Lo principal es que nada es seguro al hablar de literatura chilena.
Soy el compilador de esta antología por cosas del azar, pero al hablar de literatura chilena me puedo permitir cierta libertad y pasar de un lado a otro en, al menos, dos perspectivas más: la de escritor y la de editor. Sumado al proyecto personal que es siempre la escritura literaria, he editado narrativa chilena desde el año 2008. Primero en la desaparecida revista Contrafuerte. Luego vendrían proyectos de difusión en México y, más tarde, y hasta el día de hoy, el trabajo en la colección de narrativa de la editorial independiente Alquimia. El elemento que reúne todas estas ópticas es la lectura. Me gustaría ser el lector de mis predecesores directos más que de mis contemporáneos, salvo algunas excepciones.
Desde el punto de vista del escritor, lo que se suele buscar en este oficio son predecesores, libros hechos por escritores con los que se pueda generar distancia o cercanía. Esos dos movimientos son siempre una forma de delinearse a uno mismo. Las tradiciones chilenas más valiosas, casi siempre fuera de los programas escolares —y hasta académicos—, se solían y se suelen buscar hasta hoy fuera de las instituciones. A diferencia del caso mexicano, sin grandes auspiciadores, intelectuales acomodados con vivienda en Chimalistac o sistemas de financiamientos continuos para creación, la escritura chilena presume una bastardía interesante, una bastardía que, dependiendo de la lectura, la llena de vitalismo o miseria, o las dos cosas a la vez. Los padres a matar casi siempre están en la poesía. Colosos como Parra, Enrique Lihn o Gonzalo Millán, por no nombrar a los nobeles anteriores, dan cuenta de aquel lastre enriquecedor que la poesía olvida o retoma en sus reescrituras. El ejercicio narrativo goza de algo así como un desfile de padres ausentes que en las últimas dos décadas, quizá, ha venido a ocupar, en cierta medida, un escritor como Germán Marín. Su proyecto, bastante ambicioso, balzaciano, farragoso y total, ha sido batirse a duelo con esa novela sobre la dictadura que, se dice, aún no se ha escrito —y no se escribirá— en Chile. Con sus trilogías Historia de una absolución familiar y Un animal mudo levanta la vista, Marín podría haber ocupado el lugar del árbol genealógico que me pedían los editores de esta antología. Que no esté no es casual ni una falta.
Durante el proceso imaginario que en Chile se ha llamado “transición a la democracia” y que abarcó los cuatro gobiernos entre la salida de Pinochet y el comienzo del gobierno de derecha de Sebastián Piñera, la narrativa chilena ha corrido la mayor parte de las veces subterráneamente, por caminos de sistematización y de asistematización. Un ejemplo del primer movimiento, y en términos editoriales, bien puede ser el fenómeno Biblioteca del Sur, de editorial Planeta, una transnacional que mediante el trabajo de Carlos Orellana y Jaime Collyer editó la supuesta narrativa de la supuesta vuelta a la democracia. El catálogo reunía perfiles absolutamente distintos en los que se iba de Alberto Fuguet a Castellano Girón, de Adolfo Couve a Sergio Gómez o de Germán Marín a Diamela Eltit. De entre todo este licuado hecho una montaña rusa de puntos altos y bajos, surgió ese nombre extraño de “Nueva narrativa chilena” que en realidad se repite con el mal aliento de una cebolla desde la generación del cincuenta. Lo de nuevo, o nunca lo entendí muy bien, o puntualizaba su núcleo en lo novedoso por sobre el gentilicio. Lo cierto es que las librerías de viejo —siempre pocas en Santiago— tienen un alto número de saldos de esta colección. Se suelen ver tirados entre muchos otros libros. Esta colección, que se inicia en 1989 y que cae dentro de los juegos caníbales de editoriales que se fusionan y se comen entre sí, tendría su continuidad con la curatoría que Germán Marín realizara en la colección Transversal de otra transnacional: Sudamericana (y luego en Random House). En esta colección curada por Marín encontramos libros de dos participantes de esta antología: Cynthia Rimsky y su Poste restante y Marcelo Mellado con La provincia. Ninguno de ellos volvió a publicar para esa colección ni para esa editorial. Más allá del eterno perfil cortoplacista de la cultura chilena —sobre todo la ultramercantilizada que se instala desde la dictadura en adelante—, a mí me da la impresión de que Marín pretendió potenciar su propia narrativa —hasta el día de hoy lectura sólo de especializados— en el ejercicio editorial. Los proyectos de Mellado o Cynthia Rimsky, por ejemplo, parecían ya augurados o elaborados en ciertas zonas de sus largas novelas: las novelas de un exiliado que reconstruye la historia borrosa del Chile de siglo XX, ni más ni menos. Cierto humor popular y farragosidad pompieriana en Mellado, ciertos modos del fragmento escrito en viaje por Rimsky.
