Doña Tomita entró por la puerta central de la iglesia, caminó hasta el altar, se arrodilló y persignó. Al ponerse de pie hizo una reverencia ante la cruz, le lastimó ver la figura de Cristo, pensó en su eterno dolor. Se sentó en la primera banca, rezó el rosario como lo había hecho los últimos quince años de su vida. Desde que quedó viuda la iglesia se convirtió en su segunda casa, empezó a organizarse con sus vecinas para vender fritangas los domingos y así recolectar fondos para las obras pías, después se adjudicó la limpieza del atrio, pasó a limpiar el interior de la iglesia, terminó siendo por un largo tiempo la encargada de la oficina, los trámites administrativos y las criptas del templo. En la escuela pastoral aprendió la palabra de Dios; su aplicación, sus conocimientos más los servicios a la capilla le otorgaron un lugar privilegiado ante el cura y ante la grey de su credo. Se sentía importante a partir de que fue ministra de la eucaristía; ella, que nunca fue a la escuela y aprendió a leer hasta los dieciocho años. El sentirse útil le ayudó a sobrellevar su luto, su soledad.
Al terminar de rezar el último misterio se santiguó y se encaminó a la oficina parroquial. Hacía dos semanas que tenía mucho frío, le punzaban las rodillas. Se sintió contenta de no tener que salir del templo, de no tener que rodearlo para llegar a la misma. Había notado desde hacía días que podía traspasar las paredes.
Sergio Martínez (Puebla, 1973). Ha publicado algunos cuentos en el suplemento cultural Guardagujas de La Jornada de Aguascalientes, y en la revista de literatura Tierra Baldía. Es colaborador del periódico La Jornada de Aguascalientes, donde semanalmente publica la columna deportiva “Tercer tiempo”.