Me dijo: esto no es ciencia ficción. Me dijo: esto no es nada. Me dijo: un tío de mi abuelo inventó los robots chilenos. Un hermano de su padre. En el siglo XIX. Ese pariente lejano se fue a su fundo cerca de Rancagua e inventó los robots. Me dijo: no eran robots-robots. No eran como los de las películas. No como se los ve ahora. Eran autómatas. Todo eso me lo contó en un local de completos del portal Fernández Concha, a metros de la Plaza de Armas, a metros de la catedral, a segundos del Paseo Ahumada. No sé por qué lo entrevistaba, o sí sé: en esa época estaba dispuesto a perder el tiempo, a merodear entre las ramas. Estaba hecho mierda pero vestía con cierta elegancia. No me habló de su vida. Sabía que no me importaba. Él sólo era la voz de un relato que, tiempo atrás, le había sucedido a los otros. Tenía más de setenta años. Había sido notario pero el juego lo había arruinado. Se había perdido en la noche. Tenía en la Calera un hijo que lo odiaba y una nieta que no conocía. Había escrito un par de libros de poesía que, salvo sus amigos, nadie había leído. Pero estaba el tío del abuelo, la historia del tío abuelo. Chile está lleno de gente así, gente que escapa del olvido abrazando a sus antepasados como si fueran su último aliento. Chile está lleno de gente así, que se aferra a los apellidos, que vive por las historias de otros. Él era de ésos. Un profesor de la USACH me lo había recomendado como fuente. Yo escribía algo sobre inventores nacionales para una revista. No era muy importante. Ni la revista, ni el artículo que estaba escribiendo. No incluí nada de esa conversación con él, ese relato del tío abuelo, sobre ese mito medio soterrado, medio risible. Nadie había logrado probar nada pero estaba ahí, como una sombra de una sombra: la historia del soldado que se puso a crear autómatas en el valle central en la década de 1830. Nadie había visto uno de esos autómatas. Nadie sabía de ellos más que la referencia en una tesis perdida de la Facultad de Ingeniería donde se hablaba de ese intento, donde se decía que estaba este tipo, que una especie de teniente o capitán o un capo del bando de O’Higgins se había ido al campo a crearlos. Eso era todo. Una leyenda urbana de una facultad universitaria. Lo único que quedaba era este tipo; este notario jubilado, este poeta secreto, este hombre amarrado a la historia de su apellido del mismo modo en que un cadáver que se hunde está amarrado a un escombro de fierro. El profesor me dijo que si lo llamaba y lo invitaba a algo el notario me iba a contar lo de su tío abuelo. Tenía razón. Lo hizo con elegancia y con algo de urgencia. Mal que mal, era el último descendiente de la familia: un notario arruinado que bebía cerveza y comía completos delante mío en el centro de Santiago. Eso era todo. Unos cuantos completos, un local que olía a frituras, una historia que tenía que ser falsa.
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Yo escuché. Yo escuché al notario que dijo: no se hablaba mucho de ese tío en la familia. Se lo recordaba apenas, se lo recordaba como un energúmeno. Yo no lo conocí. Mi abuelo sí. Él me contó todo lo que le cuento. Ésta es la historia de mi abuelo también. Cuando me la contó yo era casi un niño y él estaba viejo y acabado. Como yo estoy ahora. Las fechas no me las sé todas. Sí sé que era cercano a O’Higgins, que peleó con él en varias batallas, que mató gente y que lo hirieron. Había estudiado en Europa. Lo mandaron para allá tal y como se mandaba a todos los cachorros de nuestra clase: para que se fueran de putas y fornicaran en otro idioma, asistieran a unas cuantas clases y aprendieran los rudimentos básicos de la conspiración. Con él les salió más o menos nomás. Frecuentó algunos círculos de ilustrados pero se la pasó en clases de matemáticas. Tenía talento