Vale decir que casos como los de Rimsky, Mellado o Yuri Pérez demuestran cómo la compartimentación etaria se vuelve, al igual que el concepto de “nuevo”, más inútil cada vez en sus intentos de sistematizar movimientos que la academia demora algo así como década y media en reconocer o glosar. Los reto a buscar más de una crítica académica inteligente a los libros de estos autores. Mi impresión es que en la escritura y en su actitud de representación del mundo, Mellado, Rimsky y Yuri son, incluso, más jóvenes que los jóvenes antologados acá. Eso, siempre y cuando seamos tan ingenuos para pensar que la juventud supone hoy algo así como el ímpetu de las vanguardias. Nada más lejano. Como escribía Bolaño por ahí, los jóvenes “escritores ahora buscan el reconocimiento, pero no el reconocimiento de sus pares sino el reconocimiento de lo que se suele llamar ‘instancias políticas’, los detentadores del poder, sea éste del signo que sea (¡a los jóvenes escritores les da lo mismo!), y, a través de éste, el reconocimiento del público, es decir la venta de libros, que hace felices a las editoriales”. Y todos sabemos —y en México sí que son unos sabios en esto— que la ruptura no vende. Si ruptura se asocia a juventud, pues el criterio etario se despeña junto con la categoría de “nuevo”. Allá van rodando, y la academia lo ve como por un telescopio en otra galaxia, con unos diez o quince años de desfase. Qué le vamos a hacer, son los efectos de la luz. Baste decir que la última vez que vi a Mellado, hostigaba al guardia del Museo Naval en Valparaíso hasta el hartazgo, hasta acorralarlo en un encanto que lo volvía, sin querer, un informante para su nueva novela La batalla de Placilla; a Yuri Pérez lo vi vendiendo libros de su editorial independiente en la calle y a Cynthia Rimsky, en el aeropuerto del D.F., después de presentar Ramal por el FCE. Y sí, el libro fue presentado bajo ese sello, pero Cynthia, con la tónica de todos sus libros de viajes y sus crónicas, no cargaba otra cosa que una mochila. Esa mochila pesaba menos de diez kilos. En ese peso cabía toda su vida. Y así cruzaba todo un hemisferio.
Alejandro Zambra decía de Informe Tapia, la novela nuclear de Marcelo Mellado, que la transición a la democracia había comenzado con La negra Ester (una obra teatral de bastante fama que mediante la cultura popular integra drama y música) y había terminado con el Informe Tapia: la novela que parodiaba la jerga funcionaril creada por esa nueva clase social que fue la Concertación de Partidos por la Democracia, triunfadora en el No que haría salir a Pinochet del gobierno, aunque nunca tanto. Como dice Rodrigo Pinto, Mellado es “un marginal que no sólo está consciente de serlo, sino que usa además la marginalidad como estrategia discursiva para dirigir, desde ahí, un ataque en forma a una cierta idea de país anclada en el sentido común. Bajo la mirada áspera y corrosiva de Mellado, esa idea parece disolverse en un amasijo de urbanismo derruido, tribus inmisericordes en sus enfrentamientos, ejércitos de burócratas que trabajan para sí mismos y ambientes degradados donde campean el vino malo, los orines y los hedores de la descomposición del paisaje citadino”. Se podría decir que en el proyecto de Mellado se revelan satíricamente miserias capitalistas que en proyectos como el de Fuguet parecían bastante más atractivas: hay un abismo entre la miseria de un cocainómano que se mira en el espejo de un aeropuerto —qué caro es usar un baño al otro lado de la aduana— y un funcionario provinciano que despotrica contra los grupos de operadores políticos, los poetas gremiales y la fauna rasca de la literatura chilena que, en palabras de Álvaro Bisama, “está obsesionada en la fantasía global o marginal de su propia felicitación”. Mellado se fija precisamente en los lugares que nadie se fija: un puerto infecto —donde también ha llegado a vivir—, gremios poéticos miserables, amigos del arte pobre, operadores políticos que buscan algún nicho en la burocracia cultural. En ese ejercicio no sólo ridiculiza las pretensiones gobalizadas de la ínsula chilena, también se burla del lenguaje teórico, académico y social que validó las políticas culturales de la “transición”. Esas horribles palabras esdrújulas de la teoría —a lo Nelly Richard, Escena de Avanzada y los intelectuales de centro izquierda concertacionista— significan cosas diametralmente opuestas en boca de una becaria Guggenheim que en los funcionarios pobres de la provincia melladiana. Desde este punto de vista, la escritura de Mellado es una respuesta y un bombazo a la tradición elaborada por Diamela Eltit, esa escritura que bajo la dictadura buscó formas ultracodificadas del decir para representar una realidad asfixiante, formas muy necesarias que ya no lo eran tanto al estabilizarse y convertirse en norma durante el proceso de aquella “transición democrática” repleta de informes y proyectos culturales y educacionales chantas.
