El hombre que miraba pasar los trenes
extraña la noche trae memoria
nocturna locomotora
asume la condición descarrilada de hombre
que en la tranquilidad observa
como el viento viste la sombra
leve el cuerpo ardiendo
valdrá la pena —pregunta— valdrá la noche
se apaga la luz,
la última luz
se hace boca ahorcada la palabra
el garfio que es olvido
metal relamido
asume la caída
el hombre ladra desvalido
el lento irse del tren
y la muerte se cuelga
en la tiniebla de sus ropas mortecinas
¿A qué hora el tren?
¿A qué hora llega el tren?
Pregunta el niño
tomado de la mano de su madre.
No hay respuesta.
Sólo el cortante rayo del sol
sobre el rostro del pequeño
que sujeta la mano de su madre
mientras pregunta sobre la llegada
del ferrocarril.
Por momentos el infante suelta la mano,
ve a lo lejos una vieja locomotora que atrasa su llegada.
Escucho, dice a su madre, el canto mecánico del tren,
suena como una estampida de búfalos,
una manada de lobos hambrientos.
Es el tren, grita.
La madre vuelve a sujetar la mano del pequeño,
y agitada aprieta fuerte,
lastima al niño,
que no sabe que en esa vieja ciudad
las vías del tren no llegaron a acostarse,
y que a lo lejos lo que oye,
es el ruido del silencio.
Las preguntas del que mira tras la ventana
¿Existe el hombre tras la ventana?
¿Qué observa?
¿Cabría preguntar si acaso también existe la ventana?
¿Por qué hay una ventana y un hombre?
Seguramente esto se cuestiona el conductor del auto
que pasa por el edificio
a gran velocidad.
Tras la ventana alguien corre las cortinas,
la oscuridad disipa las dudas,
no hay dudas,
no hay hombre,
sólo la ventana ciega
y el ruido del vehículo
que se aleja por la carretera.
¿Existe el hombre dentro del auto?
¿A dónde va?
Encino 195
El recuerdo de la casa no es la casa.
Las imágenes que se suceden del patio,
De la sala o la cocina, no pueden ser la casa.
Los gritos sordos de mamá que llama a regañadientes
Es apenas una idea de la casa,
Papá leyendo el periódico recostado en la hamaca,
Vero haciendo la tarea en la mesa,
Mi hermano sentado en el sillón viendo la televisión
Van concretando más la ficción de la casa.
Al cerrar los ojos y contemplar cómo arde el recuerdo,
Cómo se apagan las luces y todo a oscuras,
Como fantasmas vienen hasta mí
Las voces amorosas,
La carroza tibia de la muerte.
Sé que ya no caben las preguntas
Y que aún ahora sigo habitando
La casa, aquella casa de Encino 195.
Un poco de luz para retratar a Ana Lee
Una mujer descansa sobre el sofá,
el hombre con la cámara pide que abran las cortinas,
quiere un poco de luz para retratarla.
Ella tiene sobre el regazo un cuervo y una carta,
en el suelo hay varias fotos y botellas desiertas,
alguien eructa desde la noche,
aliento alcohólico de Baltimore.
La luz no llega nunca.
Nunca más, para Ana Lee.
No más una doncella junto al mar,
ni la felicidad entre nubes.
Jamás brillará una estrella para ella.
Mientras en los ojos alcohólicos del poeta
Ana Lee descansa en su laberinto de musa.
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Carlos F. Ortiz. Su trabajo ha sido publicado en las antologías Ríos interiores, poetas de Guerrero (Ayuntamiento de Chilpancingo, 1999), Antología de poetas jóvenes (Conaculta, 1999), Poetas y narradores de la selva cafetalera (Fábrica de Letras, 2000), Más vale sollozar afilando la navaja (La Cuiria, 2004), Poetas jóvenes (Fondo Mexicano de Escritores, 2004) y 40 barcos de guerra (edición independiente, 2009). Es autor de los libros Sueños prosaicos (Universidad Autónoma de Guerrero, 2000) y Poebrio (La Tarántula Dormida, 2000). Ha publicado en las revistas Tierra Adentro, Mala Vida, Pasto Verde, Cuiria, Lenguaraz, Fronteras, entre otras. Ganó el Concurso Estatal de Poesía del estado de Guerrero 1999 y el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo 2009, entre otros. Es editor de la revisa Atrás de la raya que estoy escribiendo, de Chilpancingo, y coordinador del grupo cultural La Tarántula Dormida. Ha participado en diversos encuentros nacionales de poesía.
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