán, al lado de su bella esposa, Sara (Mitra Hajjar) y de su hija de seis años, Saba (Saba Yaghoobi), hasta que ambas son asesinadas: la primera en un fuego cruzado entre grupos rebeldes y la policía iraní; la segunda, en circunstancias desconocidas, dejando al ex convicto en calidad de rencorosa víctima de las circunstancias sociales, burocráticas, policiales e históricas de su país, lo que lo conduce a tomar venganza.
Sin caer en el terreno del panfleto, la película asume una posición política desde el inicio. Cual denuncia a media voz, la cámara recorre una imagen captada en 1980: a un año del triunfo de la revolución que culminó con el régimen del Sha Mohammad Reza Pahlevi, los miembros del Pasdarán (Ejército de los Guardianes de la Revolución Islámica) festejan a bordo de sus motocicletas a punto de avanzar sobre una bandera estadounidense pintada en el piso. La fotografía, captada por la cámara de Manoocher Deghati —tenso y violento símbolo a cuya vera iconográfica creció la generación de Pitts—, sirve como epílogo visual de la historia: la violencia latente en el Pasdarán es la que habita en Ali, furia concentrada a fuerza de someterse al silencio, al trabajo nocturno que le dificulta la convivencia con su familia, al sistema burocrático que lo obliga a horas de espera para que pueda obtener información sobre el paradero de su esposa y su hija. Pero la imagen también amedrenta: los defensores de la Revolución se han transformado en cuerpos policiacos que acechan al individuo en defensa del Estado, que amenazan y asesinan, que ejercen la violencia contra los civiles.
La pequeña y trágica historia de Ali no tiene cabida en el marco de la Gran Historia de la revolución triunfante, de la que en pantalla se tiene vaga noción sólo a partir de elementos sonoros: las palabras del Ayatola Jomeini emitidas por la radio del auto del protagonista: irónicas promesas de cambio, ruido de fondo que potencia la soledad del individuo.
Los diálogos son mínimos; buena parte son interrogatorios en los que la luminosa presencia de las autoridades contrasta en el plano-contraplano con los tonos pálidos de los ciudadanos víctimas, como el azul y el negro que envuelven el rostro de Ali cuando le informan de la muerte de su esposa. El peso narrativo está en el extraordinario trabajo histriónico de Pitts y en la no menos excelsa labor del cinefotógrafo Mohammad Davudi (
El color del paraíso, Baran, It’s winter), quien parece guiar todo el discurso visual de la cinta a partir de un doble encuadre. Si los límites de la cámara o la pantalla marcan una primera frontera de lo visible, Davudi recurre insistentemente a un doble encuadre delimitado por marcos de ventanas, pilares que sostienen autopistas, árboles, ramas, acantilados, elementos que en la composición visual reducen el campo de acción del personaje y resaltan su aislamiento.
El individuo se pierde en el paisaje urbano: Ali es un punto oscuro en la picada total que registra las escalinatas por las que asciende a su departamento, y que al llegar al mismo se transforma en una silueta, una sombra que atraviesa los rectángulos de concreto que saturan el encuadre. Ali es esa figura que se pierde en texturas visuales modernas y homogéneas como un lote de carros blancos o en deprimentes paisajes industriales neoexpresionistas. Es el ser que, comulgando con la modernidad, adquiere condición ontológica a partir de su dispositivo de movilidad urbana: un carro verde en el que transita por la capital iraní (color que, a decir del director, tiene un significado más personal que político: el renacimiento del individuo), el ser que una vez a pie casi se diluye en el paisaje nocturno. Ali es el ciudadano que en interiores —gracias a una magistral división lumínica del espacio— transita entre zonas luminosas por senderos de sombras.
Pero Ali es también cazador y su territorio es la naturaleza. De ahí que, una vez perpetrada la venganza (con notable evasión de la cámara subjetiva), el hombre emprenda la huida a la costa y posteriormente al bosque. Los motivos para asesinar a dos policías desde una colina cercana no son claros. El cine de Pitts genera preguntas, no ofrece respuestas. Una hipótesis: los policías son el dispositivo represor del Estado revolucionario, el mismo que por algún motivo encarceló a Ali y el que, luego de liberarlo, fue cercándolo sistemáticamente, potenciando su violencia en los laberintos burocráticos, provocando su reacción a partir de la ausencia de información clara sobre las violentas muertes de su esposa y su hija. Los policías uniformados representan ese sistema social contra el que Ali, en tanto individuo, se rebela, y al hacerlo revela su ser. Ali acecha, ataca y huye al único terreno en donde la vulnerabilidad hermana al cazador y la presa.
Así en la urbe como en el bosque, la cámara se mantiene a una distancia pertinente, se desplaza lentamente y utiliza las mismas estrategias para reducir al hombre a su insignificante papel en el paisaje. El bosque es la otra parte del laberinto urbano, la parte lúdica de la división espacial que en la urbe se pretende racional. Luego de cambiar de carro, Ali huye para volcarse en una curva. Sale del vehículo y se interna en el bosque en donde no tardará en ser aprehendido por un par de policías. Rodeados por una densa niebla, se extravían. El cazador capturado no habla, se deja guiar por los uniformados en el laberinto de árboles. Bajo la lluvia hay sitio para una última sorpresa: ante el mutismo de Ali un policía revela su inconformidad con su trabajo y al aceptarla se rebela contra su prepotente compañero, que es policía por vocación.
El cazador lo tiene en la mira, ha descubierto al hombre bajo el uniforme, un ser vulnerable al ansia de venganza. El final será un fortuito cambio de roles, la materialización de una fina estrategia en la que el cazador usa el vestuario de la presa no como camuflaje, sino como carnada, para morir abatido por las balas de una venganza ajena saliendo de una tarkovskiana cabaña (prestada en comodato a Lars von Trier para
El anticristo).
¿Por qué tuvimos una revolución?, pregunta Rafi Pitts a las autoridades revolucionarias de Irán, y es la misma interrogante que su personaje nunca hace en la película, pero que siempre flota alrededor de su silencio. Y en ese cuestionamiento, latente y constante como los sonidos que ambientan ciertas secuencias de la película, radica la subversión contra un régimen que pretende monopolizar la verdad. La explosiva estrategia de Ali es preguntar callando, la de Pitts es filmar preguntando. La respuesta, en todo caso, como ya lo había dicho Bob Dylan, está flotando en el viento.