Muchos de los proyectos más interesantes, hoy, siguen una actitud que también ha tenido Mellado: la publicación en editoriales independientes. La mayor parte de los antologados han pasado en algún momento por ahí. Tras ese gesto se esconde algo central en la narrativa chilena actual, las representaciones más interesantes no están legitimadas por editoriales transnacionales, en estas últimas encontrarán Isabeles Allendes, Robertos Ampueros, Riveras Letelieres y una larga fauna de exponentes que no me extenderé en nombrar.
Entre los nacidos entre los setenta y los noventa, creo ver una marca que no tiene nada que ver con la insistencia académica de la división generacional. Esa marca, el mayor valor, pienso, es la multiplicidad de discursos y formas con que se ha respondido a las resacas de la neoliberalización extrema que ha sufrido Chile en los últimos veinte años. Bisama escribe sobre la juventud abandonada de Valparaíso y la avidez de mitos que ese mismo abandono produce como saber pobre y sin salida en una prosa que tartamudea y se engulle a sí misma recordando filiaciones tan importantes como las de Manuel Rojas o Gómez Morel. Cristóbal Gaete que, a pesar de utilizar materiales similares a los de Bisama, escribe sobre el puerto desde una suerte de pobreza que se dispone a los capitales extranjeros y se exhibe como turismo afeado a cambio de un provecho miserable y de migajas. Cynthia Rimsky, con una escritura elegante y vital, hace emerger realidades olvidadas con el ojo milimétrico que se querría cualquier etnólogo. Yuri Pérez y su proyecto burlón, sarcástico y poético en el que trabaja con materiales de las periferias santiaguinas —en este caso, la ola espiritual y económica evangelista— y los estructura en una prosa poética áspera, feísta, ridícula, ambigua y crítica. Matías Celedón, siempre medio oculto, elabora trabajos en los que ya no se puede hablar de literatura sin experimentalismo y construcción de textos en múltiples dimensiones mezclando estética y política. Nona Fernández, siempre atenta a los signos de la ciudad de Santiago y a la violencia política, social e íntima impuesta que, en su obra, dibuja un arco bastante coherente entre los años setenta y la actualidad. Claudia Apablaza, con un relato dislocado y borracho en que la sexualidad ebulle como una fuga posible a la enajenación, como una vía de sentido desencajado. Y los casos más jóvenes: Felipe Becerra por un lado, con el intento de situar en el mapa de la escritura chilena un estilo barroco cercano a los ya olvidados referentes de Sarduy o Arenas, ejercicio bastante valiente —y extrañamente contestatario, pues el barroquismo involucra el exceso que la economía rechaza— en el mapa de la literatura chilena. Finalmente, Maori Pérez, exhibiendo una escritura paródica en la que cualquier camino de interpretación implica una lectura dislocada, una ruta hecha de diagonales.
Como en toda antología, faltan bastantes escritores. La miseria que genera el neoliberalismo extremo abre también una suerte de ambiente de compañerismo, siempre frío, entre los proyectos independientes que se llevan a cabo en Chile. Esa riqueza que parte de una miseria, cierto desarraigo y una necesidad de reconstrucción identitaria constante son signos de la potencia que el olvido ha tenido y seguirá teniendo en Chile. Si olvido y memoria son partes de una misma cosa, el olvido gana lejos la carrera en la historia nacional. De hecho Bolaño, uno de los responsables de este desorden enriquecedor, quien nos ayudó a desdibujar los límites entre poesía y narrativa, se nombra poco o nada estos últimos años por los rincones del pueblo de Chile.
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