CRÓNICA/No. 175


 

Fuera de lugar



Jezreel Salazar

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS-UNAM



El portero se interpone entre los comensales y el restaurante. Supongo que el grupo de personas que está frente a mí espera que le preparen una mesa. Me adelanto y doy un par de pasos hacia el interior. Enseguida siento un jalón en el brazo:

—¿A dónde va?

—A cenar. Me están esperando.

—¿Tiene reservación?

—Está a nombre de Valeria Maldonado. Deben estar ya sentados.

—No, ese nombre no está en la lista.

—Pero si allá están, en aquella mesa. ¿Los ve? Vengo con ellos. Aquélla es Valeria. Hoy es su cumpleaños.

—Ah, ¿va a la mesa de las señoritas? Perdone.

Lo que era mirada despectiva se vuelve atónita incredulidad; bajo sus ojos me siento como si fuese un ser sideral intentando pasar desapercibido en medio de un tumulto de terrícolas. Ya sentado en la mesa, me observo detenidamente y comprendo que lo soy, que no pertenezco. Valeria, joven actriz que busca ingresar al mundo del cine y la televisión mexicanos, está vestida como si estuviese en un elegante restaurante de Nueva York, mientras que yo visto con mezclilla y camisa de manga corta, la cual, para colmo, lleva un slogan político:

                               Soy un marxista de la tendencia de Groucho

Si mi vestimenta está cargada de ideología, la de Valeria y sus amigas es una argumentación a favor del voyeurismo y la elocuencia corporal: blusas ceñidas, escotadas o semitransparentes, peinados trepidantes, faldas que parecen cinturones no demasiado anchos ni estrictos. Los hombres que se encuentran en el lugar visten con camisas brillosas y pantalones excesivamente planchados, muchos llevan corbata y suéter de casimir o chaqueta de cuero. Otros llevan un atuendo más desparpajado: rudos o hipsters, todos tienen ese aire que da lo artificioso, la constatación de que toda rebeldía puede ser domada. El universo de la socialité condechi en pleno.

Me encuentro en Le 7 (Le Sette), restaurante ubicado en Campeche 367, entre Ensenada y Cholula —en donde antes se hallaba el Asia de Cuba—. El lugar es de los hermanos Alejandro y Gonzalo García Vivanco, dos jóvenes actores que decidieron incursionar en los negocios al inaugurar este espacio. Lo anuncian como un “Bar Lounge & Resto Dance”, lo que equivale a decir que a cierta hora de la noche, el restaurante se vuelve antro. Uno de ellos se halla en mi mesa. Debe acercarse a la puerta para dar la orden de que dejen pasar a dos amigos de Valeria que vienen con tenis. “No acostumbramos dejar entrar con ropa deportiva”, me dice cuando vuelve con los osados asistentes.

Otros no han tenido nuestra suerte. Grupos de jóvenes se hallan en la puerta esperando que les asignen mesa. Desde afuera no es claro ver qué tan lleno está el lugar. Adentro, me percato de que hay al menos doce mesas vacías. La queja es recurrente: en este lugar no se respetan las reservaciones, a menos que llegues en Audi y parezcas estrella de Hollywood.

05-salazar.jpg—Así de simple, aunque reserves con anticipación y confirmes antes, llegas al lugar y te dicen que no está tu nombre en la lista... Somos quince personas y no nos dejan pasar... Tampoco quieren devolvernos el dinero del valet... La delegación les debería quitar los permisos —afirma un muchacho de veinticinco años que no aparenta tener poco dinero.

No obstante, en lugar de multas o clausuras, el efecto que tiene este ejercicio de discriminación es el prestigio. Entre más difícil sea ingresar a un bar, resulta que se vuelve más solicitado, como si lo que nos rechaza fuese digno de elogio. Observo a quien me permitió la entrada y me sorprende lo adusto de su rostro, así como la confianza que tiene en su pequeño poder. El gerente (cuya actividad consiste en ser simple portero) no sólo elige quienes “deben” entrar y quienes no, sino que lo hace sin vergüenza alguna. Esto me dice:

—Debemos cuidar el ambiente del lugar, por eso no podemos dejar entrar a todos los asistentes. Por ejemplo, esta chava y su novio (señala a una pareja que está a dos metros de nosotros) nunca van a entrar. Ni soñando.

