Con los inventos y los avances del nuevo siglo, la esperanza de vida se superó por mucho. La gente vivía más de cien años. Había venerables ancianos de ciento cincuenta o más. El hombre más viejo del mundo registrado hasta ese entonces tenía nada menos que trescientos veinticinco años y ocho meses. Las familias, por esto mismo, se unieron de nuevo, dejando atrás el distanciamiento o el sufrimiento por la muerte familiar. Los niños tenían la oportunidad de conocer a sus abuelos, a sus bisabuelos, tatarabuelos y tátaratatarabuelos, y así, generación tras generación.
La Muerte, por otro lado, estaba furiosa. No había ya nadie a quien llevarse. Si de vez en cuando una gripe hacía su aparición, avivaba la esperanza de la huesuda, que pronto la veía morir con las vacunas y los antibióticos de nueva generación. Se cuestionaba continuamente su existencia en la tierra. Ya pocos la conocían, si no es que nadie, y mucho menos la respetaban.
Pasó mucho tiempo pensando, sola y amargada, un método para poblar de nuevo el infértil tártaro. De algo estaba segura: en las enfermedades ya no se podía confiar, ni en los accidentes, ni en las injusticias. Se atormentaba día y noche la pobre calaca. Necesitaba idear algo y rápido. Hasta que al fin lo logró:
Recordó que existía un mundo todavía puro, pero poderoso, lo suficiente para servir en su plan. La muerte penetró descaradamente en el mundo de las letras. Primero algo tímida y experimental, se acobijó en las palabras, en frases breves, sólo con el ánimo de herir, “porque a sangre entran las letras” decía para sí. Y entraron. Luego, con mayor malicia, comenzó a envenenar cada vez más terreno: acabó corrompiendo los verbos, hizo prepotentes los pronombres y se ensañó contra los adverbios, en especial contra “siempre” y “eternamente”; engordó de orgullo a los imperativos y colmó de males al inocente pluscuamperfecto del subjuntivo; pero su acto preferido fue sacarle filo a los adjetivos. Estaba hecho: la muerte era dueña de la tinta universal. La gente al poco tiempo comenzó a escribir cosas, unos contra otros. Se acusaban mutuamente, las vocales se enfrentaron contra las consonantes en batallas campales; la tilde, maligna, diferenció a los pueblos; la diéresis, cobarde, se rindió ante la despiadada sinalefa. Se leía odio en todas partes, se oraba sangre. Pero no fue suficiente, la Muerte quería más; cual parásito mudó de huésped, se replicó en la lengua. De un idioma se tradujo a otro. Se hinchó de poder y acabó intoxicando los fonemas, las sílabas y hasta los más íntimos modismos. No quedaba nada. La poesía fue la primera en morir.
Al poco tiempo, de la boca de las personas comenzó a salir pútrida bilis; los aguzados adjetivos guillotinaban el paladar, la garganta se desgarraba con cada sustantivo. La gente se ahogó en su propio veneno.
Era obvio, si se quería erradicar este mal habría que actuar de manera prudente, aunque esto los llevara a la condenación. Dejaron de hablar, de escribir, de escuchar. Así, no pasó mucho tiempo antes de que los sentidos se volvieran primitivos. La comunicación de señas fue olvidada y la gente empezó a morir de otro mal, aún peor: de soledad. Nadie quería compañía, temerosos de que ésta dejara salir alguna mortal palabra sobre ellos.
Las lenguas terminaron por ser un mito. A los escritores y periodistas los exterminaron mucho antes, los consideraron un cáncer, aunque a muchos de ellos las letras los mataron por sí mismas. Las ciencias eran pueriles anécdotas, habían desenlazado su mano de las letras tiempo atrás.
Ahora están todos condenados a la extinción. Y ella, la Muerte, obtuvo como siempre su monótona victoria. Se sigue buscando remedio, solución que ven por perdida, aunque muchos otros sólo esperan aletargados y ocultos la inevitable fatalidad, huyendo medrosos de la genocida prosa.
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