para eso. De no ser soldado hubiera sido ingeniero. Según mi abuelo, resolvía las cosas así: como si fueran problemas mecánicos, como partes para ensamblar, como rompecabezas. Cuando volvió a Chile lo enrolaron casi sin preguntarle y como los Carrera siempre le parecieron un par de idiotas petulantes, hizo buenas migas con O’Higgins. Peleaba bien y tenía una puntería decente. Pero sobre todo era un buen táctico. Salvó a O’Higgins de un par de escaramuzas muy feas. Veía salidas posibles en medio del fuego. En medio del humo, la sangre y la pólvora, era capaz de abrirse paso y salir vivo. No sé por qué no estuvo en el gobierno, por qué no le dieron un cargo. Por qué nadie le colocó su nombre a una calle. Ahora hasta un animador de la tele tiene una calle con su nombre. Pero él era leal, se quedó cerca de O’Higgins; le hizo los recados al libertador. Posiblemente conspiró y encarceló tipos, posiblemente torturó y fusiló a algunos. No está claro eso. No hay registros de él trabajando para el gobierno, nadie se acuerda del tío de mi abuelo, del tipo que quería ser ingeniero pero que terminó soldado. Fue fiel a O’Higgins, se retiró de la política cuando lo obligaron a renunciar. Pero no se fue al exilio con él. Volvió al campo, que es otra clase de exilio, creo. Dos o tres años antes se había casado con una menor de edad y ahora era padre de dos hijos. Tenía que cuidarlos. El campo estaba bien. Uno podía desaparecer en el campo. Tener su propio país ahí, olvidarse de todo y dedicarse a cultivar la tierra que parecía rendir. Según mi abuelo, su tío quiso hacer eso. Quiso quedarse ahí, en el campo para siempre. No meterse en nada. Estuvo feliz por un rato. A veces llegaba gente a pedir trabajo y se quedaban a trabajar en el fundo. Chile estaba lleno de personas dando vueltas, a la deriva en los caminos, familias de campesinos que avanzaban de localidad en localidad intentando conseguir trabajo o comida en ese país nuevo. A veces el tío le daba trabajo a algunos, se quedaban en los graneros, participaban de las trillas, ayudaban en la vendimia. Mi abuelo me decía que no era una mala vida. Su tío no extrañaba la guerra, no extrañaba la política, no extrañaba la ciudad ni la sangre. Se carteaba con el Libertador un par de veces al año: saludos cordiales donde no había ilusión alguna, nada que no fuera la nostalgia de dos compañeros de armas fingiendo que echaban de menos la guerra. He conocido historias de gente así: que abandonan todo por una paz sencilla, por una vida sin tiempo, por unos días iguales a otros. Por supuesto, todo estuvo bien hasta que su mujer y sus hijos murieron. Fue repentino. Primero una sequía y luego una peste que se los llevó. Él los vio morir y quemó los cuerpos. Mi abuelo me contó que los incineró en una pira en el frontis de la casa patronal. Vio arder todo y no se bañó en meses y se dejó el pelo largo y se convirtió en un espectro tiznado que daba vueltas por las habitaciones. Una carta de O’Higgins, remitida desde Lima, le devolvió la cordura. Dijo el notario jubilado: mi abuelo dice que en esa carta, O’Higgins le pedía que estuviera atento, que lo iba a necesitar en su regreso a Chile. Porque el Libertador soñaba con retornar. Hacía arreglos en Perú para volverse. Nada demasiado escandaloso ni grave, pero soñaba con volver al país. No lo decía así, pero se notaba a la legua: el Libertador odiaba a Portales y a los que estaban en el gobierno; en el fondo, odiaba un país que, de modo desesperado, se había esforzado por olvidarlo. No sé si eso decía la carta, si llegó a tener esas palabras exactas, pero el tío de mi abuelo las entendió así. Se bañó y se afeitó la cabeza y se limpió los piojos. Dejó de gritar en la oscuridad. Decidió que iba a crear un ejército de autómatas para apoyar el retorno de O’Higgins.