Su objetividad moral —que por supuesto no me parece envidiable— se halla más allá de los derechos fundamentales o de la ley. Aquí, como en muchos ámbitos del país, imperan otras normas. Escucho sus palabras y, más que indignación, me provocan, sorpresivamente, un poco de risa mezclada con malestar. Hay un absurdo en la situación que ni el portero ni los asistentes logran desmontar. Me doy cuenta de que estoy frente a un malentendido insano: en México decimos que algo es exclusivo cuando en realidad significa que establece algún tipo de exclusión. Otorgamos un halo de distinción a lo que marca una línea entre nosotros y el resto. Incluso los que se han quedado fuera refrendan el mecanismo discriminador:

—A nosotros nos pasó lo mismo, teníamos reservación, pero también nos impidieron la entrada. Lo peor es que ni siquiera somos feos ni nacos para que nos hayan negado el acceso.

La ciudad está repleta de escenarios donde las demarcaciones de clase y apariencia son alertas constantes en contra de los otros. Ya sea el metro o el spa de moda, los espacios están construidos en torno a diferencias sustanciales que hacen notar la estatura o el tono de la piel. No hemos dejado atrás la sociedad de castas; acaso, después de varios siglos, sólo la hemos modernizado. Y de qué modos. Le 7 está plagado de señores con trajes negros y gafas oscuras; nunca había visto tantos guardaespaldas en un mismo lugar. No necesitan intentar pasar desapercibidos: sus patrones están acostumbrados a evitarlos con la mirada; en realidad, nadie aquí parece observarlos. Son sombras a las que les hemos perdido la pista, fantasmas de un miedo colectivo.

Vuelvo a la mesa y ya estamos en los aperitivos. Valeria ha ordenado un martini de cereza, mientras que su mejor amiga, la actriz Karla Olivares, ha pedido un perla negra. Además de una cerveza, ordeno una ensalada que rebasa los doscientos pesos, pero promete una interesante mezcla. Me decepciona al llegar: apenas dos hojas de lechuga con aceitunas, queso de cabra, una rodaja de cebolla y varios aceites y condimentos, eso sí, esparcidos como si se tratara de una pintura de arte abstracto. No sé qué me dejará más satisfecho: si comérmela en dos bocados o contemplarla sin parar en búsqueda del trance estético. La situación, por supuesto, expresa un segundo malentendido: tenemos la idea de que la elegancia tiene que ver con restricciones y proporciones limitadas. Como si la carencia fuese virtud. A pesar de los constantes racionamientos, en Cuba he comido mejor que en este restaurante que parece ofrecer platos para etíopes o para enanos. El mundo como sustracción.

El eclecticismo gastronómico (acá se fusiona cocina mexicana con recetas francesas y productos japoneses) también es parte del ambiente posmoderno del lugar. El dj me dice que lo suyo es generar una atmósfera sin-fronteras en el lugar. Lo que escucho es todo menos cosmopolita: éxitos de las últimas tres décadas del pop estadounidense, un poco de house, reggae y mucho techno. En términos arquitectónicos ocurre algo similar. El anhelo de este tipo de espacios es generar un mood equivalente al que uno podría vivir en alguna de las ciudades más preciadas del mundo: Londres, París, San Francisco. Los terminados de vidrio con restos de arquitectura francesa, así como el diseño de las escaleras y las luces que hunden el lugar en una semioscuridad envolvente buscan eliminar toda seña de localismo: “no estamos en México”, parecieran decirnos los cubiertos y las ventanas, que impiden una vista directa hacia el exterior. Se trata de una burbuja que permite escapar del horror cotidiano, la búsqueda de un no-lugar. ¿Ocurre en verdad? Valeria, con otro martini en la mano, confirma las aspiraciones del sitio: “¿A poco no éste es el lugar perfecto para olvidarse del mundo?” Le da un beso al muchacho que está a su lado y afirma: “La realidad se derrumba mientras nosotros nos enamoramos.”

