Hay lecturas liberadoras que suceden, en primera instancia, de manera visceral. Y luego: catastróficamente. La hediondez de Marcelo Mellado produce de esos efectos, incontrolados e incorregibles: una liberación y una destrucción, y/o viceversa. Su novela nos sabotea, plantea y abre una crisis, una grieta enorme en el sistema-mundo de lo literario, con sus negociuchos y transacciones de discursos huecos y afanes parasitarios de poder. El sistemita literario, el campito cultural, se vuelve el espacio-límite desde donde husmear la putrefacción que invade todo lo social.
Mellado escribe sobre y desde la provincia chilena, la tematiza, la llena de sus personajes, sobre todo deja que hablen los miles de lenguajes de la politiquería y del culturalismo cotidianos y que ellos, tan sólo ejerciéndose y encimándose, invadan —y construyan al invadir— el muy poco entero mundo ficcional: su realidad. Es un territorio poblado de funcionarios, subfuncionarios y operadores culturales; poetas esbirros y masones, performanceros acarreados y acaparadores de eventos; oficialismo y surfismo cultural, aparataje institucional y colectivos de autonomías desesperadas; oposiciones menores y violencias imbéciles: todo improbable y más que real. Porque la provincia de La hediondez no representa ningún atraso fronterizo: es el margen, el litoral que absorbe y lleva al extremo lo inmundo que pretende ocultarse —y lo hace muy mal— tras las pantallas neoliberales de la modernización forzada: es la imagen furente de un submundo que nos habita y que constantemente reproducimos. Así que por la grieta que abre Mellado nos caemos todos y nos precipitamos nada impunemente hasta el fondo de la biblioteca municipal de San Antonio, Chile. Aquí se inicia la narración paroxística de la novela, mezclando una trama policial con sus desbordes picarescos: la pestilente decadencia de la biblioteca, carcomida por las ratas e infestada por el contiguo Centro de Recuperación de Animales Exóticos, es el “eje catapultador de proyectos políticos” de renovación o restauración monopolística. Dos bandos contenderán por el territorio narrativo y político-bibliotecario: el capitaneado por el Poetiso Caldera, hegémone (neo)fascista postdictatorial, y el gremio de poetas autonomistas guiados por Prudencio Aguilar, veterano de la resistencia al “gobiernismo democratoide”. Todo empieza y acaba en farsa terrible, con un tanto de espionaje, secuestros y tentativas de homicidio y una capacidad hilarante de entretejer intrigas a través de una voz narrativa ventrílocua.
El proyecto de Marcelo Mellado pertenece, con plenos derechos, y conquistados en el campo de batalla, a esa literatura “feroz” que imaginaba Flaubert cuando se propuso no terminar nunca Bouvard y Pécuchet, así como su diccionario de la idiotez proliferante. Un Flaubert enjuagado, sin embargo, en el realismo grotesco de la más pura tradición carnavalesca —es decir, que la escritura de Mellado chapotea en lo más impuro y desenmascara la pretensión de que exista algo como lo puro—. Y así no encontraremos, nunca, ningún mot juste, sino un caos aparente de palabras injustas y su desemboque, su desajuste delirante (el delirio como efecto trastocado de la idiotez). En La hediondez todo es injusto, el estilismo estalla y destruye toda ética de la Forma —para desdibujar la risa, ésta sí: ética—. Política. Un ejercicio ético-político de la risa —visceral— que hace estallar la forma literaria, la sabotea “sapientemente” —hay sabiduría en la auténtica escritura cómica: al leer a Mellado, uno lo piensa: este autor no es un intelectual (no sólo, al menos, porque también demuestra serlo), es un sabio—. La sabiduría, tradicionalmente, es un saber y una capacidad práctica: es saber hacer las cosas para bien. Y lo que Mellado sabe hacer, como muy pocos en la literatura contemporánea, su gran sabiduría, es manosear todo lo malo, todo lo podrido, pero principalmente hacerlo parlotear con sus propios tentáculos vacíos y peligrosos, con sus fórmulas aptas para Todo, totalitarias e impersonales, y luego: hacerlo incluyéndonos, atacándonos, pero también incluyéndose, manchándose. De allí la dispersión liberatoria de su lectura, y luego su lado catastrófico, pues más allá de la risa nos espera el espanto. Los personajes hablan el habla de nadie del lugar común, la novela hace explotar los formularios sociales y grupales que demasiadas veces nos dominan y son recubiertos —vaciados y como independizados— por nuestras prácticas sociales y sus deformaciones. Así que el espanto es, en parte, por identificación: nadie está a salvo de la idiotez, sus lenguajes heterogéneos proliferan y, catastróficamente, nosotros nos volvemos nuestra jerga exclusiva y excluyente: hasta la violencia de lo cotidiano, la mezquindad parasitaria del campo cultural, la repartición de espacitos de influencia, la dependencia de los “poderes fácticos”, como los llama repetidamente Mellado.
En una carta, Flaubert le contaba a Louis Bouilhet de su obsesión por escuchar charlas cotidianas. Refiriéndose a dos cazadores que se encuentra durante un paseo en bote escribe: “¡Me ponían enfermo! Volvía continuamente a acercármeles, presa de ese instinto depravado que a veces nos hace meter la nariz bajo las sábanas para olfatear el olor de un pedo.” Allí está la hediondez, pero con cuidado: lo que Mellado y Flaubert nos dicen es que tampoco el escritor está exento de la bêtise del lugar común: todos producimos pedos, y todos los olfateamos. Los cuerpos del realismo grotesco, sus excrecencias textuales, son fagocitadores: Bouvard y Pécuchet c’est nous. Es así como nos libera catastróficamente la novela de Mellado: quien cree poder reír a la distancia, no se acerque a esta novela. Antes de sentirnos a salvo de los Poetisos Calderas, antes de simpatizar y distanciarnos de los Prudencios Aguilares, hay que comprometerse en la radicalidad de la crítica a nuestros lenguajes y nuestros hábitos sociales. La sabiduría ético-política de Mellado es la praxis de una crítica cómica permanente a la banalidad del mal que nos acecha y constituye. No por nada, Borges escribió una vez que el último Flaubert mira ya hacia las parábolas de Kafka. Y cuando luego leo la última columna de Mellado en la revista The Clinic, titulada “Bouvard y Pécuchet en San Antonio”, me doy cuenta de que no sólo el autor me adelantó en lo último que escribí sino, sobre todo, que los muchos Calderas que he imaginado y reconocido aquí a mi lado, en México D.F., o allá en Italia, también podrían leer la novela de Mellado, y quizás, con el mismo cinismo imbécil de los “originales” de San Antonio, modelos “reales” de la novela, reforzar reactivamente sus papeles sociales: así como según Goya el sueño de la razón produce monstruos, las construcciones de la ficción producen criminales. Por suerte o por desgracia, La hediondez salió por Alquimia, una editorial chilena independiente, y es más que seguro que por un tiempo no se distribuirá fuera de su país. Sin embargo, está en todos lados, diferente y reiterada. No hay límite al desborde grotesco: La hediondez es un informe documental, nuestra llamada “realidad” es una gran novela cómica.
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