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Por supuesto, no sé de dónde sacó la idea. Quizás fue un sueño. Quizás fue la falta de su familia. O la soledad. O el eco de su propia voz gritando en la casa. Mi abuelo indagó con los años y tenía varias teorías y nunca supo la respuesta exacta. Nunca supo cómo llegó mi tío a pensar en los autómatas ni por qué los recordó en el campo chileno, que queda exactamente a medio camino de ninguna parte. Las únicas explicaciones eran anécdotas que, en el fondo, no explicaban nada. Ésos eran los recuerdos que tenía su tío de Europa: una vez que en un salón de criollos ilustrados alguien le habló de un pato mecánico que comía y cagaba y caminaba; otra vez que fue a un espectáculo donde un jugador de ajedrez autómata venció a varios maestros en un pequeño teatro. El jugador estaba vestido de turco y movía las piezas con la mano izquierda. Su semblante era impenetrable: era la parodia de un rostro, el remedo de una cara, el apunte borroso de algo parecido a un cuerpo. Dicen que el jugador mecánico le había ganado en Suiza una partida a Napoleón. Él vio una partida del jugador mecánico. El ajedrez le importaba un rábano pero sabía mover las piezas, podía entender. Según mi abuelo, a su tío le asombró ese rostro impenetrable y la precisión de sus movimientos. El ingeniero aún no se volvía soldado. Se concentró en esa mano de madera troquelada que movía las piezas con una elegancia triste hasta deslizar a sus oponentes a un jaque mate tan humillante como irreversible. Se concentró en la triste parsimonia del autómata, en la ausencia de sonidos y de emoción, en la claridad de la máquina a la hora de cerrar cada jugada. Nunca pensó lo que con los años se supo del jugador de ajedrez turco: que era un truco, que había un sujeto encogido dentro de la caja, que la maquinaria del autómata era sólo humo y espejos. Eso lo vio en París y luego regresó a Chile y se sumergió en la guerra y la conspiración, y luego se fue al campo, y el campo y la peste acabaron con los suyos hasta que le llegó esa carta lacrada de O’Higgins. Y ahí lo recordó todo: se acordó de los autómatas, del ajedrez, de la sombra del pato mecánico. Y fue ahí donde decidió crear un batallón, un ejército, una legión de autómatas para apoyar a O’Higgins y su retorno.
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Lo logró: tenía talento. Volvió a estudiar mecánica, consultó libros, se puso al día con la técnica. Transformó esa casa patronal de pilares de madera y adobe en un taller, en una factoría. Se dedicó a estudiar un año completo. Se sumergió en enciclopedias, en manuales, se carteó con expertos. Aprendió de a poco. Tardó cinco años en los primeros autómatas. Primero replicó el pato, que si bien no pudo volar, podía moverse por el campo. Luego fabricó una gallina mecánica. Luego un perro. Eran simples pruebas, juguetes a cuerda a los que les faltaba un ojo o un ala. Pero la gallina sí ponía huevos. Y el perro ladraba, aunque ese ladrido fuera más bien un quejido, el suspiro asmático de los órganos de metal de la máquina cuando llegaban a algo parecido a la asfixia. Mi abuelo me dijo que si ibas a verlo al campo, estaban ahí: todos esos animales mecánicos dando vueltas por los jardines del fundo, como si fueran una fauna verdadera. Pero crear a los soldados fue un problema. Una cosa es diseñar una bestia, la otra, intentar darle vida a un soldado y luego enseñarle a matar. Lo logró. Creó varios modelos: replicó órganos, extremidades, ojos, narices, bocas. Les pintó las mejillas para dotarlos de rubor, talló las cavidades de las orejas, les colocó un corazón de lata en su sitio. Mi abuelo me dijo que nunca vio los diseños, que su tío los guardaba celosamente en una habitación cerrada. No se preocupó por el alma de sus creaciones. Esto no era un cuento infantil, no era literatura. Por lo mismo, sabía que estaba creando máquinas de matar, que aunque tuvieran algo parecido a eso, algo que pasara como un espíritu inmortal, lo iban a perder de inmediato. Que el alma era una pendejada para filósofos de folletín, para ilustrados de última hora como ese imbécil de Andrés Bello, para los pobres curas huevones preocupados de almorzar gratis en la casa de los fieles. Por lo mismo, liberado de las honduras de cualquier debate moral y pensando como hombre de ciencia, hizo modificaciones ad hoc: cuchillas que salían de los dedos de pino, pequeños explosivos que lanzaban esquirlas de latón o mangueras que vomitaban aceite caliente por la boca. Diseñó uno a uno sus soldados. Los construyó pacientemente y luego les enseñó a marchar por un pequeño campo de Marte que hizo arrancando unos sembradíos. Los soldados eran más de cien. No hablaban. Estaban pintados con los mismos colores del uniforme de los húsares de la Independencia. La energía la sacaban de un complejo motor a cuerda y las articulaciones estaban hechas de una estructura de poleas hidráulicas. No podían sonreír. La boca era un rictus congelado, el silencio su única mueca, el aire frío, la sangre que estaba entre la madera y el metal. Nunca anduvieron demasiado bien: eran lentos, se atacaban entre ellos, explotaban solos, el polvo se les metía dentro de las articulaciones, la cuerda les duraba cinco o diez minutos. Quietos, se veían preciosos y amenazantes, como la promesa de una sombra de la muerte que alguna vez sacudirá los valles. En movimiento, por el contrario, parecían un sainete cómico actuado por juguetes. Mi abuelo se dio cuenta de eso: una gallina mecánica es divertida y entrañable, un hombre de lata armado es peligroso o patético.