06-chan.jpgEn la mesa está sentado un director de cine, cuyo humor es de los pocos resquicios de felicidad que observo entre tantas chicas-plástico y jóvenes de gimnasio. Al reconocerlo, un actor venido a menos se acerca, ya en estado de ebriedad. Platican algunos minutos y luego se despiden. El director nos cuenta que desde que se separó de su ex mujer, el susodicho actor vive con sus suegros, y ya casi no lo llaman para actuar pues se alcoholiza entre un ensayo y otro, carga la cuenta del bar a la producción de la película en turno y siempre anda detrás de sus coprotagonistas. “Actualmente actúa en películas soft-core y dice que es socio de aquí, pero yo no le creo”, concluye el director.

Volteo a mirar el techo y me sorprende ver que es de vidrio, de modo que el segundo piso se trasparenta sin tapujo alguno. Más que liberalización de las costumbres, interpreto el detalle como un síntoma de nuestra cultura intrusiva que no sabe distinguir entre lo público y lo privado. He ahí nuestro tercer malentendido cultural a la hora de la fiesta: el culto acrítico al morbo. Este techo se encuentra diseñado para alimentar los impulsos lúbricos y las cuentas millonarias de Victoria’s Secret, pues cada chica ha elegido no sólo la tanga precisa, sino también las fantasías que ella protagonizará en las mentes de sus deseados voyeurs.

Decido ir al baño, que se encuentra en el segundo piso, con la conciencia clara de que no dediqué el tiempo suficiente a elegir mi indumentaria; sabiéndome habitante de un país que aquí se denomina “fracaso”, no tuve en mente la finalidad de ser visto, el objetivo —aquí generalizado— de “buscar atención”. Avergonzado por ello, al subir los escalones me sorprende una luz que me ciega y apunta directamente a los ojos. La descifro al llegar al final de la escalinata: hay una cámara lista para filmar a cualquier luminaria televisiva o chico del jet-set que llegue al establecimiento. Por supuesto, no soy esto último, y la apagan enseguida. En cuanto salgo de cuadro, vuelven a encenderla. Descubro que los paparazzi no sólo existen en las películas. También entiendo el malestar que provocan: se interponen entre el yo y la realidad, entre el ego y sus deseos mundanos.

Me apresuro a llegar al baño y hago lo propio. Me siento liberado. Por fin un paréntesis entre tanta vacuidad. Al salir del sanitario me encuentro con otra forma del servilismo contemporáneo: un hombre me pone jabón en las manos y me abre la llave del grifo, como si la inutilidad propia fuese una virtud. “¿Eso haces toda la noche?”, le pregunto. “Sí, claro, con gusto”, me responde. Su rostro dice, por supuesto, lo contrario.

—¿Cómo te llamas?

—Prefiero no decírselo, señor.

Me sorprende la respuesta, pero me provoca una sonrisa. Por fin encuentro un rasgo de dignidad en medio de esta parafernalia de la simulación, el ambiente wannabe y el permanente disfraz. Me pasa por la cabeza que la humillación todavía es capaz de generar vergüenza, y así me queda claro el cuarto y último de nuestros malentendidos sociales: lo que supuestamente otorga clase responde siempre a disvalores (la exclusión, la pedantería, la humillación del otro). Entre cuerpos que se mueven al ritmo de compases vueltos cliché, bajo las escaleras y decido irme. Pago con tarjeta pues no me alcanza el efectivo para cubrir mi cuenta. Cuando llega el mesero con el voucher, me hace la broma que seguro le repite a toda su afamada clientela: “¿Me da su autógrafo?” “Con gusto”, le respondo, y firmo con un nombre que no me pertenece.

 


Jezreel Salazar (Ciudad de México, 1976). Ensayista y cronista. Su libro La ciudad como texto obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes. Mantiene el blog http://jezsalazar.blogspot.com y la cuenta de Twitter @jezsalazar.