1.
—¡Leo!
Se apura.
—¡Leonardo Masón!
—¿Quién pregunta?
—Felipe, de la Sicaría.
—¿Lo mismo?
—Sí.
El hombre enjuto que es Felipe Gamboa extiende el cuchillo. Detrás de la portezuela, en la sala donde queda la cocinilla, junto al tarro de las galletas, la variedad de lápices que Masón irá extrayendo, ida y vuelta, ida y vuelta, del comedor a la sala, hasta terminar el dibujo sobre el mango del cuchillo.
El primer punto es de un determinado color; el segundo punto, de un color distinto, mas, todavía un punto, le sigue, formando una línea. Leo afirma:
—Esto es el sol.
Felipe Gamboa, de animalesca y tierna mirada, inquiere, con el sigilo de los psicópatas, que cómo. Responde:
—No tiene color, se presenta como un color. Si está en una línea, va ocupando la misma posición, victoria por victoria. Y es el rostro de la persona que matarás.
2.
“El sol” se llama Santiago. No conozco el apellido pero sí su paradero. Puedo asociar la preferencia de que sus amigos le digan Santi a que, justo antes de abandonar el edificio, suba al segundo piso (donde hay un bar), luego al tercero (donde han instalado recientemente un salón de pool), a continuación descienda al sótano (para despedirse de la bibliotecaria), y sólo una vez realizado este ritual se largue de casa: superstición. Entre el saludo que le extiendo en la esquina y la estocada que delineo en su estómago, provoca, sin aviso de mis intenciones, el siguiente diálogo:
—Usted está planteando un cometido imposible.
—¿De qué habla?
—Verá, me sucede comúnmente que al pensar en la tarea que debo realizar cada día, una tarea completamente simple, como llenar la taza con café o pagar las cuentas, algo falla, un detalle, también, mínimo, y finalmente no sucede. Y sin embargo, sé que todas las probabilidades están con la realización de ese pequeño objetivo. Lo que usted pretende, por otro lado, eso que ahora se figura tan sencillo, a mí me parece que no lo puede realizar.
—¡Obsérveme!
Por supuesto, le he enterrado el filo hasta el fondo, y, sin ningún atisbo de duda, gemidos y tiritones han precedido a su muerte. Luego, he pensado que tal vez la herida estuviera en el pecho y no en el estómago. Finalmente me he desmayado.
3.
El hospital queda al lado del cementerio. Si bien los tres hombres procuran un viaje repleto de amabilidades (una taza de café, un plato de sopa de tomate caliente), las vendas en mi rostro seguirán ahí, han dicho, hasta que decidamos regresar. Mientras miramos la tele en la limusina, uno de ellos objeta: “Experimento la incomodidad del efectismo.”
Mi tumba es de un cemento poroso y sólido como una página en blanco en un poemario artesanal. He llorado hasta caerme frente a mi epitafio. Después de la hora o la hora y media, el tercero de los hombres se me acerca, me da unas palmadas en la espalda y sugiere que ya es el momento.
—Traigan un espejo.
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Manuel Pérez (Santiago, 1986). Escritor, músico, dibujante. Ha publicado Cerdo en una jaula con antibióticos (2003), Mutación y registro (Frasis, 2007), Diagonales (Cuarto Propio, 2009), Lanzamiento (Cizarra Cartonera, 2010), Cronoguerrillas (La Faunita, 2011), Lados C (Libros del Perro Negro, 2012), y aparecido en las antologías Hemiparesias (Visceralia, 2006) y Voces –30. Nueva narrativa chilena (E-Books Patagonia, 2011).
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