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Tardó demasiado en construirlos. O’Higgins nunca volvió a Chile. Murió en el exilio. El tío de mi abuelo no se enteró. Ya había cerrado las puertas de su hacienda al mundo, donde probó una y otra vez a sus soldados hasta fallecer en el sueño en 1850, antes de que estallara en Santiago una miniatura de rebelión liberal para la que, tal vez, sus soldados quizás hubieran servido en los piquetes. Nunca supo de ese aborto de revolución. No alcanzó a ver cómo el país era capaz de inventarse sus propias tragedias sin tener que recurrir a las europeas. Lo enterraron en el cementerio familiar de la hacienda. No hubo funeral vikingo para él sino más bien una ceremonia sin sacerdotes, llantos o canciones. Salvo para la familia, las puertas del fundo permanecieron cerradas al resto del mundo. Mi abuelo y sus hermanos se encargaron de ordenarlo todo. Sus padres no querían saber del tío que era para la familia, a la vez, dos cosas vergonzantes, un traidor y un loco. Así que ellos fueron al campo y embalaron todo: los animales, los soldados, el taller. No pudieron dar con los planos. Les dijeron a los inquilinos que se llevaran lo que quisieran de la casa. Abrieron una fosa en la tierra y enterraron a los soldados envueltos en sacos de harina. Mi abuelo me contó que mientras cavaban escuchó el sonido de los ojos de porcelana de algunos soldados abriéndose y cerrándose mientras cada paletada caía sobre sus rostros tapados por los sacos blancos. Me dijo que imaginó las cuchillas saliendo de las yemas de los dedos. Me dijo que pudo ver cómo algunos movieron los brazos, agitaron las piernas. No habían peleado en ninguna guerra, nunca fueron otra cosa que cadáveres de pino y latón. Me dijo que el sonido de esos cuerpos de metal agitándose en la fosa y chirriando lo acompañó por años como pesadillas. Me dijo que luego él y sus hermanos quemaron la casa hasta sus cimientos, esperaron que el incendio se apagara y luego se fueron. Vendieron el fundo. Olvidaron dónde quedaba. Chile se llenó de nuevos caminos y nuevas guerras y el regreso del Libertador pasó a ser una postal, una pintura, una especie de sombra pelirroja que presidía los discursos oficiales; a lo más, un recuerdo sin sangre. Mi abuelo me dijo que nadie se acordó de mi tío y que por eso me contó esa historia, dijo el notario jubilado. Que yo lo creyera o no, era irrelevante. Ahora yo se la narro a usted, dijo, le relato la vergüenza y el mito de mi familia. Ahora no es más que un cuento, dijo. No es algo que tenga más espesor que esos poemas míos de los que tampoco nadie se acuerda porque nadie los leyó, dijo. En alguna parte están esos soldados durmiendo bajo la tierra, soñando con quizás qué cosas, con una guerra que nunca nadie alcanzó a librar.
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Me dijo el notario jubilado antes de irse, antes de desaparecer entre el olor a comida y la multitud y el ruido: subido arriba del caballo, lo último que vio mi abuelo del fundo de su tío fue una gallina mecánica caminando por el jardín. No se lo contó a sus hermanos. Se quedó con esa imagen antes de empezar a olvidar. Una gallina mecánica moviéndose en medio de la maleza, una gallina mecánica en medio del pasto seco, de las cenizas, avanzando hacia el valle.
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